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Authors: Kate Morton

La casa de Riverton (11 page)

BOOK: La casa de Riverton
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Lamento decir que no fui testigo de la cena, esa noche de pleno verano de 1914, porque así como ocuparse de la limpieza del salón era un privilegio, servir la mesa era el más alto honor, sin duda fuera del alcance de mi modesta posición. En aquella ocasión, para gran pesar de Myra, incluso a ella le fue negado ese placer, debido a que se sabía que lord Ponsonby aborrecía que las mujeres sirvieran la mesa. El señor Hamilton la tranquilizó decidiendo que ella formaría parte del servicio de todos modos, aunque oculta en un recoveco del comedor, para recibir los platos que él y Alfred retiraran, y meterlos en el montaplatos. Según el razonamiento de Myra, eso le garantizaba al menos un modo de acceder parcialmente a los temas de conversación del banquete. Podría saber de qué se hablaba, aun cuando no fuera capaz de distinguir a los interlocutores.

Mi deber, indicó el señor Hamilton, era quedarme abajo, para recibir los platos. Así lo hice, tratando de no pensar en las bromas de Alfred acerca de que me habían adjudicado el compañero más apropiado. Siempre estaba bromeando: sus burlas eran muy ingeniosas y los demás miembros del servicio se reían abiertamente, pero yo era muy ingenua y estaba habituada a contener mis emociones. Inevitablemente, me cohibía cuando la atención se posaba sobre mí.

Observé maravillada cómo las tandas de magníficos platos que desfilaban uno tras otro desaparecían en la tolva que los llevaba hacia arriba —sucedáneo de sopa de tortuga, pescado, mollejas, codornices, espárragos, patatas, tartas de albaricoque, natillas— para ser reemplazados por fuentes vacías y platos sucios.

Mientras arriba, en el comedor, los invitados estaban exultantes, abajo los vapores y silbidos de la cocina recordaban a esas nuevas y brillantes locomotoras que habían comenzado a atravesar el pueblo. La señora Townsend revoloteaba entre su mesa de trabajo, balanceando su considerable peso a una velocidad frenética, regando la crujiente corteza dorada de sus pasteles hasta que las gotas de sudor corrían por sus mejillas enrojecidas, dando palmadas y gruñendo, en un estudiado espectáculo de falsa modestia. La única persona que parecía inmune al contagioso entusiasmo era la desdichada Katie, que mostraba el sufrimiento en el rostro: había pasado la primera mitad del día pelando infinidad de patatas y la segunda, fregando infinidad de sartenes.

Por fin, cuando las cafeteras, las jarras de crema y los azucareros ya habían sido enviados arriba en una bandeja de plata, la señora Townsend se desató el delantal, lo cual era para todos nosotros una señal de que el trabajo de esa noche había concluido. Lo colgó entonces de un gancho que estaba junto a la cocina y se recogió de nuevo los largos mechones grises que se habían soltado de su moño en lo alto de la cabeza.

—Katie —llamó, secándose la frente acalorada—. ¿Katie? —La señora Townsend meneó la cabeza—. No lo entiendo. Esa chica siempre anda por ahí pero nunca la encuentro. —Entonces se tambaleó hasta la mesa de los sirvientes, se acomodó en su silla y suspiró.

Katie apareció en el vano de la puerta, estrujando un paño que chorreaba.

—Sí, señora Townsend.

—Oh, Katie. ¿En qué estás pensando, niña? —increpó la señora Townsend señalando el suelo.

—En nada, señora Townsend.

—En nada bueno. Estás mojando todo. —La cocinera meneó la cabeza y suspiró una vez más—. Ahora ve y busca un trapo para secarlo. El señor Hamilton pedirá tu cabeza si ve este desorden.

—Sí, señora Townsend.

—Y cuando hayas terminado, puedes preparar un buen chocolate caliente para todos nosotros.

Katie volvió a la cocina arrastrando los pies. A punto estuvo de chocar con Alfred, que bajaba la escalera moviendo ampulosamente los brazos y las piernas.

—Uf, Katie, presta atención, tienes suerte de que no te haya atropellado. —Luego giró y sonrió socarronamente, con el rostro tan limpio y entusiasta como el de un bebé.

—Buenas noches, señoras.

La señora Townsend se quitó las gafas.

—¿Todo bien, Alfred?

—Todo bien, señora Townsend —respondió, abriendo sus ojos castaños.

—¿Entonces? —preguntó la cocinera golpeteando con los dedos—. Nos tienes a todos intrigados.

Yo ocupé mi lugar, me quité los zapatos y estiré los tobillos. Alfred tenía veinte años, era alto, sus manos eran hermosas y su voz, cálida. Había servido a lord y lady Ashbury desde que comenzara a trabajar. Creo que la señora Townsend sentía especial simpatía por él, aunque nunca hablaba mucho sobre sí misma y, en consecuencia, yo no me atrevía a preguntar.

—¿Intrigados? No entiendo a qué se refiere, señora Townsend —repuso Alfred.

Ella meneó la cabeza.

—Ve a contarle a tu abuela que no sabes a qué me refiero. ¿Cómo ha ido todo? ¿Dijeron algo que pueda ser de mi interés?

—Oh, señora Townsend. No debería hablar hasta que el señor Hamilton baje. No sería correcto, ¿verdad?

—Escúchame, muchacho. Sólo te estoy preguntando si los invitados de lord y lady Ashbury disfrutaron de la comida. No creo que eso le importe al señor Hamilton, ¿estás de acuerdo?

—En realidad, no podría decirlo, señora Townsend —declaró Alfred guiñándome el ojo, por lo que tuve que contener la risa—, aunque pude advertir que lord Ponsonby se sirvió una segunda ración de sus patatas.

La señora Townsend sonrió, mirando sus manos nudosas, y asintió como para sí misma.

—Oí decir a la señora Davis, que cocina para lord y lady Bassingstoke, que lord Ponsonby tiene especial debilidad por las patatas a la crema.

—¿Debilidad? Los demás pueden considerarse afortunados si les dejó probar algo.

La señora Townsend no dijo nada pero sus ojos brillaron.

—Alfred, no seas malvado. Si el señor Hamilton te oyera decir tales cosas…

—¿Si el señor Hamilton oyera qué? —quiso saber Myra, que apareció en ese momento en la puerta. Luego tomó asiento y se quitó la cofia.

—Le estaba contando a la señora Townsend cuánto disfrutan de su cena las damas y los caballeros —explicó Alfred. Myra puso los ojos en blanco.

—Nunca he visto que los platos regresaran tan vacíos. Grace puede dar fe de lo que digo.

Yo asentí y ella continuó.

—Es mérito del señor Hamilton, por supuesto, pero diría que usted se ha superado, señora Townsend.

La cocinera se arregló la blusa que cubría su busto prominente.

—Bueno, por supuesto —concedió con aire de suficiencia—, nosotros hicimos nuestra parte.

El tintinear de la porcelana nos hizo mirar hacia la puerta. Katie avanzaba lentamente, asiendo con fuerza una bandeja con tazas de té. En cada paso el chocolate se derramaba y encharcaba los platos.

—Oh, Katie —exclamó Myra cuando la fregona dejó la bandeja en la mesa—, mira qué desastre. Vea lo que ha hecho, señora Townsend.

La cocinera miró hacia el techo con desesperación.

—A veces creo que pierdo mi tiempo con esa chica.

—Oh, señora Townsend —se quejó Katie—. Me esfuerzo por hacerlo bien, en verdad lo hago. No quería…

—¿Querías qué, Katie? —preguntó el señor Hamilton, que bajaba la escalera y entraba en la sala—. ¿Qué has hecho ahora?

—Nada, señor Hamilton. Sólo trataba de traer el chocolate.

—Y lo has traído, tonta —intercedió la señora Townsend—. Ahora regresa y termina con esos platos. Seguramente el agua se ha enfriado. Ve a ver cómo está.

La señora Townsend meneó la cabeza cuando Katie se marchó. Luego se dirigió sonriente al señor Hamilton.

—Entonces, ¿ya se han ido todos, señor Hamilton?

—Así es, señora Townsend. Acabo de ver a los últimos invitados, lord y lady Denys, subiendo a su automóvil.

—¿Y la familia?

—Las damas se han ido a dormir. Su Señoría, el mayor y el señor Frederick están terminando su jerez en el salón y se retirarán a descansar en breve.

El señor Hamilton apoyó las manos en el respaldo de su silla e hizo una pausa, mirando a lo lejos, como lo hacía cuando estaba a punto de dar una información importante. Los demás permanecimos sentados, esperando. El señor Hamilton se aclaró la voz.

—Todos deben estar sumamente orgullosos. La cena ha sido un gran éxito y el Señor y la Señora están verdaderamente complacidos —anunció, esbozando una remilgada sonrisa—. El Señor ha tenido la amabilidad de permitirnos abrir una botella de champán y compartirla como muestra de su aprecio.

Se oyó una ráfaga de aplausos entusiastas mientras el señor Hamilton traía una botella de la bodega y Myra buscaba unas copas. Yo estaba sentada en silencio, esperando que se me permitiera beber una copa. Todo aquello era nuevo para mí. Mi madre y yo nunca tuvimos muchos motivos que celebrar.

Cuando llenó la última copa, el señor Hamilton miró, a través de sus gafas y su larga nariz, en mi dirección.

—Sí —declaró por fin—, creo que incluso tú puedes beber una copita, joven Grace. No todas las noches el amo nos hace un obsequio tan espléndido.

Tomé agradecida la copa que el señor Hamilton sostenía en su mano.

—Un brindis —propuso—. Por todos los que vivimos y servimos en esta casa. Por una vida larga y piadosa.

Entrechocamos nuestras copas y yo me apoyé en el respaldo de la silla, sorbiendo el champán y saboreando la acidez de las burbujas en los labios. A lo largo de mi larga vida, siempre que he tenido ocasión de beber champán, he recordado esa primera vez en la sala de los sirvientes en Riverton. Es una energía singular la que acompaña un éxito compartido y los elogios de lord Ashbury nos habían llenado de entusiasmo, dando calor a nuestras mejillas y alegrando nuestros corazones. Alfred me sonrió por encima de su copa y yo le respondí con una sonrisa tímida. Escuché a los demás mientras relataban los hechos de la noche sin dejar detalle: los diamantes de lady Denys, los modernos puntos de vista de lord Harcourt acerca del matrimonio, la debilidad de lord Ponsonby por las patatas a la crema.

Un timbre estridente me sobresaltó, sacándome de la diversión. Todos los que estábamos sentados a la mesa nos quedamos mudos. Nos miramos desconcertados, hasta que el señor Hamilton saltó de su silla.

—Qué raro. Es el teléfono —señaló y salió apresuradamente de la sala.

Lord Ashbury tenía una de las primeras instalaciones telefónicas de Inglaterra, un hecho del cual todos los que servíamos en la casa nos sentíamos inmensamente orgullosos. El principal aparato receptor estaba en el despacho del señor Hamilton para que, en las inquietantes ocasiones en las que sonaba, él tuviera acceso directo y pudiera transferir la llamada a la planta alta. A pesar de que el sistema estaba bien organizado, esas ocasiones eran escasas, dado que lamentablemente eran pocos los amigos de lord y lady Ashbury que tenían teléfono propio. No obstante, el aparato despertaba un respeto casi religioso proporcionando un motivo más que suficiente para invitar a los sirvientes de los visitantes al lugar donde podían ver por sí mismos el sagrado objeto y, consecuentemente, apreciar la superioridad de los señores de Riverton.

No era sorprendente que la campanilla del teléfono nos dejara a todos sin habla. Y dado que era tan tarde, la sorpresa se convertía en aprensión. Permanecimos muy quietos, con los oídos tensos, conteniendo la respiración.

—Diga —respondió el señor Hamilton—. ¿Diga?

Katie llegó a la sala.

—Me pareció oír algo. Oh, están todos tomando champán.

—Shhh —respondimos al unísono.

Katie se sentó y se dedicó a mordisquear sus estropeadas uñas.

Desde la antesala se oyó la voz del señor Hamilton.

—Sí, ésta es la casa de lord Ashbury… ¿El mayor Hartford? Sí, el mayor Hartford está aquí visitando a sus padres… Sí, señor, ya mismo. ¿Quién lo llama? Aguarde un momento, capitán Brown, mientras transfiero la llamada.

—Alguien pregunta por el mayor —murmuró la señora Townsend en tono cómplice.

Continuamos atentos. Desde donde yo estaba sentada apenas se podía distinguir el perfil del señor Hamilton a través de la puerta abierta, el cuello rígido, el rictus afligido.

—Disculpe, señor —comenzó el señor Hamilton—, siento mucho interrumpir su velada, señor, pero el mayor tiene una llamada telefónica. Es el capitán Brown, desde Londres, señor.

El señor Hamilton calló, pero siguió al aparato. Tenía el hábito de mantenerse a la escucha durante un momento, para asegurarse de que el destinatario hubiera descolgado el auricular y la comunicación no se hubiera cortado. Mientras esperaba, atento, advertí que sus dedos apretaban el teléfono. ¿Es un recuerdo auténtico? ¿O es tal vez fruto de una mirada retrospectiva la que me hace decir que su cuerpo estaba tenso y su respiración acelerada?

Cortó cuidadosamente, en silencio, y se alisó el frac. Regresó lentamente a su lugar en la cabecera de la mesa y permaneció de pie, asiendo con las manos el respaldo de la silla.

Recorrió la mesa con la mirada, deteniéndose en cada uno de nosotros. Por fin dijo, en tono grave:

—Nuestros peores presentimientos se han hecho realidad. Esta noche, a las once en punto, Gran Bretaña ha entrado en guerra. Que Dios se apiade de nosotros.

Estoy llorando. Después de todos estos años he comenzado a llorar por ellos. Es extraño. Fue hace tanto tiempo, ellos no eran mi familia, y sin embargo tibias lágrimas escapan de mis ojos, surcando las arrugas de mi cara hasta que el aire fresco y pertinaz las seque.

Sylvia está nuevamente conmigo. Ha traído un pañuelo de papel y lo usa para secarme alegremente la cara. Para ella estas lágrimas se deben, simplemente, a conductos que no funcionan correctamente. Otra inevitable e inocua señal de mi edad.

Ella no sabe que lloro porque todo cambió desde ese instante. Que, así como cuando vuelvo a leer mis libros favoritos una pequeña porción de mí espera que el final sea diferente, me descubro esperando, contra toda esperanza, que la guerra nunca llegue. Que esta vez, de algún modo, nos deje estar.

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