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Authors: Kate Morton

La casa de Riverton (4 page)

He estado pensando en aquel día, cuando comencé a trabajar en Riverton. Puedo recordarlo con claridad. Los años transcurridos se pliegan como el fuelle de un acordeón y estoy en junio de 1914. Vuelvo a tener catorce años: ingenua, torpe, aterrorizada, subo detrás de Myra un tramo de escalera tras otro. A cada paso su falda produce un enérgico frufrú que suena como una crítica a mi inexperiencia. Yo la sigo afanosamente. El asa de mi maleta me corta los dedos. Pierdo de vista a Myra cuando gira para subir un tramo más, confío en que el siseo de su falda me indicará el camino.

Al llegar al final de la escalera, Myra continuó por un oscuro corredor de techo bajo, y se detuvo por fin, con un nítido taconazo, ante una pequeña puerta. Se volvió y frunció el ceño mientras yo avanzaba renqueando hacia ella. Sus ojos, tan oscuros como su cabello, lanzaban una mirada reprobatoria.

—¿Qué demonios te pasa? —preguntó, con un inglés apocopado, incapaz de disimular la modulación irlandesa de las vocales—. No sabía que fueras tan lenta. La señora Townsend nunca lo mencionó, estoy segura.

—No soy lenta. Es por la maleta. Pesa mucho.

—Nunca he visto semejantes aspavientos —protestó Myra—. No sé qué clase de criada esperas ser si no puedes llevar una maleta con ropa sin quejarte. Ruega que el señor Hamilton no te vea arrastrando la aspiradora como un saco de harina.

Abrió la puerta. La habitación era pequeña y austera e, inexplicablemente, olía a patatas. Pero la mitad —una cama de hierro, una cómoda y una silla— sería para mí.

—Y bien, aquél es tu lado —señaló, apuntando con la cabeza hacia el extremo de la cama—. Yo ocupo éste y agradeceré que no toques nada. —Myra pasó sus dedos por la superficie de su cómoda, acarició un crucifijo, una Biblia y un cepillo para el cabello—. Aquí no se toleran los dedos pegajosos. Ahora deshaz tu maleta, ponte el uniforme y baja para comenzar con tus tareas. No te entretengas en el camino y, por amor de Dios, no salgas de la zona de servicio. Hoy a mediodía llega el amo y se servirá un almuerzo. Todos estaremos ocupados en atenderlo. Lo último que necesito es tener que vigilarte. Espero que no seas una holgazana.

—No, Myra —contesté, comprendiendo su insinuación de que yo pudiera ser una ladrona.

—Bien, eso ya lo veremos —replicó meneando la cabeza—. No entiendo, les informé de que necesitaba una chica nueva y, ¿qué me envían?: no tienes experiencia, tampoco referencias, y a juzgar por tu aspecto, eres una holgazana.

—No soy…

—Shhh —refutó Myra y pateó el suelo para indicarme que me callara.

—La señora Townsend comenta que tu madre era rápida y hábil y que de tal palo, tal astilla. Todo lo que puedo decirte es que, por tu bien, espero que sea cierto. Lady Violet no estará dispuesta a soportar holgazanas como tú ni tampoco yo.

En un último gesto desdeñoso, Myra meneó la cabeza, giró sobre sus talones y me dejó a solas en esa oscura y diminuta habitación del piso alto de la casa.

Fru fru, fru fru, fru fru

Escuché conteniendo el aliento.

Por fin, cuando el sonido se perdió, fui de puntillas hacia la puerta, la cerré y me dediqué a observar mi nuevo hogar.

No había mucho que ver. Pasé la mano por la cama, agachando la cabeza en la parte abuhardillada. Sobre el colchón había una manta gris; uno de los extremos había sido remendado por una mano competente. En la pared se veía el único atisbo de decoración de toda la habitación: una pequeña pintura enmarcada, que ilustraba una rudimentaria escena de caza, un ciervo atravesado por una flecha, de cuyo flanco herido manaba sangre. Aparté rápidamente la mirada del animal agonizante.

Me senté con cuidado, sigilosamente, temiendo arrugar la funda del mullido colchón. El chirrido de los muelles de la cama me hizo dar un respingo, me sentí reprendida y el rubor subió por mis mejillas.

Una estrecha ventana proyectaba un rayo de luz polvoriento. Me arrodillé en la silla para mirar hacia fuera.

La habitación estaba en la parte trasera de la casa, y a gran altura. Podía ver todo el sendero que atravesaba el jardín de rosas y continuaba por las glorietas, hacia la fuente que estaba al sur. Sabía que más allá estaba el lago y hacia el otro lado el pueblo donde había pasado mis primeros catorce años. Imaginaba a mi madre sentada junto a la ventana de la cocina, donde había más luz, con la espalda encorvada sobre la ropa que zurcía.

Me pregunté cómo se estaría arreglando sin mí. En los últimos tiempos había empeorado. Por las noches la oía quejarse en su cama, a causa del dolor de los agarrotados huesos de su columna. A veces amanecía con los dedos tan rígidos que tenía que ayudarla a sumergirlos en agua tibia y frotarlos contra los míos para que al menos pudiera coger un carrete de hilo de su costurero. La señora Rodgers, una vecina del pueblo, iría a verla todos los días y el buhonero pasaba por allí dos veces por semana pero, aun así, mi madre pasaría muchísimo tiempo sola. Era poco probable que pudiera continuar con el zurcido sin mí. ¿Qué haría para conseguir dinero? Mi escaso salario ayudaría, pero ¿no habría sido mejor que me quedara con ella?

Sin embargo, ella había insistido en que solicitara ese empleo. Se negó a escuchar mis argumentos en contra. Sólo meneó la cabeza y me recordó que la suya era la voz de la experiencia. Había oído que buscaban una chica y estaba segura de que yo sería la persona indicada. No dijo una palabra acerca de como lo supo. Uno de los típicos secretos de mi madre.

—No está lejos —apuntó—. Podrás venir a casa y ayudarme en tus días libres.

Seguramente mi expresión me traicionó y dejó en evidencia mi reparo ante esa idea, porque ella extendió su mano para tocar mi mejilla. Era un gesto poco habitual, que yo no esperaba. La sorpresa de sentir sus manos ásperas, sus uñas melladas por las agujas, me estremeció.

—Bueno, bueno, niña. Sabías que el tiempo pasaría y tendrías que encontrar un empleo. Es por tu bien. Una oportunidad. Ya verás. No hay muchos lugares donde acepten a una muchacha tan joven. Lord Ashbury y lady Violet no son malas personas. Y el señor Hamilton puede parecer estricto pero en el fondo no es más que un hombre justo. También la señora Townsend. Si trabajas mucho y cumples con lo que se te ordene no tendrás problemas. —Me pellizcó fuertemente la mejilla con sus dedos temblorosos—. Y no olvides cuál es tu lugar, Grace. Hay muchas jovencitas que se meten en líos por ese motivo.

Yo había prometido cumplir lo que me pedía, y el sábado siguiente, vestida con mi ropa de domingo, subí caminando la colina hacia la gran mansión donde me entrevistaría lady Violet.

Éste es un hogar pequeño y tranquilo, me contó ésta; sólo vivían allí su esposo, lord Ashbury, que pasaba la mayor parte del tiempo ocupado con sus negocios y clubes, y ella misma. Sus dos hijos, el mayor James y el señor Frederick, ya eran adultos y vivían en sus respectivas casas junto a sus familias. No obstante, solían ir de visita, y si mi trabajo era satisfactorio y decidían que siguiera formando parte del servicio, seguramente los vería. Por ser sólo ellos los habitantes permanentes de Riverton se bastaban sin un administrador y dejaban en las diestras manos del señor Hamilton la dirección de las tareas. La señora Townsend, la cocinera, estaba a cargo de las cuestiones concernientes a la cocina. Si ellos me aprobaban, ésa era recomendación suficiente para que conservara mi puesto.

Lady Violet hizo una pausa y me miró detenidamente, de una manera que me hizo sentir atrapada, como un ratón en un frasco de vidrio. Sin duda había advertido que el bajo de mi vestido tenía las marcas de las veces que habíamos adecuado su largo a mi creciente estatura; que el pequeño zurcido de mis medias, donde se rozaban con los zapatos, se estaba desgastando; que mi cuello y mis orejas eran demasiado largos.

Luego había parpadeado y sonreído, con una sonrisa que dio a sus ojos el aspecto de gélidas medias lunas.

—Bien, tu aspecto es limpio, y el señor Hamilton dice que sabes coser.

Ella se puso de pie mientras yo asentía, alejándose en dirección al escritorio, mientras arrastraba ligeramente su mano por el borde de la silla.

—¿Cómo está tu madre? —había preguntado, sin volverse a mirarme—. ¿Sabías que también ella sirvió en esta casa?

A lo cual le respondí que lo sabía y que mi madre estaba bien, «gracias por su interés», e incluso me acordé de llamarla
madame
.

Aparentemente había dicho lo correcto, porque inmediatamente después me ofreció quince libras al año para que comenzara a trabajar al día siguiente e hizo sonar la campanilla para que Myra me acompañara hasta la salida.

Aparté mi cara de la ventana, borré la marca que había dejado mi aliento y bajé.

Mi maleta estaba donde la había dejado caer, junto a la cama de Myra. La arrastré hacia la cómoda que me correspondía. Traté de no mirar al ciervo sangrante, inmortalizado en su terrible instante final, mientras guardaba en el primer cajón mi escasa ropa: dos faldas, dos blusas y un par de medias negras que mi madre me había dejado que zurciera para que las aprovechara en el invierno. Luego eché un vistazo a la puerta y con el corazón palpitante descargué mi cargamento secreto.

Eran tres volúmenes en total. Tapas verdes, con las puntas arqueadas y letras impresas en dorado algo desvaídas. Los escondí en la parte posterior del último cajón y las cubrí con mi mantón, doblándolo cuidadosamente para dejarlos completamente ocultos. El señor Hamilton había sido claro: se aceptaba la Sagrada Biblia pero cualquier otro material de lectura podía ser considerado perjudicial y debía ser presentado ante él para que diera su aprobación, a riesgo de ser incautado. Yo no era una rebelde —más bien lo contrario, tenía un férreo sentido del deber—, pero me resultaba inconcebible vivir sin Holmes y Watson.

Guardé la maleta debajo de la cama.

Un uniforme colgaba del gancho que estaba detrás de la puerta: falda negra, delantal blanco, cofia de encaje. Me lo puse, sintiéndome como una niña que había descubierto el guardarropa de su madre. La falda era rígida al tacto y el cuello me arañaba la nuca; largas horas de uso lo habían moldeado a la medida de una persona más grande que yo. Cuando até el delantal una minúscula polilla blanca salió revoloteando en busca de un nuevo lugar donde esconderse, entre las vigas del techo. Anhelé volar junto a ella.

La cofia de encaje blanco estaba almidonada para que la parte delantera quedara erguida. Usé el espejo colocado sobre la cómoda de Myra para asegurarme de que estuviera derecha y para acomodar mi cabello claro sobre las orejas, como me había enseñado mi madre. La jovencita del espejo me llamó la atención, y pensé que su cara era muy seria. Es un sentimiento extraño el que surge en las raras ocasiones en que captamos nuestra propia imagen inmóvil. Un momento imprevisto, libre de artificio, en el que incluso olvidamos engañarnos a nosotros mismos.

Sylvia me ha traído una taza de té humeante y una porción de budín de limón. Se sienta junto a mí en el banco de hierro y echando un vistazo a la oficina saca un paquete de cigarrillos. (Es curioso el modo en que mi evidente necesidad de aire fresco parece coincidir siempre con su necesidad de una pausa encubierta para fumar un pitillo). Me ofrece uno. No acepto, como de costumbre, y ella alega, como hace siempre:

—A su edad tal vez sea lo mejor. Fumaré uno por usted.

Está guapa esta mañana, se ha hecho algo distinto en el cabello. Se lo digo. Ella asiente, echa una bocanada de humo e inclina la cabeza. Una larga cola de caballo aparece sobre su hombro.

—Son extensiones —explica—. He querido ponérmelas desde hace tiempo y pensé: la vida es demasiado corta para no ser glamurosa. Parece cabello auténtico, ¿verdad?

Tardo en responder, y ella supone que es señal de consentimiento.

—Porque lo es, es cabello verdadero, como el que usan los famosos. Tóquelo.

—Por Dios —exclamo, acariciando la gruesa cola de caballo—, es cabello auténtico.

—Hoy todo es posible —comenta Sylvia. Al agitar su cigarrillo, advierto que sus labios han dejado en él un anillo húmedo de color púrpura—. Por supuesto, eso cuesta. Afortunadamente tenía guardado un poco para algún momento de necesidad.

Sylvia sonríe. Brilla como una ciruela madura y adivino el motivo que justifica su nueva imagen. Como era previsible, surge del bolsillo de su blusa.

—Anthony —indica sonriente.

Comienzo una representación: me pongo las gafas, miro la imagen de un hombre maduro, con bigotes canosos.

—Parece adorable.

—Oh, Grace —exclama Sylvia suspirando de felicidad—, lo es. Sólo hemos ido a tomar el té un par de veces pero tengo un buen presentimiento. Es realmente un caballero, no como esos vagos con los que he salido anteriormente. Me abre la puerta, me trae flores, me arrima la silla cuando salimos. Un caballero como los de antes.

Esto último, debo decirlo, se agrega para complacerme, dado que se supone que los ancianos no pueden evitar emocionarse con lo anticuado.

—¿A qué se dedica? —le pregunto.

—Da clases en un instituto. De Historia e Inglés. Es terriblemente inteligente. Y solidario, también. Trabaja como voluntario para la Academia de Historia. Dice que su hobby es investigar acerca de todos esos lores, duques y duquesas. Sabe muchas cosas sobre esa familia que usted conocía, la que vivía en la gran casa cercana a Hastings Hill… —Sylvia se detiene y entrecierra los ojos mientras mira hacia la oficina. Luego pone los ojos en blanco—. Oh, Dios. Es la enfermera Ratchet. Ya debería estar haciendo mi ronda para servir el té. Seguramente Bertie Sinclair se ha quejado otra vez. Creo que se haría a sí mismo un favor si se privara de un bizcocho de vez en cuando. —Apaga rauda el cigarrillo y envuelve la colilla en un pañuelo de papel—. En fin, la maldad no descansa. ¿Le traigo algo antes de atender a los demás? Apenas ha probado su té.

Le aseguro que estoy bien, y ella corre por el jardín. La cola de caballo acompaña el movimiento de sus caderas.

Es bueno que me atiendan, que me traigan el té. Me gusta pensar que me he ganado este pequeño lujo. El señor sabe cuántas veces me ha tocado servirlo. A veces me entretengo imaginando cómo le habría ido a Sylvia sirviendo en Riverton. El silencioso y obediente recato del servicio doméstico no va con ella. Es demasiado campechana; no agacharía la cabeza por más que la reprendieran sobre su «lugar». No, Myra no habría encontrado en Sylvia una alumna tan dócil como yo.

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