Read La canción de Troya Online

Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórico, #Bélico

La canción de Troya (19 page)

BOOK: La canción de Troya
2.43Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Al despertar ella estaba junto a mí en el suelo frotando suavemente unas hierbas perfumadas entre sus manos.

—Levántate —me ordenó.

Me levanté lentamente, incapaz de ordenar mis pensamientos, debilitado de cuerpo así como de espíritu.

—¡Escúchame, Aquiles! —gritó—. ¡Escúchame! Vas a pronunciar un juramento de la Antigua Religión y por lo tanto mucho más grave que si te atuvieras a la Nueva. Jurarás a mi padre Nereo, el viejo del mar, a la Madre, que nos ha alumbrado a todos, a Coré, reina del horror, a los soberanos del Tártaro, lugar de tormento, y a mí en mi divinidad. Formularás ahora ese juramento, a sabiendas de que no puedes quebrantarlo. Si así lo hicieras, enloquecerías para siempre jamás y Esciro se sumergiría bajo las olas como sucedió con Thera tras el gran sacrilegio.

Me asió del brazo y lo sacudió con fuerza.

—¿Me has oído bien, Aquiles?

—Sí —murmuré.

—Tengo que salvarte de ti mismo —dijo.

Rompió un correoso huevo sobre sangre grasicnta y aguardó a que ésta salpicase el altar. Luego me cogió la diestra y la aplastó sobre aquella mezcla apretándola con firmeza.

—¡Jura ya!

Repetí las palabras que me dictaba:

—Yo, Aquiles, hijo de Peleo, nieto de Eaco y biznieto de Zeus, juro que regresaré al punto al palacio del rey Licomedes, vestiré un traje femenino y permaneceré en el palacio durante un año, vestido siempre de mujer. Cuando alguien se presente con la intención de ver a Aquiles, me ocultaré en el harén y no tendré contacto con él, ni siquiera por intermediarios. Dejaré que el rey Licomedes hable en mi nombre en cualquier ocasión y acataré lo que él diga sin discusión. Y todo esto lo juro por Nereo, por la Madre, por Coré, por los soberanos del Tártaro y por Tetis, que es una diosa.

En el momento en que acabé de pronunciar aquellas espantosas palabras se despejó mi confusión, el mundo recobró sus auténticos colores y contornos y pude volver a pensar con claridad. Pero era demasiado tarde. Nadie podía asumir tan terrible juramentó y no cumplirlo. Mi madre me había atado de pies y manos a su voluntad.

—¡Te maldigo! —grité echándome a llorar—. ¡Te maldigo! ¡Me has convertido en una mujer!

—En todos los hombres hay una mujer —repuso con afectación.

—¡Me has deshonrado!

—He evitado que te precipites a una muerte temprana —respondió, y me dio un empujón—. Ahora regresa con Licomedes. No tendrás que explicarle nada. Cuando llegues a palacio lo sabrá todo.

Sus ojos volvían a ser azules.

—Hago esto por amor a ti, mi pobre hijo sin labios. Soy tu madre.

Cuando encontré a Patroclo no le dije nada, simplemente recogí mi parte del equipo y emprendí el regreso a palacio. Y él, adaptándose como siempre a mi estado de ánimo, no me formuló una sola pregunta. O quizá ya estaba al corriente al igual que Licomedes cuando apareció por las puertas que daban al patio. Allí me aguardaba con aire encogido y derrotado.

—He recibido un mensaje de Tetis —me anunció.

—Entonces ya sabrás lo que se nos exige.

—Sí.

Mi esposa estaba sentada junto a la ventana cuando entré en su aposento, y al abrirse la puerta volvió la cabeza y extendió los brazos con sonrisa soñolienta. La besé en la mejilla y miré por la ventana, hacia el puerto y la pequeña ciudad.

—¿Es ésa la bienvenida que tienes para mí? —inquirió aunque sin enojarse.

Deidamía nunca se molestaba.

—Sin duda sabrás lo que ya todos conocen —repuse suspirando.

—Que tendrás que vestirte como una mujer y ocultarte en el harén de mi padre —dijo con una señal de asentimiento—. Pero sólo cuando vengan desconocidos, y eso no será con frecuencia.

El postigo que yo sujetaba comenzó a astillarse, tan grande era mi angustia.

—¿Cómo podré resistir semejante humillación, Deidamía? ¡Qué perfecta venganza! ¡Esa bruja se burla de mi virilidad!

Mi mujer se estremeció y apoyó la mano en el signo que protegía del mal de ojo.

—¡No la enojes más, Aquiles! ¡Es una diosa! ¡Refiérete a tu madre con respeto!

—¡Jamás! —mascullé—. Ella tampoco me respeta, no respeta mi virilidad. ¡Cómo se reirán todos de mí!

En esta ocasión fue mi esposa quien se estremeció.

—¡No es cuestión de risa! —dijo.

Capítulo Diez
(Narrado por Ulises)

L
os vientos y las corrientes eran siempre más favorables que el largo y tortuoso camino por tierra, por lo que zarpamos hacia Yolco ciñéndonos a la costa. Cuando arribamos a puerto me quedé en cubierta con Áyax; era mi primera visita al país de los mirmidones y Yolco me pareció hermosa, una ciudad de cristal que resplandecía bajo el sol invernal. Carecía de murallas y la parte posterior del palacio estaba coronada por el monte Pelión, cubierto de inmaculada nieve. Me arrebujé en las pieles que me cubrían los hombros y me soplé las manos mientras miraba de reojo a Áyax.

—¿Bajarás por el costado de la nave, mi coloso? — le pregunté. Asintió en silencio, pues no era propicio a los juegos verbales. Pasó su corpulenta pierna por la barandilla, se apoyó en el peldaño superior de la escalerilla de cuerda y desapareció rápidamente por ella. Tan sólo se cubría con las ropas que llevaba en los salones de Micenas, un faldellín, y no dejaba traslucir el menor indicio de frío. Lo observé mientras llegaba hasta la playa y entonces le grité que buscase algún tipo de transporte. Como era bien conocido en Yolco podría escoger entre lo que hubiera disponible.

Néstor se ocupaba en recoger nuestras pertenencias personales del refugio construido en la cubierta de popa.

—Áyax ha marchado a procurarnos un carro. ¿Te sientes bien para bajar a la playa o prefieres aguardar aquí? —le pregunté irónicamente, pues disfrutaba haciéndolo irritar.

—¿Qué te hace suponer que chocheo? —replicó poniéndose bruscamente en pie—. Aguardaré en la playa, desde luego.

Salió a cubierta con rapidez murmurando para sí y, tras rechazar impaciente la mano que le tendía un marinero, descendió por la escalerilla con la agilidad de un muchacho. ¡El viejo diablo!

Peleo acudió a recibirnos en persona a la puerta. Cuando yo era joven y él estaba en la flor de la vida nos habíamos visto con frecuencia, pero no recientemente. Aunque en aquellos momentos ya era un anciano, se mantenía erguido y orgulloso, con aire regio. Era atractivo e inteligente. Lástima que tan sólo tuviera un hijo para sucederle; engendrado por Peleo, al joven Aquiles le respaldaba una excelente reputación.

Una vez cómodamente sentados ante el gran trípode de fuego con vino caliente con azúcar y especias ante nosotros, abordé la cuestión de nuestra llegada. Pese a la categoría superior de Néstor, yo había sido elegido portavoz, y así el muy astuto podría retirarse limpiamente si se cometían errores.

—Nos envía Agamenón de Micenas para pedirte un favor, señor.

—Se trata de Helena —dijo mirándome con astucia.

—Las noticias circulan con rapidez.

—Esperaba un correo imperial, pero no ha llegado. Mis carpinteros de ribera nunca habían visto semejante material invadir sus sedes.

—Agamenón no podía enviarte ningún correo puesto que no formulaste el juramento del Caballo Descuartizado, Peleo. Nada te obliga a suscribirte a la causa de Menelao.

—Aunque así fuera, soy demasiado viejo para ir a la guerra, Ulises.

Néstor decidió que yo me andaba con excesivos ambages.

—En realidad, mi querido Peleo, no venimos a buscarte a ti —dijo—. Queríamos saber si podemos contar con los servicios de tu hijo.

El gran rey de Tesalia pareció estremecerse.

—Aquiles… Bien, confiaba que no fuera así, pero en realidad lo esperaba. No dudo que aceptará la oferta de Agamenón inmediatamente.

—¿Podemos preguntárselo entonces? —inquirió Néstor.

—Desde luego —repuso Peleo.

—Gracias en nombre de Agamenón, Peleo —respondí ya relajado—. Y te expreso personalmente mi reconocimiento desde lo más profundo de mi corazón.

Me dirigió una larga y firme mirada.

—¿Tienes corazón, Ulises? Imaginaba que sólo poseías cerebro.

Por un instante me escocieron los ojos; pensé en Penélope y su imagen desapareció. Devolví al hombre su firme mirada.

—No, no tengo corazón. ¿Para qué lo necesita un hombre? Tener corazón entraña una grave responsabilidad.

—Entonces es cierto lo que se dice de ti. —Cogió su copa del trípode, una pieza muy delicada de orfebrería egipcia—. Si Aquiles decide ir a Troya —añadió—, irá al frente de los mirmidones. Hace veintitantos años que se hallan preparados para una importante campaña.

En aquel momento entró un hombre. Peleo sonrió y lo señaló con la mano.

—¡Ah, Fénix! Caballeros, os presento a Fénix, mi amigo y camarada desde hace muchos años. Tenemos invitados muy prestigiosos, Fénix, se trata de los reyes Néstor de Pilos y Ulises de Ítaca.

—He visto afuera a Áyax —dijo Fénix tras saludarlos con una profunda reverencia.

Por su edad se encontraba entre Peleo y Néstor, marchaba muy erguido y tenía aire militar y aspecto de mirmidón: rubio, grande y digno.

—Acompañarás a Aquiles a Troya, Fénix —dijo Peleo—. Cuida de él en mi lugar, protégelo de su destino.

—A costa de mi vida, señor.

Pensé que todo aquello estaba muy bien y era muy conveniente pero sentía crecer mi impaciencia.

—¿Podemos ver a Aquiles en persona? —pregunté.

Ambos tesalios se mostraron confusos.

—Aquiles no se encuentra en Yolco —dijo Peleo.

—¿Dónde se halla entonces? —inquirió Néstor.

—En Esciro. Pasa allí las seis lunas frías cada año, está casado con Deidamía, hija de Licomedes.

Me golpeé el muslo enojado.

—De modo que nos queda otro viaje invernal que realizar.

—En absoluto —repuso Peleo cordialmente—. Enviaré en su busca.

Pero en cierto modo yo intuía que si no nos preocupábamos nosotros mismos, nunca veríamos a Aquiles embarcar en una nave de Yolco en las arenas de Áulide. Negué con la cabeza.

—No, señor. Agamenón consideraría más adecuado que se lo preguntásemos nosotros en persona.

De modo que recalamos de nuevo en un puerto y recorrimos el camino desde la ciudad hasta el palacio, con la diferencia de que este segundo edificio era poco más que una casa grande. Esciro no era rica.

Licomedes nos acogió amablemente, pero cuando nos hallábamos sentados, comiendo y bebiendo un sencillo refrigerio, intuí que sucedía algo raro, que la situación no era normal, y no solamente a causa del propio Licomedes. Se percibía una peculiar tensión en el ambiente. Los sirvientes, todos hombres, circulaban alrededor de nosotros sin mirarnos, Licomedes tenía el semblante de quien actúa bajo una pesada carga de temor y su heredero Patroclo entraba y salía con tanta rapidez que casi lo creí un ser creado por mi imaginación y, lo más inquietante de todo, no se percibía ningún sonido característicamente femenino. Ni siquiera a lo lejos se oían las risas, quejidos, chillidos ni los estallidos de llanto propios de mujeres. ¡Era muy extraño! Las mujeres no participaban en los asuntos masculinos, pero siempre eran plenamente conscientes de su importancia en el orden de las cosas y disfrutaban de libertades que nadie se atrevería a negarles. Al fin y al cabo habían gobernado bajo la Antigua Religión.

Había recobrado mi sensación de malestar, cada vez más inquietante, y creía percibir el antiguo y familiar olor a peligro. Capté una mirada de Néstor y advertí que también él lo intuía. El hombre arqueó las cejas y yo suspiré. Entonces no me equivocaba, teníamos un problema.

Regresó el atractivo joven Patroclo. Lo examiné con más detenimiento preguntándome qué significado podría tener en tan extraña situación. Era un individuo tierno y dulce que no carecería de arrojo ni valor pero que posiblemente sería muy parcial en sus afectos, los cuales, decidí, no reservaba a las mujeres. Bien, estaba en su derecho. Nadie le reprocharía que prefiriese a los hombres. En aquellos momentos estaba sentado, con aire desdichado.

—Rey Licomedes, nuestra misión es muy urgente —comencé tras aclararme la garganta—. Venimos en busca de tu yerno Aquiles.

Se produjo una extraña e intangible pausa durante la cual a Licomedes estuvo a punto de caérsele la copa; luego se levantó con torpeza.

—Aquiles no está en Esciro, caballeros.

—¿Que no está aquí? —repitió Néstor, consternado.

—No. —Licomedes parecía incómodo—. Se… peleó violentamente con su esposa, mi hija, y se marchó al continente con la promesa de no regresar jamás.

—De modo que no está en Yolko —puntualicé con suavidad.

—Confieso no creerlo así, Ulises. Habló de marcharse a Tracia.

—¡Vaya, vaya! —suspiró Néstor—. Al parecer estamos destinados a no encontrar nunca a ese joven, ¿no es cierto?

La pregunta iba dirigida a mí, pero yo no respondí en seguida, consciente de experimentar una repentina y curiosa claridad, un gran alivio. Mi instinto no se equivocaba. Algo marchaba muy mal y Aquiles se encontraba en el centro de la cuestión.

—Puesto que Aquiles no está aquí, creo que deberíamos partir al punto, Néstor —repuse al tiempo que me levantaba. Aguardé, pues sabía que Licomedes tendría que formular las expresiones de rigor según disponía el hospitalario Zeus. Y mientras esperaba me volví de modo que sólo Néstor pudiera ver mi rostro y le dirigí una intencionada mirada de advertencia.

—Quedaos con nosotros esta noche por lo menos, Ulises -nos ofreció Licomedes obligado por las circunstancias—. El rey Néstor debería descansar un poco.

Volví a mirarlo intencionadamente y el hombre, en lugar de replicar que se sentía en condiciones de declarar la guerra al Olimpo, asumió el aire patético propio de un desdichado anciano. ¡El viejo zorro!

—Gracias, rey Licomedes —exclamé simulando alivio—. Precisamente esta mañana Néstor se quejaba de cuan agotado se sentía. Se resiente terriblemente de los vientos marinos invernales. Confío en que nuestra presencia no sea un inconveniente para ti —concluí bajando los ojos con modestia.

Sí lo era. No había imaginado que aceptaríamos su protocolaria invitación cuando nuestra misión era un fracaso y debíamos regresar a Micenas para informar de ello a Agamenón.

Sin embargo disimuló perfectamente su contrariedad, al igual que Patroclo.

Más tarde me reuní con Néstor en su cámara y aguardé sentado en el brazo de un sillón mientras él se relajaba en un baño caliente y un viejo criado, curiosamente también del género masculino, le limpiaba el salitre y la suciedad de su arrugado pellejo. En el instante en que Néstor salió del baño envuelto en toallas, el hombre se retiró.

BOOK: La canción de Troya
2.43Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

My Surrender by Connie Brockway
Suddenly Expecting by Paula Roe
Hunter Betrayed by Nancy Corrigan
Making It Up by Penelope Lively
Chained by Lynne Kelly
Vengeance: A Novel (Quirke) by Black, Benjamin
The Old Cape House by Barbara Eppich Struna


readsbookonline.com Copyright 2016 - 2024