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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, #Policiaco

Un puñado de centeno

 

Rex Fortescue muere envenenado y todo indica que el asesino puso el veneno en el té que, como cada mañana, le sirvió su secretaria. Peros los informes del forense lo desmienten y el asunto se complica cuando la investigación saca a la luz los trapos sucios de la familia Fortescue. El inspector Neele, encargado del caso, contará en todo momento con la ayuda de la sagaz miss Marple.

Agatha Christie

Un puñado de centeno

ePUB v1.1

Ormi
19.11.11

Título original:
A pocket full of Rye

Traducción: C. Peraire del Molino

Agatha Christie, 1953

Edición 1983 - Editorial Molino - 256 páginas

ISBN: 84-272-0116-8

Guía del Lector

En un orden alfabético convencional relacionamos a continuación los principales personajes que intervienen en esta obra:

ANSELL
: Abogado de Adela Fortescue.

BERNSDORFF
: Médico del Hospital de San Judas.

BILLINGSLEY
: Abogado de Rex Fortescue.

CROSBIE
: Médico director del sanatorio «Los Pinos».

CRUMP
: Viejo mayordomo de los Fortescue.

DOVE
(Mary): Ama de llaves de la citada familia.

DUBOIS
(Vivian): Amigo íntimo de Adela.

ELLEN
: Doncella de los Fortescue.

EVANS
(Alberto): Novio de Gladys.

FORTESCUE
(Adela): Mujer muy atractiva, esposa de Rex y mucho más joven que él.

FORTESCUE
(Elaine): Muchacha agraciada y muy moderna, hija del primer matrimonio de Rex.

FORTESCUE
(Jennifer) Esposa de Percival.

FORTESCUE
(Lancelot): Segundo hijo de Rex, hermano de Percival y Elaine.

FORTESCUE
(Percival): Hijo mayor de Rex, y a la vez socio de su padre.

FORTESCUE
(Rex): Gerente del Trust de Inversiones Unidas; hombre acaudalado, poco escrupuloso en sus negocios.

GRIFFITH
: Primera mecanógrafa del citado Trust, ya solterona.

GROSVENOR
: Una rubia muy, atractiva, secretaria particular de Rex.

HAY
: Sargento a las órdenes de Neele.

MARPLE
(Juana): Solterona aficionada al detectivismo.

MARTIN
(Gladys): Doncella de los Fortescue.

NEELE
: Inspector de policía, muy elegante y capacitado.

RAMSBATTON
(Effie): Anciana solterona, hermana de la primera esposa de Rex Fortescue.

SOMERS
: Mecanógrafa muy torpona del mencionado Trust.

WRIGHT
(Gerald): Profesor, novio de Elaine.

Capítulo I

Le tocaba hacer el té a la señorita Somers. La señorita Somers era la mecanógrafa que llevaba menos tiempo en la casa y la menos eficiente. Ya no era joven y su rostro preocupado parecía el de una oveja. Todavía no hervía el agua cuando la señorita Somers la echó en la tetera, pues la pobre nunca estaba completamente segura de cuando
hervía
el agua. Esa era una de las múltiples preocupaciones que la afligían.

Una vez hecho el té, preparó las tazas, poniendo un par de bizcochos en cada platito.

La señorita Griffith, la primera mecanógrafa, una solterona de cabellos grises que llevaba dieciséis años en el Trust de Inversiones Unidas, exclamó irritada:

—¡Somers,
tampoco
hervía el agua esta vez!

Y el rostro preocupado de la señorita Somers se puso como la grana al contestar:

—Dios mío, yo creí que esta
vez sí
.

La señorita Griffith pensaba para sus adentros:

—Tal vez la conserve otro mes, mientras haya tanto trabajo... pero la verdad: El lío que armó con la parta de Explotaciones Este... un trabajo tan sencillo... y siempre tan torpe al hacer el té. Si no fuera por lo qué cuesta encontrar mecanógrafas inteligentes... Y la tapa de lata de los bizcochos otra vez la dejó mal ajustada...
La verdad
...

Y como tantas otras quejas de la señorita Griffith, la frase quedó sin terminar.

En aquel momento entraba la señorita Grosvenor para hacer el té sagrado del señor Fortescue. El señor Fortescue tomaba el té distinto, con bizcochos especiales y servido en porcelana de China. Sólo la tetera y el agua eran las mismas que las de las empleadas. Mas en esta ocasión, por ser para el señor Fortescue, el agua estuvo en su justo punto de ebullición. La señorita Grosvenor cuidó de ello.

La señorita Grosvenor era una rubia muy atractiva Vestía un traje negro de muy buen corte y sus piernas perfectamente moldeadas iban enfundadas en las medias de nylon más caras que se encontraban en el mercado negro.

Cruzó la sala de las mecanógrafas sin dignarse ni siquiera dirigirles una mirada. La señorita Grosvenor era la secretaria particular del señor Fortescue; ciertos rumores poco caritativos aseguraban que era algo más, pero no era cierto. El señor Fortescue acababa de contraer Segundas nupcias con una mujer encantadora y capaz de absorber toda su atención. La señorita Grosvenor era para su jefe sólo una parte necesaria de la decoración... que resultaba muy lujosa y llamativa.

La señorita Grosvenor, llevando la bandeja como si fuera a realizar una ofrenda ritual, atravesó la oficina principal, la sala de espera, donde se permitía aguardar a los clientes más importantes, y su propia antesala. Al fin, tras dar unos ligeros golpecitos en la puerta, penetró en el lugar sagrado... el despacho del señor Fortescue.

Era una habitación amplia, con un parquet deslumbrante cubierto a trechos por gruesas alfombras orientales. Los paneles de las paredes eran de madera clara y había varios butacones enormes tapizados de cuero del mismo tono. Tras una colosal mesa escritorio de madera de sicómoro, situada en el centro de la estancia, se hallaba el propio señor Fortescue.

Su apariencia no era tan imponente como debiera haber sido para hacer juego con su despacho. Era un hombre alto y fofo, con una calva reluciente, que tenía la afectación de vestir americana sport en su oficina de la ciudad. Estaba estudiando varios papeles, con el ceño, fruncido, cuando la señorita Grosvenor se acercó a él con su andar felino y dejando la bandeja junto a su codo murmuró en voz baja e inexpresiva:

—El té, señor Fortescue —y se retiró.

La respuesta del señor Fortescue fue un gruñido.

Sentada de nuevo ante su mesa, la señorita Grosvenor se dispuso a atender los asuntos del día. Hizo un par de llamadas telefónicas, corrigió algunas cartas que estaban dispuestas para la firma y contestó otra llamada telefónica.

—Ahora me temo que no va a ser posible —dijo con voz afectada—. El señor Fortescue tiene junta.

Al colgar el auricular miró el reloj. Eran las once y diez.

Fue entonces cuando un sonido desacostumbrado se dejó oír a través de la puerta, casi a prueba de ruidos, del despacho del señor Fortescue. Ahogado, pero no obstante reconocible, se oyó un grito agónico. Al mismo tiempo el timbre del dictáfono comenzó a sonar frenéticamente. La señorita Grosvenor, muy sorprendida, permaneció unos instantes completamente inmóvil, hasta que al fin consiguió ponerse en pie. Ante lo inesperado, olvidó su pose. No obstante dirigióse al despacho del señor Fortescue con su andar felino, dio unos golpecitos en la puerta con los nudillos y entró.

Lo que vieron sus ojos todavía la alteraron más. El señor Fortescue, tras su mesa de escritorio, parecía presa de un ataque cardiaco. Sus convulsiones constituían un espectáculo alarmante.

—¡Oh! Dios santo, señor Fortescue, ¿está usted enfermo? —exclamó la señorita Grosvenor dándose cuenta al instante de lo tonto de su pregunta. No había la menor duda de que se encontraba gravemente enfermo. Incluso cuando se acercó a d, no cesaba de retorcerse presa de dolorosas convulsiones.

Su respuesta brotó entrecortada:

—El té... ¿qué diablos... ha puesto en el té?... Vaya e buscar ayuda... Traiga en seguida un médico...

La señorita Grosvenor salió corriendo de la estancia. Ya no era la secretaria rubia y arrogante... sino una mujer asustada que había perdido la cabeza y que entró corriendo en la sala de mecanógrafas gritando:

—Al señor Fortescue le ha dado un ataque... se está muriendo... debemos llamar a un médico... tiene un aspecto horrible... Estoy segura de que se está muriendo.

Las reacciones fueron inmediatas y variadas.

La señorita Bell, la mecanógrafa más joven, dijo:

—Si es un ataque epiléptico debemos ponerle un tenedor en la boca. ¿Quién tiene un tenedor?

Nadie tenía un tenedor.

La señorita Somers comentó:

—A su edad es posible que se trate de un ataque de apoplejía.

La señorita Griffith intervino:

—Hay que traer un médico...
en seguida
.

Mas no supo poner en juego su acostumbrada eficiencia, puesto que durante sus dieciséis años de servicio nunca hubo necesidad de llamar a un médico en la oficina de la ciudad. Tenía su doctor particular, pero estaba en Streatham Hill. ¿Dónde habría un médico por allí cerca?

Nadie lo sabia. La señorita Bell cogió una guía telefónica y comenzó a buscar doctores en la letra D. Mas los doctores no estaban clasificados como si fueran taxis. Alguien sugirió llamar a un hospital... ¿pero cuál?

—Tiene que ser uno adecuado —insistió la señorita Somers—, de no ser así, no vendrán... Tiene que estar dentro del área.

Alguien quiso llamar al 999, pero la señorita Griffith dijo que llamar a la policía no serviría de nada. Para ser ciudadanas de un país que disfruta de los beneficios de un Servicio Médico, y además mujeres razonablemente inteligentes, demostraban una ignorancia asombrosa en cuanto al procedimiento más adecuado a seguir. La señorita Bell comenzó a buscar Ambulancias en la letra A. La señorita Griffith dijo:

—Tiene su médico particular...
debe
de tenerlo.

Alguien corrió en busca de la agenda de direcciones particulares, y la señorita Griffith ordenó al botones que trajera a un médico... como fuera y de
donde fuera
. En la agenda encontraron el nombre de
sir
Edwin Sandeman, con domicilio en la calle Harvey. La señorita Grosvenor, desplomada sobre una silla, gemía con voz menos estudiada que de costumbre.

—Yo hice el té como siempre... de veras... no podía haber nada malo en él.

—¿Nada malo en el té? —la señorita Griffith hizo una pausa mientras marcaba un número de teléfono—. ¿Por qué lo dice?

—Él lo dijo... el señor Fortescue... dijo que había sido el té...

La señorita Griffith vacilaba entre Welbeck y 999.

La señorita Bell, con su joven optimismo, dijo:

—Hay que darle un poco de mostaza con agua...
ahora
. ¿Hay mostaza en la oficina?

No había mostaza.

Poco tiempo después, el doctor Isaac de Bethnal Green y
sir
Edwin Sandeman se encontraron en el ascensor en el preciso momento en que dos ambulancias se detenían ante el edificio. El teléfono y el botones habían realizado su cometido.

Capítulo II

El inspector Neele se hallaba sentado en el despacho del señor Fortescue, tras su enorme escritorio de madera de sicómoro. Uno de sus subalternos ocupaba una silla cerca de la puerta, con una libreta en ristre.

El inspector Neele tenía un aspecto elegante y marcial y sus cabellos castaños y espesos estaban peinados hacia atrás sobre su frente bastante estrecha. Cuando pronunciaba la frase: «Sólo es cuestión de realizar los trámites de costumbre», sus interlocutores podían pensar: «Es de lo único que
eres
capaz.» Pero se hubieran equivocado. Tras su apariencia poco imaginativa, el inspector Neele era un gran pensador, y uno de sus métodos de investigación consistía en plantearse a sí mismo fantásticas teorías de culpabilidad que aplicaba a cada una de las personas sometidas a su interrogatorio.

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