El veneno de aquella solterona era mortal. Neele consideró innecesario preguntar: «¿A quién se refiere?», pero de todas maneras lo preguntó.
—¿A quién iba a referirme? A la señora... y a ese hombre. No tienen vergüenza. ¿Quiere que le diga una cosa? El señor lo sabía, y les puso alguien que les vigilaba. Hubieran llegado al divorcio... y en vez de esto... se ha llegado a lo
otro
...
—Al decir lo otro, quiere usted decir...
—Usted ha estado haciendo preguntas acerca de lo que comió y bebió, y quién se lo dio. Han sido los dos señor, esta es mi opinión. Él conseguiría el veneno en cualquier parte y ella se lo dio al señor. No tengo la menor duda de que ocurrió así.
—¿Ha visto usted en la casa frutos de los tejos... o tirados por algún lugar de los alrededores?
—¿De los tejos? —sus diminutos ojillos parpadearon con curiosidad—. No los toques nunca, me decía mi madre cuando yo era pequeña. ¿Fue eso lo que le dieron, señor?
—Todavía no lo sabemos.
—Nunca la vi cogerlos. —Ellen parecía decepcionada—. No, no puedo decir que haya visto nada de eso.
Neele la interrogó sobre el centeno encontrado en el bolsillo del señor Fortescue, pero tampoco sacó nada en limpio.
—No, señor. No sé nada.
Siguió haciéndole preguntas, pero sin resultado. Por fin quiso saber si podría ver a la señorita Ramsbatton.
Ellen vaciló.
—Se lo preguntaré, porque no recibe a todo el mundo. Es una señora muy vieja, y un poco extraña.
El inspector asintió en su demanda, y ella le condujo de mala gana por un largo pasillo y un pequeño tramo de escaleras hasta lo que pudo haber sido la habitación destinada a los niños.
Mientras la seguía miró por una de las ventanas del pasillo y vio al sargento Hay de pie juntó al tejo y hablando con un hombre, sin duda el jardinero.
Ellen golpeó con los nudillos en una de las puertas, y una vez obtenido el permiso de entrar, la abrió, diciendo:
—Aquí está un policía que quiere hablar con usted, señorita.
La respuesta debió de ser afirmativa, porque se hizo a un lado para dejar pasar a Neele.
Aquella habitación estaba absurdamente atiborrada de muebles. El inspector tuvo la sensación de haber vuelto a la época victoriana. Sentada ante una mesita bajo una luz de gas, una anciana se entretenía haciendo solitarios. Llevaba un vestido color castaño y sus escasos cabellos grises pendían lacios a ambos lados de su cara.
Sin alzar la vista ni interrumpir su juego dijo en tono impaciente:
—Bueno pase, pase. Siéntese si es su gusto.
No era fácil aceptar la invitación, puesto que todas las sillas estaban cubiertas da folletos o publicaciones de carácter religioso.
Mientras retiraba las que tapizaban un sofá, la señorita Ramsbatton le preguntó con acritud:
—¿Le interesan las misiones?
—Pues, me temo que no mucho, señora.
—Pues debieran interesarle Así es cómo está hoy en día el espíritu cristiano. La pasada semana vino a verme un sacerdote muy joven y tan negro como su sombrero, pero un verdadero cristiano.
El inspector Neele no supo qué responder.
La anciana le desconcertó todavía más al decir:
—No tengo aparato de radio.
—¿Cómo dice?
—¡Oh! Creí que habría venido para comprobar si había sacado la licencia. O alguna de esas tonterías. Bueno, joven, ¿de qué se trata?
—Lamento tener que comunicarle que su hermano político, el señor Fortescue, sintióse enfermo repentinamente esta mañana y ha fallecido.
La señorita Ramsbatton continuó con su solitario sin dar señales de preocupación, y limitándose a comentar tranquilamente:
—Al fin han sido abatidos su arrogancia y su necio orgullo. Bueno, algún día tenía que ocurrir.
—Espero que no haya sido un gran golpe para usted.
Resultaba evidente que no lo era, mas el inspector quiso ver lo que contestaba.
—Si se refiere a que no lo siento, está usted en lo cierto. —La señorita Ramsbatton le miraba por encima de sus gafas—. Rex Fortescue siempre fue un hombre pecador y nunca me agradó.
—Su muerte ha sido muy repentina...
—Como propia de un impío —repuso la dama con satisfacción.
—Es posible que fuera envenenado...
El inspector Neele hizo una pausa para observar el efecto causado.
Pero la señorita Ramsbatton ni parpadeó, y limitóse a murmurar:
—Siete rojo sobre ocho negro. Ahora puedo mover el rey.
Sorprendida al parecer por el silencio del inspector, se detuvo con la carta en la mano para preguntarle:
—Bueno, ¿qué esperaba que le dijera? Yo no le he envenenado, si es eso lo que quiere saber.
—¿Tiene alguna idea de quién pudo hacerlo?
—Esa pregunta es muy inconveniente —replicó la anciana—. En esta casa viven dos hijos de mi difunta hermana. No quiero creer que nadie de la sangre Ramsbatton pueda ser culpable de un crimen. Porque usted habla de un asesinato, ¿verdad?
—Yo no he dicho eso, señora.
—¡Pues claro que es un crimen! Muchas personas hubieran querido asesinar a Rex a su debido tiempo. Era un hombre sin escrúpulos. Y las culpas pasadas dejan su huella, como dice el refrán.
—¿Sospecha dé alguien en particular?
La señorita Ramsbatton dejó las cartas y se puso en pie. Era una mujer de elevada estatura.
—Creo que será mejor que se marche usted —le dijo.
Habló sin enfado pero con resolución.
—Si quiere conocer mi opinión —continuó—, debe haber sido uno de los criados. Ese mayordomo me parece un perillán, y esta doncella es completamente anormal. Buenas noches.
El inspector salió obedientemente de la estancia. Desde luego era una anciana muy particular. No le había sacado nada.
Al llegar al vestíbulo de la planta baja encontróse frente a frente con una joven morena y esbelta. Llevaba puesto un impermeable húmedo y le miraba con franca curiosidad..
—Acabo de llegar —le dijo—. Y me han dicho... que papá ha muerto.
—Lamento que sea cierto.
Ella buscó apoyo con la mano a sus espaldas, como un ciego sin lazarillo, y al tocar un arcén de roble se sentó despacio sobre él.
—¡Oh, no! —dijo—. No...
Dos lágrimas resbalaron por sus mejillas.
—Es horrible... —exclamó—. Creí que no le quería... Casi pensé odiarle... Pero no puede ser así, ya que no me importaría... y me importa.
Permaneció sentada mirando al vacío mientras las lágrimas iban humedeciendo su rostro.
De pronto volvió a hablar casi sin aliento.
—Lo peor es que ahora todo se arregla. Quiero decir, que Gerald y yo podremos casarnos. Podré hacer todo lo que quiera. Pero aborrezco que haya tenido que ser así. No quería que papá muriese... Oh, no... Oh, papaíto... papaíto...
Por primera vez desde que había ido a Villa del Tejo, el inspector Neele sorprendióse de ver a alguien que sintiera verdadero pesar por la muerte de Fortescue.
—A mí me parece que ha sido la esposa —decía el subordinado, tras escuchar atentamente el informe del inspector Neele sobre el caso.
Le hizo un relato admirable y preciso. Breve, pero sin omitir detalle de importancia.
—Sí —repitió el subcomisario—. Me parece que fue la esposa. ¿Y cuál es su opinión, Neele?
El aludido repuso que a él también se lo parecía; que por lo general siempre es la esposa... o el marido... según los casos.
—Ella tuvo oportunidad. ¿Y motivos? —el subcomisario hizo una pausa—.
¿Tenía motivos?
—¡Oh, creo que sí, señor! Ya sabe, ese señor Dubois.
—¿Cree que también está mezclado en esto?
—No, yo no diría eso, señor. —El inspector Neele rechazó la idea—. Está un poquitín demasiado pegado a su pellejo para eso. Pudo haber adivinado lo que ella tramaba, pero no creo que él la haya instigado.
—No, demasiado prudente.
—Sí, demasiado.
—Bueno, no podemos llegar a una conclusión, pero parece una hipótesis bastante buena. ¿Y qué hay de las otras dos que tuvieron oportunidad?
—Son la hija y la nuera. La hija estuvo prometida a un joven, y su padre no la dejó casarse con él. Y por lo visto no pensaba casarse con ella al menos que tuviera dinero. Eso
le
proporciona un móvil. Y en cuanto a la nuera, todavía no sé bastante de ella. Pero cualquiera de las tres
podría
haberlo envenenado, y no veo que nadie más pudiera hacerlo. La doncella, el mayordomo, la cocinera... todos prepararon el desayuno, o lo llevaron al comedor, pero no veo que pudieran asegurarse de que sólo Fortescue tomara el veneno y los demás no. Es decir, si es que era
taxina
.
—Desde luego, lo era. Acabo de recibir el informe del forense.
—Entonces, eso queda sentado —dijo el inspector Neele—. Y podemos pasar adelante.
—¿Y los criados?
—El mayordomo y la doncella parecen muy nerviosos. Eso no tiene nada de particular. Sucede a menudo. La cocinera está furiosa y la otra doncella muy complacida. En resumen, todo perfectamente natural y lógico.
—¿No hay nadie más a quien considerar sospechoso en algún aspecto?
—No, no creo, señor. —Involuntariamente, el inspector Neele pensó en Mary Dove y su sonrisa enigmática, y en voz alta dijo—: Ahora que ya sabemos que se trata de taxina, debe haber alguna pista de cómo fue obtenida o preparada.
—Bien. Bueno, adelante Neele. A propósito, el señor Percival Fortescue —está aquí ahora. He cambiado un par de palabras con él y espera para verle. También hemos localizado al otro hijo. Está en París, en el «Bristol», y hoy sale para aquí. Supongo que irá a esperarle al aeropuerto.
—Sí, señor; eso pensaba...
—Bien, será mejor que ahora vea a Percival Fortescue... —El subcomisario rió—. Percy el Atildado, eso es lo que es.
Percival Fortescue era un hombre rubio y aseado, de unos treinta años, de cabellos y pestañas muy claros, que empleaba un tono ligeramente pedante al hablar.
—Esto ha sido un golpe terrible para mí, inspector Neele, como puede usted figurarse.
—Debe haberlo sido, señor Fortescue —repuso el inspector.
—Sólo puedo decirle que mi padre se encontraba perfectamente bien anteayer cuando me marché de casa. Esta intoxicación, o lo que haya sido, debe haber sido muy repentina.
—Sí, fue muy repentina; pero no se trata de una intoxicación, señor Fortescue.
Percival le miraba con el ceño fruncido.
—¿No? De modo que por eso... —se interrumpió.
—Su padre —le dijo el inspector Neele —murió envenenado por habérsele administrado taxina.
—¿Taxina? Nunca había oído esta palabra.
—Me lo imagino. La conocen muy pocas personas. Es un veneno de efectos rápidos y drásticos.
Su ceño se acentuó todavía más.
—¿Me está usted diciendo que mi padre fue deliberadamente envenenado, inspector?
—Eso parece; sí señor.
—¡Es terrible!
—Sí, desde luego, señor Fortescue.
—Ahora comprendo la actitud de los del hospital —murmuró Percival—, y el recibimiento que me han dispensado aquí. —Se interrumpió y tras una pausa prosiguió—: ¿Y el entierro?
—La vista de la causa está fijada para mañana después de la autopsia. Sólo se llevarán a cabo las formalidades puramente de rigor y el juicio se aplazará.
—Ya comprendo. ¿Es lo que se acostumbra a hacer?
—Sí, señor. Ahora sí.
—¿Puedo preguntarle si tiene formada alguna idea de quién pudo...? La verdad, yo... —se interrumpió de nuevo.
—Es demasiado pronto para eso, señor Fortescue —murmuró Neele.
—Sí, lo supongo.
—De todas formas, nos seria de gran ayuda el que usted nos diera alguna idea de las disposiciones testamentarias de su padre. O tal vez pueda ponerme en contacto con su abogado.
—Sus abogados son Billingsby, Horsethorpe y Walters, de la Plaza Bedford. Y en cuanto a su testamento, creo que más o menos puedo decirles cuáles son sus principales disposiciones.
—Si fuera usted tan amable, señor Fortescue. Es una formalidad que no puede eludir.
—Mi padre hizo un nuevo testamento hace un par de años con ocasión de su matrimonio —explicó Percival—. Deja la suma de cien mil libras a su esposa y cincuenta mil a mi hermana Elaine. Yo soy el heredero del resto. Y yo soy, naturalmente, socio de la firma.
—¿Y no lega nada a su hermano, Lancelot Fortescue?
—No, hace mucho tiempo que mi padre y mi hermano se disgustaron.
Neele le dirigió una mirada inquisitiva... pero Percival parecía muy seguro de sus palabras.
—De modo que, según el testamento —dijo Neele—, las tres personas que ganan con su muerte son la señora Fortescue, la señorita Elaine Fortescue y usted.
—Yo no creo que deba considerarme ganancioso. —Percival suspiró—. Ya sabe, inspector, hay que pagar los derechos de Estado. Y últimamente mi padre ha sido... bueno, algo imprudente en sus transacciones financieras.
—¿Su padre y usted no han estado de acuerdo últimamente sobre el modo de llevar el negocio? —El inspector Neele lanzó su pregunta con genialidad habitual.
—Yo le expuse mis puntos de vista, pero... —Percival encogióse de hombros.
—Se mostró usted bastante firme, ¿verdad? —inquirió Neele—: En resumen, por no ponerse de acuerdo tuvieron una disputa, ¿no es cierto?
—Yo no diría eso, inspector. —Una sombra de preocupación nubló los ojos de Percival.
—Entonces tal vez la discusión fue debida a otro asunto; señor Fortescue.
—No hubo tal disputa, inspector.
—¿Está bien seguro, señor Fortescue? Bien, no importa. ¿Debo entender que su padre y su hermano seguían enfadados?
—Eso es.
—Entonces tal vez pueda decirme lo que significa esto.
Neele le tendió el mensaje telefónico anotado por Mary Dove.
Percival, al leerlo, lanzó una exclamación de sorpresa y disgusto, pareciendo al mismo tiempo furioso e incrédulo.
—No lo puedo comprender, —apenas puedo creerlo.
—A pesar de ello, parece ser cierto, señor Fortescue. Su hermano llega hoy de París.
—¡Pero es extraordinario! No, la verdad,
no puedo
comprenderlo.
—¿Su padre no le dijo nada de todo eso?
—Desde luego que
no
. ¡Qué vergüenza! ¡Mandar llamar a Lance a mis espaldas!
—¿No tiene usted idea de
por qué
hizo semejante cosa?