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Authors: Kate Morton

La casa de Riverton (12 page)

BOOK: La casa de Riverton
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No ha sido posible obtener declaraciones de McCourt, pero una fuente cercana a la pareja ha revelado a
Mistery Maker
que el novelista, habitualmente accesible, se niega a hablar sobre la muerte de su esposa, y que desde entonces experimenta un bloqueo que le impide escribir. La editorial que publica las obras de McCourt en Gran Bretaña, Raymes & Stockwell, se ha negado también a hacer comentarios.

Las primeras cinco novelas de McCourt que tienen como protagonista al inspector Adams han sido recientemente adquiridas por Foreman Lewis, una editorial de los Estados Unidos, por una suma que no se dio a conocer, aunque se sabe que ronda las siete cifras.
El crimen lo revelará
será publicada por el sello Hocador y se prevé que salga a la venta en los Estados Unidos en el otoño de 1999. Es posible encargar ejemplares a través de Amazon.

Rebecca McCourt también era escritora. Su primera novela.
Purgatorio
, es una ficción inspirada en la historia de la décima sinfonía, inconclusa, de Gustav Mahler y estuvo entre las obras preseleccionadas para el premio de literatura Orange.

Marcus y Rebecca McCourt se habían separado recientemente.

Capítulo 6

Saffron High Street

Sigue lloviendo. Comienzo a sentir un dolor punzante en las vértebras lumbares, más sensibles que un barómetro. Anoche no pude dormir, me dolía todo el cuerpo. Un hueso gemía su dolor al otro, musitándole cuentos de una agilidad perdida hacía largo tiempo. Me encorvé y doblé mi rígido y viejo esqueleto, tratando inútilmente de conciliar el sueño. El fastidio se convirtió en frustración, después en aburrimiento, y finalmente en terror. Me aterrorizaba que la noche no terminara nunca y que pudiera quedar atrapada para siempre en su largo y solitario túnel.

Tras largo rato, debí de quedarme dormida, porque esta mañana desperté, y hasta donde sé una cosa no puede ocurrir sin la otra. Estaba quieta en la cama, con mi camisón enrollado en la cintura, la piel sudorosa después del esfuerzo nocturno, cuando una joven con la blusa remangada y una larga y delgada trenza que le rozaba los pantalones vaqueros entró en mi habitación y abrió las cortinas, dejando entrar un haz de luz. No era Sylvia, y en consecuencia supe que era domingo.

La joven —llamada Helen, leí su nombre en su placa de identificación— me metió en la ducha, tomándome del brazo para sostenerme. Sus uñas pintadas de morado se hundían en mi paliducha y fláccida piel. La trenza dio un coletazo sobre uno de los hombros cuando me enjabonaba el torso y las extremidades, tratando de eliminar la película de sudor de la noche, al tiempo que tarareaba una melodía desconocida. Cuando consideró que mi grado de higiene era adecuado, me sentó en la silla de plástico y me dejó sola para que me remojara debajo del agua tibia de la ducha. Yo me aferré con ambas manos a la barra que estaba debajo, y me incliné hacia delante, suspirando mientras el agua caía sobre mi agarrotada espalda proporcionándome alivio.

Con la ayuda de Helen me sequé, vestí, maquillé y arreglé, y a las siete y media estaba sentada en la sala de estar. Tuve tiempo de tomar una taza de té con una tostada correosa antes de que Ruth llegara para llevarme a la iglesia.

No soy demasiado religiosa. En realidad, tuve épocas en que la fe me abandonó, como cuando clamaba por un Padre benévolo, incapaz de permitir que sus hijos fueran sometidos a los horrores terrenales. Pero hice las paces con Dios hace mucho tiempo. La edad es una gran moderadora. Ahora nuestra relación es cordial. No hablamos a menudo, pero sé dónde encontrarlo.

Estamos en Cuaresma, el periodo de meditación y arrepentimiento que precede a la Pascua, y esta mañana el púlpito de la iglesia estaba revestido de púrpura. El sermón, acerca de la culpa y el perdón, fue bastante agradable (muy apropiado, considerando el esfuerzo que he decidido asumir). El pastor leyó el versículo 14, 6 del Evangelio según San Juan. Instó a los fieles a no sucumbir ante los alarmistas que predican la catástrofe del fin del milenio y a descubrir en cambio la paz interior a través de Cristo. «Yo soy el camino, la verdad y la vida. Nadie está junto al Padre salvo yo», recitó. Y luego nos sugirió que, en los albores de un nuevo milenio, tomáramos como ejemplo la fe de los apóstoles en Cristo. Con la excepción de Judas, por supuesto: no parece muy recomendable que traicionara a Cristo por treinta monedas de plata y luego se ahorcara.

Al salir de la iglesia, Ruth y yo solemos recorrer a pie el corto trayecto desde High Street hasta el café de Maggie. Siempre vamos allí, aunque Maggie se marchó del pueblo con una maleta y el mejor amigo de su esposo hace muchos años. Esta mañana, mientras avanzaba lentamente por la empinada cuesta de Church Street, del brazo de Ruth, observé los primeros brotes que, impacientes, asoman en los setos de zarzamoras alineados a ambos lados del sendero. La rueda ha vuelto a girar y la primavera está próxima.

Descansamos un momento en el banco de madera que está debajo del olmo centenario, cuyo gigantesco tronco marca el cruce de Church Street y Saffron High Street. El sol invernal parpadeaba a través del encaje de sus ramas desnudas, desentumeciendo mi espalda. Qué extraños son estos días claros y brillantes de finales de invierno, en que es posible sentir frío y calor al mismo tiempo.

Cuando era joven, caballos, carruajes y coches tirados por caballos recorrían estas calles. Después de la guerra, lo hacían también los automóviles: Austen y Ford T, cuyos conductores, con ojos desorbitados, hacían sonar las bocinas. Los caminos eran polvorientos, llenos de baches y estiércol. Las niñeras empujaban afanosamente enormes cochecitos con ruedas y los pilluelos de ojos inexpresivos vendían periódicos en las esquinas.

La vendedora de sal siempre se instalaba en la esquina, donde ahora está la gasolinera. Vera Pipp, se llamaba: una figura enjuta con un gorro de tela y una fina pipa de cerámica siempre colgando de sus labios. Yo solía esconderme detrás de la falda de mi madre, mirando con ojos asombrados a la señora Pipp, que usaba un gran gancho para cargar los bloques de sal en su carro y luego, con una sierra y cuchillo, los transformaba en piezas más pequeñas. Solía aparecer en mis pesadillas, con su pipa y su brillante gancho.

Al otro lado de la calle estaba la tienda de empeño, con tres llamativas esferas metálicas en el escaparate, como era habitual en todos los pueblos de Gran Bretaña de principios de siglo. Mi madre y yo la visitábamos todos los lunes para cambiar nuestros mejores vestidos de domingo por unos pocos chelines. El viernes, cuando la tienda de confección le pagaba a mi madre por su costura, ella me enviaba allí otra vez a retirar las prendas, para que pudiéramos vestirnos y acudir a la iglesia.

La tienda de comestibles era mi favorita. Ahora es un local donde se hacen fotocopias. Fue la última en desaparecer diez o veinte años atrás, cuando se construyó el supermercado en Bridge Road. En mi época la atendían un hombre alto y delgado de marcado acento y cejas aún más marcadas, y su regordeta esposa, que se ocupaba de satisfacer los pedidos de los clientes, por extravagantes que fueran. Incluso durante la guerra el señor Georgias era capaz de proveernos de un paquete de té adicional sin incremento de precio alguno. Para mis jóvenes ojos la tienda era el país de las maravillas. Solía mirar a través de la vitrina, las brillantes cajas de flan y gelatina en polvo marca Bird o las de bizcochos McVitie & Price, ordenadas cuidadosamente en pirámides, clase de lujos que nunca tuvimos en casa. Dentro, sobre amplios y pulidos mostradores, se veían piezas amarillas de manteca y queso, cajas de huevos frescos —a veces, todavía tibios— y alubias secas, que se pesaban en balanzas de metal. Algunos días, los menos, mi madre llevaba de casa un recipiente que el señor Georgias llenaba de melaza oscura con un cucharón.

Ruth me tomó del brazo y me puso de pie. Seguimos caminando por Saffron High Street hacia el descolorido toldo rojo y blanco del café de Maggie. El menú, escrito con trazo irregular en una pizarra, lucía su acostumbrada y variopinta combinación de modernas especialidades —
cappuccino grande
, hamburguesas de pollo estilo cajún, pizzas con tomates desecados— pero nosotras pedimos lo de siempre, dos tazas de té
English breakfast
y un bizcocho para compartir. Nos sentamos en la mesa junto a la ventana.

La chica que nos atendió era nueva, tanto en la cafetería como en el oficio, sospeché, a juzgar por la torpeza con que aferraba una taza en cada mano mientras el plato de bizcocho se balanceaba a causa de la temblorosa muñeca.

Ruth le dirigió una mirada de desaprobación, alzando las cejas al ver los charcos de té que inevitablemente se formaron en los platos. No obstante, se contuvo piadosamente, sus labios permanecieron cerrados mientras trataba de secar el desastre con servilletas de papel.

Bebimos el té como de costumbre, en silencio, hasta que por fin Ruth deslizó su plato a través de la mesa.

—Come mi parte también. Estás muy delgada.

Quise recordarle la observación de la señora Simpson —una mujer nunca puede ser demasiado rica o demasiado delgada— pero creí mejor no hacerlo. El sentido del humor de Ruth jamás había abundado y últimamente la había abandonado por completo.

Estoy delgada. Me ha abandonado el apetito. No se debe a que no tenga hambre sino a que no siento los gustos. Y cuando nuestra última papila gustativa deja de funcionar, sucede lo mismo con cualquier estímulo que pueda inducirnos a comer. Es una ironía. Después de haberme esforzado desesperadamente en mi juventud para lograr el ideal de moda de entonces —palidez, brazos finos, pechos pequeños— me ha tocado en suerte ahora. Sin embargo, estoy convencida de que me queda tan bien como, en su momento, a Coco Chanel.

Ruth se seca la boca, persiguiendo una miga invisible. Luego se aclara la voz, dobla su servilleta en dos pliegues y la pone debajo del cuchillo.

—Necesito que me preparen una receta en la farmacia —declara—. ¿Te importa esperar aquí?

—¿Una receta? ¿Por qué? ¿Qué te ocurre?

Aunque Ruth tiene más de sesenta años y es madre de un hombre maduro, mi corazón da un vuelco.

—Nada, de verdad —contesta, en actitud tensa. Luego agrega en voz baja—. Sólo se trata de algo que me ayude a dormir.

Asiento. Las dos sabemos por qué no duerme. Es algo que está presente, sentado entre nosotras, una tristeza compartida. Nos une el silencioso acuerdo de no hablar de ello. De él.

Ruth se apresura a llenar el instante de silencio.

—Quédate aquí, no tardaré, sólo tengo que cruzar la calle. Aquí dentro se está bien, con la calefacción —indica. Toma su cartera y su abrigo, y se queda observándome unos segundos—. ¿No se te ocurrirá salir, verdad?

Niego con la cabeza mientras ella se dirige rápidamente a la puerta. Ruth tiene el temor pertinaz de que yo desaparezca si me deja sola. Me pregunto adónde imagina que iría tan ansiosamente.

Miro a través de la ventana hasta que ella se pierde entre la gente que pasa a toda prisa. Personas con diferentes siluetas y estaturas, y de diferentes colores, también, por estos días, aun aquí, en Saffron. ¿Qué habría dicho la señora Townsend?

Un niño de mejillas rosadas anda por ahí, robusto como un zepelín, arrastrado por una madre atareada. El niño, o la niña, es difícil distinguirlo, me mira con sus grandes ojos redondos, libre de la presión social que obliga a sonreír a la mayoría de los adultos. Me asaltan los recuerdos. Alguna vez, hace tiempo, yo fui esa niña. Mi propia madre me arrastraba detrás de ella mientras avanzaba presurosa por la calle. El recuerdo se vuelve nítido. Habíamos pasado por este mismo lugar, aunque entonces no era un café sino una carnicería. Las piezas de carne se alineaban sobre bloques de mármol blanco a lo largo de la vitrina; en el suelo espolvoreado con serrín se veían esqueletos de vaca. El señor Hobbins, el carnicero, me había saludado con la mano, y recordé mi deseo de que mi madre se detuviera, para que lleváramos a casa un codillo de cerdo con el que hacer una apetitosa sopa.

Me entretuve en el escaparate, esperanzada, imaginando el guiso —cerdo, puerro y patatas— burbujeando sobre nuestra cocina de leña, llenando el diminuto espacio con su sabroso vapor. Casi podía olerlo. Mi percepción era tan vívida que me causaba dolor.

Pero mi madre no se detuvo. Ni siquiera dudó. Mientras el
tap-tap
de sus tacones se alejaba cada vez más, me invadió un impulso irrefrenable de asustarla, de castigarla porque éramos pobres, de hacerle creer que me había perdido.

Me quedé donde estaba, segura de que advertiría enseguida que no estaba junto a ella y regresaría rápidamente. Tal vez, sólo tal vez, el alivio la abrumaría y decidiría comprar el codillo.

De pronto algo me arrancó de allí y me arrastró en dirección contraria a la de mi madre. Me llevó un momento comprender lo que sucedía: el botón de mi abrigo había quedado enredado en la correa del bolso de una dama elegante, que briosamente me alejaba del lugar. Recuerdo nítidamente que estiré mi pequeña mano para tocar su generoso y abultado trasero —la timidez me lo impidió— mientras mis pies pedaleaban tenazmente para seguirle el paso. Cuando la dama cruzó la calle, involuntariamente la seguí. Comencé a llorar. Me había perdido. Cada paso presuroso me alejaba de mi madre. No volvería a verla. En cambio, quedaría a merced de esa extraña dama de extravagantes prendas.

De pronto, al otro lado de la calle, vi a mi madre dando grandes zancadas entre las personas que iban de compras. ¡Qué alivio! Traté de llamarla pero me lo impedían mis propios sollozos. Agité los brazos y grité entrecortadamente, mientras las lágrimas seguían fluyendo copiosamente.

Entonces mi madre giró y me vio. Su rostro se demudó. Su mano delgada se posó en su pecho plano. En un instante estaba a mi lado. La otra señora, hasta ese momento ignorante del polizón que arrastraba, había sido alertada por el alboroto. Giró y nos miró, a mi madre, alta, con el rostro demacrado y la falda descolorida, y al pichón bañado en lágrimas en que seguramente me había convertido. Entonces recogió su bolso y lo aferró contra el pecho, horrorizada.

—¡Vete! ¡Aléjate de mí o llamaré al agente de policía!

Un grupo de personas, intuyendo que se avecinaba algo emocionante, comenzó a formar un círculo en torno a nosotras. Mi madre se disculpó con la dama, que la miraba como a un ratón en la despensa. Mi madre trató de explicarle lo que había ocurrido, pero la señora seguía apartándose. Yo no tenía más opción que seguirla, lo que hizo que ella chillara más alto. Por fin apareció el agente de policía y preguntó qué era todo ese escándalo.

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