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Authors: Kate Morton

La casa de Riverton (9 page)

Y sin ellos la habitación perdió su encanto. La quietud se transformó en vacío y la pequeña llama de placer que yo había alimentado fue apagándose. Hacía rápidamente mis tareas, colocaba los libros en los estantes sin echar más que un vistazo a su interior, ya no prestaba atención a los ojos del caballo de madera. Sólo pensaba qué estarían haciendo ellos. Y cuando terminaba, me iba a cumplir con el resto de mis obligaciones. A veces, cuando retiraba la bandeja del desayuno de alguna de las habitaciones del segundo piso, o me llevaba las aguas menores, el sonido de risas lejanas me hacía asomarme a la ventana donde los veía, a lo lejos, caminando hacia el lago, batiéndose en duelo con largos palos mientras se perdían de vista por el sendero.

Abajo, el señor Hamilton había instado a los sirvientes a desarrollar una actividad frenética. Era la manera de poner a prueba un buen equipo, por no mencionar al propio mayordomo, servir a los huéspedes de la casa. Ninguna orden estaba de más. Debíamos funcionar como un mecanismo perfectamente engrasado, responder a la altura de cada desafío, superar cada una de las expectativas del amo. Sería una semana de triunfos que culminaría con la cena de celebración del verano.

El fervor del señor Hamilton era contagioso. Incluso el ánimo de Myra experimentó una leve euforia concediéndonos una especie de tregua. A regañadientes me propuso que la ayudara a limpiar el salón. Me recordó que habitualmente no me correspondía ocuparme de los salones principales, pero gracias a la visita de los familiares del amo se me concedía el privilegio —bajo estricta vigilancia— de realizar esas comprometidas tareas. De ese modo, a mi ya abultada carga de obligaciones se agregó esa dudosa prebenda, y a diario acompañaba a Myra al salón donde los adultos tomaban té y hablaban de asuntos que poco me interesaban: excursiones de fin de semana al campo, política europea, y sobre la muerte de un desafortunado austriaco al que habían asesinado de un tiro en un lugar lejano.

El día del recital, el domingo 2 de agosto de 1914 —recuerdo la fecha, aunque no tanto por el recital en sí mismo sino por lo que sucedió después—, coincidió con mi tarde libre y la primera visita a mi madre desde que había comenzado a trabajar en Riverton. Al terminar esa mañana mis quehaceres, me quité el uniforme y me vestí con ropa de calle. La noté inusitadamente rígida y extraña. Me cepillé mi melena clara, rizada allí donde había estado recogida en una trenza, y volví a trenzarla. Me preguntaba si mi aspecto habría cambiado. ¿Qué pensaría mi madre? Sólo había estado lejos de ella cinco semanas; sin embargo, me sentía inexplicablemente distinta.

Al bajar la escalera de servicio en dirección a la cocina me topé con la señora Townsend, quien me puso un paquete en las manos.

—Ve y llévale esto a tu madre, para el té —indicó en voz baja—. No es más que un poco de tarta de crema de limón y un par de rebanadas de budín Victoria.

La mire desconcertada ante su desacostumbrada generosidad. La señora Townsend estaba tan orgullosa de su ordenada y minuciosa economía doméstica como de la altura de su soufflé.

Miré hacia el hueco de la escalera.

—Pero ¿está segura de que la Señora…? —objeté en voz tan baja que era casi un susurro.

—No te preocupes por la Señora. Habrá suficiente para ella y lady Clementine. Quédate tranquila y dile a tu madre que aquí en la colina cuidamos de ti —me indicó la señora Townsend. Luego se sacudió el delantal, echó los redondos hombros hacia atrás, con lo que su pecho pareció aún más grande que de costumbre, y meneó la cabeza—. Una buena chica, tu madre. No es culpable de nada que no haya sucedido miles de veces antes.

Entonces dio media vuelta y se dirigió a la cocina, tan inesperadamente como había aparecido, dejándome sola en la oscura antesala, mientras me preguntaba qué había querido decir.

Sus palabras dieron vueltas en mi cabeza durante todo el trayecto al pueblo. No era la primera vez que la señora Townsend me desconcertaba con muestras de afecto hacia mi madre. Mi asombro me hacía sentir desleal, pero sus recuerdos sobre aquella persona de buen talante raramente coincidían con la madre que yo conocía, con su malhumor y silencios.

Ella me esperaba en la puerta. Sin apenas pestañear hasta que me vio.

—Comenzaba a pensar que te habías olvidado de mí.

—Lo siento, no podía desatender mis obligaciones.

—Espero que hayas tenido tiempo para ir a la iglesia esta mañana.

—Sí, madre. Todos los del servicio hemos ido a la iglesia de Riverton.

—Lo sé, mi niña. He asistido a misa en esa iglesia mucho antes que tú. —Entonces miró mis manos—. ¿Qué traes?

—De parte de la señora Townsend —expliqué y le pasé el paquete—. Me preguntó por ti.

Mi madre ojeó el contenido mordiéndose el interior del carrillo.

—Esta noche tendré ardor de estómago —comentó y volvió a envolverlo—. De todos modos, es un gesto amable de su parte. —Se dio la vuelta y abrió la puerta—. Entra, puedes prepararme un poco de té y contarme qué ha sucedido durante este tiempo.

Casi no recuerdo de qué hablamos porque esa tarde conversé sin tener conciencia de que lo hacía. Mi mente no estaba en la pequeña y triste cocina de mi madre, sino en el salón de baile de la colina, donde horas antes había ayudado a Myra a poner las sillas en fila y a colgar las cortinas doradas del arco del escenario.

Y durante el rato que mi madre me tuvo haciendo tareas, mantuve el ojo atento al reloj de la cocina, a las rígidas agujas que hacían su recorrido y se acercaban a las cinco, la hora del recital.

Era tarde cuando nos despedimos. Cuando llegué al portal de Riverton el sol ya estaba bajo. Avancé por el estrecho camino hacia la casa. Árboles magníficos, herencia de los lejanos antepasados de lord Ashbury, se alineaban a cada lado. La parte más alta de sus copas se unía formando un arco, las ramas más lejanas se enlazaban convirtiendo el sendero en un túnel umbrío y susurrante.

Mientras avanzaba hacia la luz vespertina vi que el sol se ocultaba detrás del tejado, arrojando sobre la casa un resplandor malva y anaranjado. Atravesé los jardines, pasé por la fuente de Eros y Psique, en dirección al jardín de rosas de lady Violet, y fui hacia la puerta trasera. La sala de los sirvientes estaba vacía y mientras quebrantaba la regla de oro del señor Hamilton y corría por el pasillo de piedra, oía el eco de mis zapatos. Pasé por la cocina; la mesa de trabajo de la señora Townsend estaba cubierta por una colección de pasteles de riñones. Subí las escaleras.

Reinaba un silencio inquietante. Todos estaban presenciando el recital. Cuando llegué a la puerta dorada del salón de baile me arreglé el cabello, me alisé la falda y me deslicé por la habitación a oscuras. Ocupé mi lugar en la pared lateral, junto a los demás sirvientes.

Capítulo 5

Todo lo bueno

No había imaginado que la sala estaría tan oscura. Era el primer recital al que asistía, aunque una vez —cuando acompañé a mi madre a visitar a su hermana Dee, en Brighton— contemplé parte de un espectáculo de títeres.

Las ventanas se habían cubierto con cortinas negras. Cuatro focos recuperados en el ático proporcionaban toda la iluminación, proyectando hacia arriba una luz amarilla que rodeaba a los actores de un halo fantasmal.

Fanny estaba allí, cantando los compases finales de «The Wedding Glide» entre caídas de ojos y exagerados gorgoritos. Cuando atacó las últimas notas la audiencia respondió con una ronda de afables aplausos. Ella sonrió e hizo una tímida reverencia. Su coquetería fue, en cierto modo, menoscabada por las protuberancias que sobresalían del telón de fondo, los codos en movimiento y los elementos de utilería pertenecientes al próximo acto.

Fanny abandonó la escena por la derecha. Emmeline y David, vestidos con togas, hicieron su aparición por la izquierda. Llevaban tres largos postes de madera y un lienzo, con los que rápidamente montaron una tienda algo torcida, aunque útil a sus fines. Se arrodillaron en su interior y permanecieron en esa posición mientras entre el auditorio surgían murmullos.

Desde otro lugar se oyó una voz: «Damas y caballeros. Una escena del Libro de los Números».

Murmullo de aprobación.

La voz prosiguió: «Imaginemos que estamos en la Antigüedad. Una familia ha armado su tienda en la ladera de la montaña. Hermana y hermano se reúnen en privado para conversar sobre el reciente casamiento de su otro hermano».

Ronda de suaves aplausos.

Entonces habló Emmeline. Su voz denotaba petulancia.

—Hermano, ¿qué es lo que ha hecho Moisés?

—Ha tomado una esposa —replicó David, con un matiz de incredulidad.

—Pero ella no es de los nuestros —alegó Emmeline, mirando al público.

—No —respondió David—. Estás en lo cierto, hermana, porque es etíope.

Emmeline meneó la cabeza y adoptó una expresión de exagerada preocupación.

—Se ha casado sin el consentimiento de la tribu. ¿Qué va a ser de él?

Súbitamente una voz clara y potente tronó desde detrás del escenario, amplificada como si viajara a través del espacio (más probablemente, a través de un rollo de cartón).

—¡Aarón! ¡Miriam!

Emmeline logró una convincente expresión de terror.

—Soy Dios, vuestro Padre. Id los dos al tabernáculo donde se reúnen mis fieles.

Emmeline y David acataron la orden. Salieron de la tienda y fueron arrastrando los pies hacia el borde del escenario. Los focos titilantes arrojaban un ejército de sombras sobre el lienzo que estaba detrás.

Mis ojos se habían acostumbrado a la oscuridad y podía identificar el perfil familiar de algunos miembros del auditorio. En primera fila estaban las damas con sus elegantes trajes, entre ellas lady Clementine, con sus mejillas caídas, y lady Violet con un sombrero de plumas. Un par de filas más atrás, el mayor y su esposa. Más cerca de mí, el señor Frederick —con la cabeza en alto y las piernas cruzadas— miraba atentamente hacia adelante. Observé su perfil. Algo lo hacía parecer diferente. La media luz titilante daba a sus mandíbulas una apariencia cadavérica y a sus ojos, un brillo vidrioso. Sus ojos. No usaba gafas. Nunca le había visto sin ellas.

Dios comenzó a exponer su castigo y volví a prestar atención a lo que ocurría en el escenario.

—Miriam y Aarón, ¿por qué habéis hablado indolentemente en contra de Moisés, mi servidor?

—Os pedimos perdón, Padre —repuso Emmeline—, sólo estábamos…

—Basta ya. Habéis despertado mi ira.

Se oyó el ruido de un trueno (creo que fue un tambor), y el auditorio dio un respingo. Una nube de humo surgió tras el telón de fondo, expandiéndose sobre el escenario.

Se oyó una exclamación de lady Violet. David susurró desde el escenario: «Está todo en orden, abuela, es parte del espectáculo».

Hubo una oleada de alegres carcajadas.

—Habéis despertado mi ira —volvió a decir Hannah, en tono implacable, para silenciar al auditorio—. Hija…

Emmeline se apartó del público y giró para observar la nube que se disipaba.

—¡Vos, seréis una leprosa!

Emmeline se cubrió la cara con las manos.

—¡No! —gritó, y adoptó una trágica pose antes de dirigirse hacia el público para exhibir su condición.

Gritos ahogados de todo el auditorio.

Los actores finalmente habían decidido no utilizar una máscara, sino embadurnar la cara de Emmeline con un poco de mermelada de fresas y crema para lograr el truculento efecto.

—Esos diablillos —se oyó susurrar, ofendida, a la señora Townsend— me dijeron que querían mermelada para los bollos.

—Hijo —prosiguió Hannah después de una acertada pausa dramática—. Sois culpable del mismo pecado, pero aun así no puedo dirigir mi ira contra vos.

—Os lo agradezco, Padre —contestó David.

—¿Tendréis presente que no debéis volver a criticar a la esposa de vuestro hermano?

—Sí, mi Señor.

—Entonces podéis partir.

—¡Ay, mi Señor! —clamó David, ocultando una sonrisa mientras extendía sus brazos hacia Emmeline—. Os lo ruego, devolved ahora la salud a mi hermana.

La audiencia esperaba en silencio la respuesta de Dios.

—No, no lo haré. Ella permanecerá fuera del campamento por siete días. Sólo entonces se le permitirá regresar.

Mientras Emmeline caía de rodillas y David apoyaba una mano en su hombro, Hannah apareció desde la izquierda en el escenario. El público contuvo la respiración. Estaba impecablemente vestida con prendas de hombre: traje, sombrero de copa, bastón, reloj de bolsillo y, sobre la nariz, las gafas del señor Frederick. Caminó hacia el centro del escenario, haciendo girar su bastón como un dandi. Al hablar, imitó espléndidamente la voz de su padre.

—Mi hija aprenderá que existen unas reglas para las mujeres y otras para los hombres —declaró. Luego suspiró profundamente y se enderezó el sombrero—. De otro modo, estaría dando lugar a la perdición a la que conduce el sufragio femenino.

La audiencia, boquiabierta, permaneció en un silencio electrizado. La tensión fue pasando de fila en fila.

Los sirvientes estaban igualmente escandalizados. Incluso en la oscuridad pude advertir que el rostro del señor Hamilton empalidecía. Excepcionalmente había perdido de vista el protocolo para cumplir con su indomable sentido del deber sirviendo de sostén a la señora Townsend, a quien —antes de haberse recuperado del todo por el desperdicio de su mermelada— le habían fallado las rodillas y se había desplomado.

Mis ojos buscaron al señor Frederick. Quieto en su asiento, estaba rígido como la pértiga de un bote. Mientras lo miraba sus hombros comenzaron a sacudirse y temí que estuviera al borde de uno de los ataques a los que Myra se había referido. En el escenario, los niños permanecieron inmóviles como figuras de un retablo, o figuritas en una casa de muñecas, observando al público al tiempo que eran observados por él.

Hannah fue un modelo de compostura. La inocencia grabada en su rostro. Por un instante me pareció que me miraba, y creí ver el atisbo de una sonrisa en sus labios. No pude evitarlo y le respondí, temerosa, con otra sonrisa. Dejé de hacerlo cuando Myra, en la oscuridad, me miró por el rabillo del ojo y me dio un pellizco en el brazo.

Hannah, radiante, se cogió de la mano de Emmeline y David. Los tres atravesaron el escenario y se inclinaron para saludar. Al hacerlo, un pegote de mermelada y crema cayo de la nariz de Emmeline y aterrizó chisporroteando en un foco que estaba a poca distancia de ella.

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