Read La ciudad y la ciudad Online

Authors: China Miéville

Tags: #Fantástico, #Policíaco

La ciudad y la ciudad (12 page)

BOOK: La ciudad y la ciudad
13.5Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—No será nuestro problema durante mucho más tiempo —dije, viendo algunos turistas ulqomanos entrar en Besźel—. Me refiero a Mahalia. Byela. Fulana de Tal.

7

Volar a Besźel desde la Costa Este de Estados Unidos implica cambiar de avión al menos una vez, y eso en el mejor de los casos. Es un viaje célebre por sus complicaciones. Hay vuelos directos a Besźel desde Budapest, desde Skopje y, probablemente la mejor alternativa para un estadounidense, desde Atenas. Técnicamente habría sido más difícil para ellos llegar a Ul Qoma por culpa del bloqueo, pero lo único que necesitaban era pasar a Canadá y podían coger allí un vuelo directo. Había muchos más servicios internacionales al Nuevo Lobo.

Los Geary llegaban al Besźel Halvic a las diez de la mañana. Ya le había encargado a Corwi que les informara antes de la muerte de su hija por teléfono. Le dije que yo les acompañaría para que vieran el cuerpo, aunque ella podía venirse si quería. Lo hizo.

Llegamos antes al aeropuerto de Besźel por si el avión se adelantaba. Nos tomamos un café malo en el equivalente al Starbucks de la terminal. Corwi me volvió a preguntar sobre el funcionamiento del Comité de Supervisión. Yo le pregunté si había salido de Besźel alguna vez.

—Claro —me respondió—. He estado en Rumanía. He estado en Bulgaria.

—¿Y en Turquía?

—No. ¿Y tú?

—Sí. Y en Londres. Y en Moscú. En París, una vez, hace mucho tiempo, y en Berlín. El Berlín Occidental. Fue antes de la reunificación.

—¿Berlín? —dijo.

El aeropuerto estaba escasamente concurrido: la mayor parte eran besźelíes de regreso, al parecer, además de unos pocos turistas y representantes comerciales de Europa del Este. Es difícil hacer turismo en Besźel, o en Ul Qoma, (¿cuántos destinos vacacionales ponen exámenes antes de que te dejen entrar?), pero aun así, aunque no había estado, había visto imágenes del aeropuerto de Ul Qoma, a veinticinco o veintiséis kilómetros al sureste, atravesando Bulkya Sound desde Lestov, y tenía mucho más tráfico que el nuestro, aunque las condiciones de visita no eran menos extenuantes que las nuestras. Cuando lo remodelaron hace unos años había pasado de ser un poco pequeño a mucho más grande que nuestra terminal en unos pocos meses de construcción frenética. Por encima de sus terminales había medialunas concatenadas de espejos, diseñadas por Foster o alguno de ese estilo.

A un grupo de judíos ortodoxos extranjeros los recibían sus, a juzgar por la ropa, mucho menos devotos familiares locales. Un grueso agente de seguridad hacía oscilar su pistola para rascarse la barbilla. Había uno o dos ejecutivos vestidos de forma intimidante relacionados con esas llegadas recientes de oro en polvo, nuestros supertecnológicos, incluso estadounidenses, amigos, que buscaban a sus conductores con indicativos que los identificaban como miembros del consejo de administración de Sear and Core, Shadner, VerTech. Eran esos ejecutivos que no llegaban en sus propios aviones, o helicópteros en sus propios helipuertos. Corwi me vio leyendo las cartulinas.

—¿Por qué coño iba alguien a invertir aquí? —preguntó—. ¿Crees que acaso se acuerdan de haberlo firmado? Seguro que el Gobierno les mete Rohipnol durante estos viajecitos.

—Ese es el típico discurso derrotista de Besźel, agente. Eso es lo que está derrumbando nuestro país. Los representantes Buric y Nyisemu y Syedr están haciendo justo el trabajo que les encomendamos.

Lo de Buric y Nyisemu tenía sentido, lo extraordinario era que Syedr se hubiera metido a organizar ferias comerciales. Había tirado de favores. El hecho de que, como demostraban estos visitantes extranjeros, hubiera otros pequeños éxitos era mucho más extraordinario.

—Vale —dijo Corwi—. En serio, fíjate en esos cuando salen: te juro que hay pánico en sus ojos. ¿Has visto todos esos coches transportándolos por la ciudad, a lugares turísticos y entramados o donde sea? «Mirando las vistas». Claro. Esos pobres diablos están intentando encontrar la forma de salir.

Señalé una de las pantallas: el avión había aterrizado.

—¿Así que has hablado con la supervisora de Mahalia? —pregunté—. Intenté llamarla un par de veces, pero no conseguí hablar con ella y no me han querido dar su móvil.

—No hablé mucho —contestó Corwi—. La localicé en el centro, hay como un centro de investigación que es parte de la excavación de Ul Qoma. La profesora Nancy es uno de los peces gordos, tiene a un montón de estudiantes. El caso es que la llamé y comprobé que Mahalia era una de las suyas, que nadie la había visto durante un tiempo, etcétera, etcétera. Le dije que teníamos razones para creer que tal, tal, tal. Le envié una foto. Se quedó muy impresionada.

—¿Sí?

—Desde luego. Ella… no dejaba de decir lo buena estudiante que era Mahalia, que no podía creer lo que había pasado, y todo eso. Así que estuviste en Berlín. ¿Entonces hablas alemán?

—Lo hablaba —dije—.
Ein bisschen
.

—¿Por qué fuiste allí?

—Era joven. A una conferencia: «La actuación policial en ciudades divididas». Se hicieron sesiones en Budapest, Jerusalén y Berlín, Besźel y Ul Qoma.

—¡Joder!

—Ya, ya. Eso es lo que dijimos entonces. No habían entendido nada.

—¿Ciudades divididas? Me sorprende que la academia te dejara ir.

—Ya, casi podía sentir que se evaporaba mi regalo en el arranque de patriotismo de otros. Mi superintendente dijo que no era solo que no entendieran nuestro estatus sino que era un insulto a Besźel. Supongo que no se equivocaba. Pero era un viaje al extranjero subvencionado, ¿cómo iba a decir que no? Tuve que convencerle. Al menos conocí al fin a mis primeros ulqomanos, que obviamente habían superado también su propia indignación. Conocí a una en particular en la discoteca de la conferencia, creo recordar. Hicimos lo que pudimos para aliviar las tensiones internacionales mientras sonaba
99 Luftballons
.

Corwi resopló, pero los pasajeros empezaron a salir y le devolvimos la compostura a nuestros rostros para que tuvieran un aspecto respetuoso cuando aparecieran los Geary.

El oficial de inmigración que los escoltaba nos vio y les indicó amablemente nuestra posición. Los reconocimos por las fotografías que nos habían enviado nuestros homólogos estadounidenses, pero los habría reconocido de todos modos. Tenían esa expresión que solo había visto en los padres desconsolados: tenían los rostros arcillosos, hinchados por el cansancio y el dolor. Entraron en el vestíbulo arrastrando los pies como si tuvieran quince o veinte años más de los que realmente tenían.

—¿El señor y la señora Geary?

Había estado practicando mi inglés.

—Ah —dijo ella, la señora Geary—. Ah, sí, usted es… usted es el señor Corwi, ¿no?

—No, señora. Soy el inspector Tyador Borlú, de la BCV. —Le apreté la mano, y la de su marido—. Esta es la agente Lizbyet Corwi. Señor y señora Geary, yo… nosotros… sentimos mucho su pérdida.

Los dos parpadearon como animales, asintieron y abrieron la boca sin decir nada. El dolor les hacía parecer estúpidos. Era cruel.

—¿Quieren que los acompañe al hotel?

—No, gracias, inspector —dijo el señor Geary. Miré de reojo a Corwi, pero más o menos iba siguiendo lo que decíamos: lo entendía bien—. Nos gustaría… nos gustaría hacer aquello para lo que hemos venido. Nos gustaría verla.

—Por supuesto. Si son tan amables.

Los guié hacia el coche.

—¿Vamos a ver a la profesora Nancy? —preguntó el señor Geary mientras Corwi conducía—. ¿Y a los amigos de May?

—No, señor Geary —respondí—. No podemos hacer eso, me temo. Ellos no están en Besźel. Están en Ul Qoma.

—Ya lo sabes, John, ya sabes cómo funcionan aquí las cosas —le dijo su mujer.

—Sí, sí —me dijo él a mí, como si esas hubieran sido mis palabras—. Sí, lo siento, permítame… Solo quiero hablar con sus amigos.

—Podemos arreglarlo, señor Geary, señora Geary —dije—. Veremos lo de las llamadas. Y… —Estaba pensando en unos pases para la Cámara Conjuntiva—. Los escoltaremos hasta Ul Qoma. Después de que hayamos terminado con lo que tenemos que hacer aquí.

La señora Geary miró a su marido. Él miraba fijamente la aglomeración de coches y calles que nos rodeaban. Algunos de los pasos elevados a los que nos acercábamos estaban en Ul Qoma, pero estaba convencido de que él no se abstendría de verlos. No le importaría incluso si supiera no hacerlo. Hacerlo de camino sería una brecha, una ilícita contemplación panorámica de una glamurosa zona de Ul Qoma de rápido crecimiento económico, llena de arte horrible, aunque público.

Los Geary llevaban ambos distintivos de visitantes en colores besźelíes, pero como excepcionales beneficiarios de compasivos sellos de ingreso no recibieron ninguna formación para turistas ni fueron objeto de ningún informe por parte de la política local de fronteras. Se mostrarían insensibles a causa de la pérdida. Los peligros de que incurrieran en alguna brecha eran elevados. Necesitábamos protegerlos de que cometieran actos irreflexivos que pudieran deportarlos, como mínimo. Hasta que se hiciera oficial el traspaso de la situación a la Brecha, nuestra misión consistía en hacer de canguros: seríamos la sombra de los Geary mientras estuvieran despiertos.

Corwi no me miraba. Teníamos que ser cautelosos. Si los Geary hubieran sido unos turistas cualesquiera, tendrían que haber recibido una formación obligatoria y pasar el poco riguroso examen de entrada, tanto la parte teórica como la práctica de desempeño de roles para reunir los requisitos necesarios para obtener un visado. Aprenderían, al menos de forma esquemática, signos fundamentales de arquitectura, vestimenta, el alfabeto y las costumbres, los colores y las señales ilegales, los detalles obligatorios (y, dependiendo del profesor besźelí que tuvieran, las supuestas distinciones de las fisionomías nacionales) para distinguir Besźel y Ul Qoma, y sus habitantes. Aprenderían tan solo un poco (tampoco es que los que vivíamos aquí supiéramos mucho) sobre la Brecha. Sería crucial que aprendieran lo suficiente para evitar las brechas más evidentes en las que podrían incurrir.

Después de un curso de dos semanas, o el tiempo que fuera, nadie pensaba que los turistas hubieran metabolizado el profundo instinto prediscursivo de nuestras fronteras que teníamos los besźelíes y los ulqomanos, que hubieran siquiera captado los verdaderos rudimentos para desver. Nosotros, y las autoridades de Ul Qoma, esperábamos un estricto decoro exterior y, por supuesto, que de ninguna forma interactuasen y advirtiesen nuestra vecina y entramada ciudad estado.

Mientras que, o debido a ello, las sanciones por incurrir en una brecha eran muy altas (las dos ciudades dependían de eso), la brecha tenía que demostrarse más allá de toda duda razonable. Todos sospechamos que, mientras que nosotros somos unos avezados expertos en desverla, los turistas que van al gueto del casco viejo de Besźel advierten subrepticiamente el puente acristalado de Yal Iran en Ul Qoma, que en una topología literal colinda con nosotros. Al mirar hacia las cintas de los globos que vuelan en el desfile del Día del Viento en Besźel, no hay duda de que no pueden evitar (como sí podemos nosotros) advertir las elevadas torres en forma de lágrima del barrio palaciego de Ul Qoma, junto a ellos aunque estén a un país de distancia. Siempre y cuando no señalen y balbuceen como niños (razón por la cual, salvo raras excepciones, no se les permite la entrada a extranjeros menores de dieciocho años), todos los implicados pueden consentir la posibilidad de que no hay una brecha. Ese es el control que enseña la formación anterior al visado, más que el desver riguroso del nativo, y muchos estudiantes tienen el sentido práctico para entender eso. Todos, la Brecha incluida, otorgan el beneficio de la duda al visitante si es posible.

Por el espejo del coche vi que el señor Geary miraba un camión que pasaba. Yo lo desví porque estaba en Ul Qoma.

Su mujer y él se susurraban cosas de tanto en tanto, pero mi inglés o mi oído no eran lo bastante buenos como para entender lo que decían. La mayor parte del tiempo permanecían en silencio, apartados, mirando a través de sus respectivas ventanas a cada lado del coche.

Shukman no estaba en el laboratorio. Quizá se conocía bien a sí mismo y sabía lo que debía de parecerles a aquellos que venían a visitar a los muertos. A mí no me gustaría que me recibiera en esas circunstancias. Hamzinic nos guió hacia el depósito. Los padres se pusieron a gemir al unísono cuando entraron y vieron un bulto bajo una sábana. Hamzinic esperó en respetuoso silencio mientras se preparaban y cuando la madre hizo una señal con la cabeza descubrió la cara de Mahalia. Los padres volvieron a gemir. La miraron fijamente y después de largos segundos, su madre le tocó la cara.

—Ay, sí, sí, es ella —dijo el señor Geary. Lloró—. Es ella, sí, es mi hija —dijo como si le estuviéramos pidiendo una identificación formal, cosa que no estábamos haciendo. Ellos habían querido verla. Asentí como si aquello nos resultara útil y miré de soslayo a Hamzinic, que volvió a echar la sábana y buscó algo que hacer mientras sacábamos de allí a los padres de Mahalia.

—De verdad que quiero ir a Ul Qoma —dijo el señor Geary. Estaba acostumbrado a escuchar ese pequeño énfasis con el que los extranjeros pronunciaban el verbo «ir»: el señor Geary sonó extraño usándolo—. Lo siento, sé que va a ser difícil de organizar, pero quiero ver… donde ella…

—Por supuesto —respondí.

—Por supuesto —repitió Corwi.

Ella estaba siguiendo la conversación en inglés razonablemente bien y lo hablaba de vez en cuando. Estábamos almorzando con los Geary en el Queen Czezille, un hotel lo suficientemente confortable con el que la policía de Besźel tenía un acuerdo desde hacía bastante tiempo. El personal tenía experiencia en hacer de carabinas, en mantener ese encierro casi subrepticio, de los turistas no cualificados.

James Thacker, un mando intermedio que llevaba veintiocho o veintinueve años trabajando en la embajada de Estados Unidos, se había unido a nosotros. De vez en cuando hablaba con Corwi en un besź excelente. El comedor daba al extremo norte de la isla de Hustav. Los barcos cruzaban el río (en las dos ciudades). Los Geary picoteaban sin ganas su pescado a la pimienta.

—Suponemos que querrán ver dónde trabajaba su hija —dije—. Hemos hablado con el señor Thacker y sus homólogos en Ul Qoma sobre los papeles necesarios para poder pasar a través de la Cámara Conjuntiva. Tardarán uno o dos días.

BOOK: La ciudad y la ciudad
13.5Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The Tyrant's Daughter by Carleson, J.C.
The Final Wish by Tracey O'Hara
Ghosts of Ophidian by McElhaney, Scott
Broken Blood by Heather Hildenbrand
The Why of Things: A Novel by Elizabeth Hartley Winthrop
Philippa by Bertrice Small


readsbookonline.com Copyright 2016 - 2024