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Authors: Kate Morton

La casa de Riverton (6 page)

—Exactamente —corroboró Hannah—. Se trata de un padre que tiene dos tipos de reglas: unas para sus hijos y otras para sus hijas.

—Me parece absolutamente razonable —opinó irónicamente David.

Hannah lo ignoró.

—Miriam y Aarón son culpables de lo mismo: opinar sobre la boda de su hermana.

—¿Qué dicen?

—No es importante, sólo están…

—¿Dicen cosas mezquinas?

—No, y ésa no es la cuestión. Lo importante es que Dios decide que Miriam debe ser castigada con la lepra mientras que Aarón no recibe más que un sermón. ¿Eso te parece justo, Emme?

—¿Moisés se casó con una mujer africana? —preguntó Emmeline.

Hannah meneó la cabeza, exasperada. Observé que lo hacía a menudo. En la impetuosa energía que animaba los movimientos de sus largas extremidades se reflejaba su frustración. Emmeline, por el contrario, tenía la calculada actitud de una muñeca dotada de vida. Los rasgos de ambas hermanas, similares si se los consideraba individualmente —dos narices ligeramente aguileñas, dos pares de ojos intensamente azules, dos hermosas bocas— se volvían singulares en el rostro de cada una de ellas. Mientras Hannah daba la impresión de una bella reina, apasionada, misteriosa, cautivadora, Emmeline era una belleza más accesible. Aunque todavía era casi una niña, había algo en sus labios, entreabiertos cuando estaba en silencio, en sus ojos enormes, que me recordaba una sofisticada fotografía que había visto una vez, cuando cayó del bolsillo del buhonero.

—Y bien. Lo hizo, ¿verdad?

—Sí, Emme —respondió David, riendo—. Moisés se casó con una mujer etíope. Hannah está frustrada sencillamente porque nosotros no compartimos su pasión por el sufragio femenino.

—¡Hannah! No hablará en serio, ¿no? Tú no estás a favor del sufragio femenino, ¿verdad?

—Pues claro que estoy a favor —afirmó Hannah—. Y también tú.

Emmeline bajó la voz.

—¿Papá lo sabe? Si lo supiera se pondría furioso.

—Bah —refutó Hannah—. Papá es un gatito.

—Yo lo veo más como un león —opinó Emmeline, con los labios temblorosos—. Por favor, Hannah, no hagas que se enfade.

—En tu lugar no me preocuparía, Emme —aseguró David—. En este momento, estar a favor del sufragio femenino está de moda entre las mujeres de la alta sociedad.

Emmeline lo miro incrédula.

—Fanny jamás ha comentado nada.

—Toda la gente importante lucirá su traje de etiqueta cuando haga su debut la próxima temporada —concluyó David.

Emmeline lo miró con los ojos muy abiertos.

Yo escuchaba desde mi lugar, junto a la biblioteca, preguntándome de qué hablaban. Nunca había oído la palabra «sufragio» pero tenía una vaga idea. Debía de ser una clase de enfermedad, como la que había aquejado a la señora Nammersmith, en el pueblo, cuando se quitó el corsé en la procesión de Pascua y su esposo tuvo que llevarla a Londres para que la atendieran en un hospital.

—Eres un maldito provocador —le reprendió Hannah—. Que papá sea tan injusto como para impedir que Emmeline y yo vayamos al colegio no significa que debas hacernos parecer estúpidas a cada momento.

—No lo hago —contestó David, sentado en la caja de los juguetes, mientras apartaba un rizo de sus ojos.

Yo inspiré profundamente, él era tan guapo y rubio como sus hermanas.

—De todos modos, no os estáis perdiendo mucho. La escuela no es tan importante como creéis.

—Oh —exclamó Hannah, levantando la ceja en señal de desconfianza—. Pues a menudo pareces complacerte en demostrar cuánto me estoy perdiendo. —Sus ojos se abrieron exageradamente; parecían dos lunas azules y gélidas. La emoción impregnaba su voz—. ¿Acaso has hecho algo terrible por lo que vayas a ser expulsado?

—Por supuesto que no —respondió rápidamente David—. Sólo pienso que estudiar no es la única manera de aprender. Mi amigo Hunter sostiene que la vida misma es la mejor educación.

—¿Hunter?

—Ingresó este año en Eton. Su padre es una especie de científico. Por lo visto ha descubierto algo lo suficientemente importante para que el rey le otorgue el título de marqués. Está un poco loco. También Robert, si creyera lo que dicen los otros chicos, pero a mí me parece que es genial.

—Bueno —repuso Hannah—, tu loco amigo Robert Hunter es afortunado. Puede darse el lujo de desdeñar su educación. Pero ¿cómo se supone que me convertiré en una respetable autora teatral si papá insiste en mantenerme en la ignorancia? —Hannah suspiró, frustrada—. Desearía ser un chico.

—Si tuviera que ir al colegio, lo detestaría —declaró Emmeline—. También detestaría ser hombre. No tendría vestidos, los sombreros serían de lo más aburridos, tendría que hablar todo el tiempo de política y deportes…

—Me encantaría hablar de política —afirmó Hannah, con tanta vehemencia que algunos cabellos se soltaron de sus rizos cuidadosamente peinados—. Empezaría por hacer que Herbert Asquith concediera a las mujeres el derecho de votar. Incluso a las jóvenes.

David sonrió.

—Podrías ser la primera autora teatral que se convirtiera en primer ministro de Gran Bretaña.

—Creía que ibas a ser arqueóloga —recordó Emmeline—, como Gertrude Bell.

—Política, arqueóloga, puedo ser ambas cosas. Estamos en el siglo XX. —Hannah frunció el ceño—. Si tan sólo papá me permitiera recibir una educación adecuada…

—Ya sabes lo que piensa sobre la educación de las niñas —apuntó David.

Emmeline expresó su acuerdo con una frase hecha:

—El sufragio femenino conduce a la perdición. De todos modos, papá dice que la señorita Prince nos da toda la educación que necesitamos.

—Lo dice porque espera que nos convierta en aburridas esposas de hombres aburridos, que hablan correctamente francés, tocan aceptablemente el piano y tienen la cortesía de perder en el extravagante juego del
bridge
. De ese modo causaremos menos problemas.

—Papá afirma que a nadie le gusta una mujer que piensa demasiado —señaló Emmeline.

David puso los ojos en blanco.

—Como esa mujer canadiense que lo apartó de las minas de oro con sus discursos políticos. Nos perjudicó a todos.


No quiero
agradarle a todo el mundo —aclaró Hannah aguzando tercamente el mentón—. Tendría una pobre opinión de mí si eso ocurriera.

—Alégrate entonces —declaró David—. Puedo decirte a ciencia cierta que a un buen número de nuestros amigos no les agradas.

Hannah frunció el ceño, pero su gesto se suavizó al asomar una leve sonrisa.

—Hoy no asistiré a sus apestosas lecciones. Estoy harta de recitar «La dama de Shallot» mientras ella estruja su pañuelo y lloriquea.

—Ella llora por su propio amor frustrado —precisó Emmeline suspirando.

Hannah entornó los ojos con fastidio.

—Es la verdad —insistió Emmeline—. Lo escuché cuando la abuela se lo contaba a lady Clem. Antes de trabajar en nuestra casa, la señorita Prince estaba comprometida e iba a casarse.

—Supongo que él recapacitó —ironizó Hannah.

—Se casó con su hermana.

La frase de Emmeline acalló a Hannah, pero sólo un instante.

—Ella debió haberlo demandado por no cumplir con su compromiso.

—Lady Clem dice que debía haber exigido una reparación aún mayor, pero la abuela cree que la señorita Prince no quiso causarle problemas.

—Entonces es una estúpida —declaró Hannah—. Está mejor lejos de él.

—Qué romántico —comentó maliciosamente David—. La pobre dama está desesperadamente enamorada de un hombre que no puede tener y a ti te molesta leerle de vez en cuando un triste poema. Crueldad, ése es tu nombre, Hannah.

—No soy cruel sino práctica —puntualizó Hannah con firmeza—. El romanticismo hace que las personas se comporten tontamente y pierdan la dignidad.

David sonreía divertido, como un hermano mayor convencido de que con el tiempo Hannah cambiaría su manera de pensar.

—Es la verdad —afirmó obstinadamente Hannah—. La señorita Prince debería dejar de sufrir y comenzar a ocupar su mente, y la nuestra, en cosas de interés, como la construcción de las pirámides, la ciudad perdida de la Atlántida, las hazañas de los vikingos…

Emmeline bostezó y David alzó sus manos indicando que se daba por vencido.

—Estamos perdiendo el tiempo —señaló Hannah, mientras recogía sus papeles—. Volvamos al momento en que Miriam enferma de lepra.

—Lo hemos ensayado cientos de veces —indicó Emmeline—. ¿No podemos hacer otra cosa?

—¿Como qué?

Emmeline se encogió de hombros, dudando.

—No lo sé. —Su mirada se desvió hacia David—. ¿Podemos jugar El Juego?

No. Aquél no era momento para El Juego. Era sólo el juego. Un juego. Hasta donde yo podía comprender esa mañana, Emmeline podía referirse al juego de partir castañas, a las canicas o a las tabas. Pasaría algún tiempo hasta que El Juego se inscribiera con letras mayúsculas en mi mente y pudiera asociarlo con secretos, fantasías y aventuras inimaginables. Esa mañana húmeda y gris, mientras las gotas golpeaban los cristales de la habitación de los niños, ni siquiera podía sospecharlo.

Oculta detrás del sillón recogía los pétalos secos que se habían desparramado mientras pensaba cómo sería tener hermanos. Siempre había deseado tener uno. Se lo había dicho una vez a mi madre; le había preguntado si podía tener una hermana. Alguien con quien conversar y tener una relación de complicidad, con quien compartir secretos y soñar. Tan grande era el valor que le asignaba a la relación fraternal que incluso deseaba tener alguien con quien pelear. Mi madre se había reído, pero sin ganas, y había dicho que no cometería dos veces el mismo error.

Me preguntaba qué se sentiría al pertenecer a un grupo, al encarar el mundo como miembro de una tribu donde los demás eran, de hecho, aliados. Pensaba en eso mientras limpiaba distraídamente el sillón, cuando algo se movió debajo de mi trapo. Una manta se agitó y una voz femenina gruñó:

—¿Qué pasa? ¡Hannah! ¡David!

Esa mujer era la vejez personificada. Estaba hundida entre los almohadones, oculta a la vista. Debía de ser Nanny. Había oído hablar sobre ella en voz baja y reverente en distintos lugares de la casa. Ella había criado al propio lord Ashbury cuando era un niño y era una institución familiar tan venerable como la casa misma.

Me quedé paralizada, con el trapo en la mano, ante la mirada de tres pares de claros ojos azules.

—¿Hannah? ¿Qué ocurre? —repitió la anciana.

—Nada, Nanny —contestó Hannah—. Sólo estamos ensayando para el recital. Lo haremos en voz más baja desde ahora.

—Tened cuidado de no alterar demasiado a
Raverley
, encerradlo dentro.

—Sí, Nanny —declaró Hannah, cuya voz denotaba tanta sensibilidad como temperamento—. Nos aseguraremos de que esté bien y tranquilo. —Volvió a envolver a la diminuta anciana con la manta—. Eso es, Nanny querida, descanse.

—Bueno —susurró Nanny, adormilada—, dormiré un rato.

Sus ojos se cerraron y en unos instantes su respiración se tornó profunda y regular.

Yo contenía el aliento, esperando que uno de los niños hablara. Los tres continuaban mirándome con ojos muy abiertos. Los segundos pasaban lentamente, y mientras tanto me vi a mí misma haciendo frente a Myra o, peor aún, al señor Hamilton, que me pedían explicaciones: ¿cómo había interrumpido el sueño de Nanny? Y acto seguido de vuelta en casa, despedida y sin referencias, frente al rostro disgustado de mi madre.

Pero ellos no me reprendieron, no me miraron con el ceño fruncido, no me criticaron. Hicieron algo mucho más imprevisible: se dejaron llevar por su impulso y rieron estridentemente, abiertamente. Se desternillaban de risa dejando ver su complicidad.

Yo permanecí de pie, observándolos, en actitud de alerta. Su reacción me inquietaba más que el silencio que la había precedido. No pude evitar que mis labios temblaran.

Por fin la mayor de las niñas logró hablar.

—Soy Hannah —se presentó, secándose los ojos—. ¿Nos conocemos?

Respiré profundamente e hice una reverencia.

—No, señora. Soy Grace.

Emmeline rió socarronamente.

—Ella no es «señora». Es, simplemente, señorita.

—Soy Grace, señorita —corregí, evitando mirarla, e hice una nueva reverencia.

—Me suena tu cara —insistió Hannah—. ¿Estás segura de no haber estado aquí en Pascua?

—Sí, señorita. Empecé a trabajar aquí hace un mes.

—No pareces tener edad suficiente para ser criada —afirmó Emmeline.

—Tengo catorce años, señorita.

—Qué coincidencia, también yo —señaló Hannah—. Emmeline tiene diez y David es prácticamente un anciano de dieciséis.

—¿Y siempre sacudes el polvo de la cabeza de las personas mientras duermen, Grace? —preguntó entonces David.

Emmeline comenzó a reír nuevamente.

—Oh, no, señor. Sólo esta vez.

—Qué lástima —declaró David—. Así nos evitaríamos tener que bañarnos.

Yo me sentí cohibida. Mis mejillas ardían. Nunca antes había estado frente a un verdadero caballero. No uno de mi edad, del tipo que podía hacer que mi corazón se desbocara cuando hablaba de darse un baño. Es extraño. Ahora soy una anciana, y sin embargo, cuando pienso en David, el eco de aquellas viejas sensaciones vuelve a surgir dentro de mí. Entonces siento que todavía no estoy muerta.

—No le hagas caso —me aconsejó Hannah—. Se cree muy gracioso.

—Sí, señorita.

Hannah me observó burlonamente, como si quisiera decirme algo más, pero antes de que pudiera hacerlo se oyó el ruido de pasos rápidos y suaves que subían las escaleras y avanzaban por el pasillo.
Tap, tap, tap, tap

Emmeline corrió hacia la puerta y miró a través del ojo de la cerradura.

—Es la señorita Prince —anunció, mirando a Hannah—. Viene hacia aquí.

—Rápido —susurró decididamente Hannah—. O nos torturará con Tennyson.

Oí pasos veloces y faldas que crujían. Antes de que pudiera darme cuenta de lo que ocurría los tres habían desaparecido. La puerta se abrió de pronto y entró una ráfaga de aire frío y húmedo. Una figura remilgada entró en la habitación.

La señorita Prince observó detenidamente la sala; por fin su mirada se posó sobre mí.

—Tú —demandó—, ¿has visto a los niños? Llegan tarde a su clase. Los he estado esperando en la biblioteca durante diez minutos.

Yo no era una mentirosa, y no puedo explicar qué me llevó a hacerlo. Pero en ese momento, mientras la señorita Prince me miraba a través de sus gafas, no lo pensé dos veces.

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