Read La canción de Troya Online

Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórico, #Bélico

La canción de Troya (23 page)

BOOK: La canción de Troya
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Me adelanté y aparté las manos del rostro de Agamenón.

—¿Qué le prometiste a la Arquera, Agamenón? —le dije.

Con los ojos llenos de lágrimas se asió a mis muñecas como un náufrago a un tablón.

—¡Fue una promesa necia e irreflexiva, Ulises! ¡Algo absurdo! Hace dieciséis años Clitemnestra había llegado al final de su último embarazo, pero el parto se prolongó durante tres días sin resultado. No lograba dar a luz a la criatura. Rogué a todos los dioses… a la Madre, a Hera la misericordiosa y a Hera la estranguladora, a los dioses y diosas del hogar, del parto, de los niños y de las mujeres. Ninguno me respondió, ¡ninguno!

Las lágrimas rodaban por sus mejillas pese a sus esfuerzos por contenerlas.

—Ya desesperado, le rogué a Artemisa, aunque es una virgen que rechaza a las mujeres fecundas. Le supliqué que ayudase a mi esposa a dar a luz un hijo perfecto y sin mácula y, a cambio, le prometí sacrificarle la criatura más hermosa que naciera aquel año en mi reino. Poco después de formular tal promesa, Clitemnestra dio a luz a nuestra hija Ifigenia. Y al concluir aquel año envié mensajeros por toda Micenas para que me trajesen las crías que considerasen más hermosas: cabritillas, becerros, corderos, incluso pájaros. Tras examinarlos a todos se los ofrecí en sacrificio, pero en el fondo de mi corazón sabía que la diosa no se sentiría satisfecha. Y ella rechazó todas las ofrendas.

¿Acaso nada cambiaba? Podía adivinar el final de aquella espantosa historia tan claramente como si estuviera pintada en un muro frente a mis ojos. ¿Por qué serían tan crueles los dioses?

—Concluye tu historia, Agamenón —dije.

—Un día en que estaba con mi esposa y la pequeña, a Clitemnestra se le ocurrió observar que Ingenia era la criatura más hermosa de toda Grecia, según dijo, más hermosa que la propia Helena. Mientras ella pronunciaba tales palabras comprendí que se las había inspirado Artemisa. La Arquera deseaba a mi hija, de otro modo no se sentiría satisfecha. Pero yo no podía hacer tal cosa, Ulises. Exponemos a las criaturas cuando nacen, pero en Grecia no se practican sacrificios rituales humanos desde que la Nueva Religión expulsó a la Vieja. De modo que rogué a la diosa que comprendiera por qué no podía complacerla. Y a medida que transcurrió el tiempo ella nada hizo, por lo que imaginé que lo había comprendido. Ahora veo que tan sólo aguardaba el momento oportuno. Me exige lo que no puedo darle, la vida que permitió iniciarse y que insiste en concluir cuando la muchacha aún es virgen. La historia de mi hija ha vuelto al punto de partida. ¡Pero no puedo consentir que se realice un sacrificio humano!

Se me endureció el corazón. Sentía que había perdido a mi hijo, ¿por qué tenía él que conservar a su hija? Aún le quedaban dos más. Su ambición me había separado de todo cuanto amaba, ¿por qué no tenía que sufrir también él? Si seres más insignificantes se veían obligados a obedecer a los dioses, también el gran rey debía acatar su voluntad, pues él nos representaba a todos ante los dioses. Se había comprometido y luego había incumplido su promesa durante dieciséis años porque le afectaba personalmente. Si el ser más hermoso nacido aquel año en su reino hubiera sido el hijo de otra persona, habría realizado la ofrenda con absoluta decisión. Así pues, lo miré al rostro intencionadamente, lleno de resentimiento por el dolor del exilio, y sucumbí al apremio de algún demonio que se había albergado en mi interior desde el día en que mi oráculo doméstico pronosticó mi destino.

—Has cometido un pecado terrible, Agamenón —dije—. Si Ifigenia es el precio que Artemisa exige, debes pagarlo. ¡Ofrécele a tu hija! Si no lo haces, tu reino se desmoronará y la campaña que te propones emprender contra Troya te convertirá en el hazmerreír de todos los tiempos.

¡Nada podía serle más odioso! Ni el miembro más preciado de su familia significaba tanto para Agamenón como su realeza, su orgullo. Vi reflejarse en su rostro las huellas del conflicto, la desesperación y el dolor, la visión de su propio y desdichado descenso a la ignominia y al ridículo. Se volvió hacia Néstor en busca de apoyo.

—¿Qué debo hacer, Néstor?

El anciano, que se debatía entre el horror y la piedad, se retorció las manos y se echó a llorar.

—¡Es terrible, Agamenón, terrible! Pero debemos obedecer a los dioses. Si el todopoderoso Zeus te ordena que entregues a la Arquera lo que te exige, no te queda otra elección. Lo lamento, pero debo coincidir con Ulises.

Nuestro gran rey recurrió a cada uno de los restantes llorando desconsoladamente y uno tras otro, pálidos y graves, me dieron la razón.

Por mi parte no apartaba la vista de Calcante y me preguntaba si habría realizado algunas discretas consultas sobre el pasado de Agamenón. ¿Cómo olvidar su expresión de odio y venganza el día en que se inició la tormenta? Era un hombre muy sutil. Y, por añadidura, troyano.

Después fue una cuestión de simple logística. Agamenón, reconciliado y convencido -gracias a mí- de que no le quedaba otra alternativa que sacrificar a su hija, nos explicó cuan difícil sería conseguir que la madre se desprendiera de ella.

—Clitemnestra nunca permitirá que Ifigenia venga a Áulide como víctima del cuchillo de un sacerdote —dijo abatido y envejecido—. Apelará como reina a su pueblo, que la respaldará en esta situación.

—Existen medios de conseguirlo —le dije.

—Dime de qué se trata.

—Envíame como emisario a Clitemnestra, Agamenón. Yo le diré que Aquiles, por causa de las tormentas, se halla muy inquieto y que manifiesta sus intenciones de regresar a Yolco con sus mirmidones. Entonces le explicaré que tú has tenido la brillante idea de ofrecerle a Ifigenia como esposa siempre que se quede en Áulide; Clitemnestra no tendrá nada que objetar a esto. Me confesó que ambicionaba casar a su hija con Aquiles.

—Pero es un agravio contra él —repuso Agamenón, dubitativo—. Nunca accederá. Lo conozco bastante para saber que actúa noblemente. Al fin y al cabo es hijo de Peleo. Miré al cielo exasperado.

—¡Él nunca lo sabrá, señor! Supongo que no pretenderás explicarle a todo el mundo este asunto, ¿verdad? Todos los aquí presentes juraremos gustosos guardar el secreto. Los sacrificios humanos no alcanzarían gran predicamento entre nuestras tropas: los soldados comenzarían a preguntarse quién sería el próximo. Pero si no se filtra ningún rumor, no se causará ningún mal y Artemisa se sentirá satisfecha. ¡Aquiles nunca lo sabrá!

—Muy bien, adelante con ello —dijo. Cuando salimos me llevé aparte a su hermano.

—¿Deseas recuperar a Helena, Menelao? —le pregunté.

Una oleada de dolor le inundó el rostro.

—¿Cómo puedes preguntármelo? —respondió.

—Entonces ayúdame o la flota jamás zarpará.

—¡Haré lo que quieras, Ulises!

—Agamenón enviará un mensajero a Clitemnestra previamente para advertirle y decirle que no acceda a mi propuesta y me niegue la custodia de la muchacha. Tienes que interceptarlo.

Apretó los labios con obstinación.

—Te juro que serás el único que hablarás con Clitemnestra, Ulises —me dijo.

Me sentí satisfecho, sin duda lo haría por Helena.

Resultó muy fácil. Clitemnestra estuvo encantada con el enlace que según creía había convenido Agamenón para su querida hija menor y le encantó casar a la muchacha con un hombre que estaba a punto de embarcar hacia una guerra en el extranjero. Adoraba a Ifigenia y su matrimonio con Aquiles le permitiría conservar a la joven a su lado en Micenas hasta que él regresara de Troya. De modo que en el palacio del León resonaron las risas y el regocijo mientras Clitemnestra metía en cajas las galas de su hija hechas con sus propias manos y pasaba el tiempo con ella para iniciarla en los misterios femeninos y los secretos del matrimonio. Siguió junto a la litera hablando con Ifigenia cuando ésta pasó por la puerta del León, mientras Crisótemis, su hija nubil y soltera aunque de más edad, lloraba de frustración y envidia. Electra, la mayor de todas, delgada, adusta y carente de atractivos, una réplica de su padre, permanecía en las murallas con su hermanito Orestes, al que sostenía con ternura en sus brazos. Advertí que madre e hija no se tenían ningún afecto.

Al pie del sendero Clitemnestra asomó por las cortinas para besar la blanca frente de Ifigenia. Me estremecí. La gran reina era una mujer que se entregaba con pasión al odio y al amor, ¿qué haría cuando tuviera conocimiento de la verdad, cómo llegaría a suceder? Si en alguna ocasión odiaba a Agamenón, él tendría excelentes razones para temer su venganza.

Apresuré todo lo posible la marcha de los portadores que transportaban la litera, deseoso de llegar a Áulide. Siempre que nos deteníamos a descansar o acampábamos, Ifigenia charlaba conmigo ingenuamente, me explicaba cuánto había admirado a Aquiles cuando lo miraba furtivamente en el palacio del León, cuan ardientemente se había enamorado de él y lo maravilloso que sería que fuera su esposo, puesto que lo deseaba con todo su corazón.

Me había endurecido para no compadecerme de ella, pero en ocasiones me resultaba difícil. ¡Su expresión era tan inocente, se la veía tan dichosa! Pero Ulises es más fuerte que nadie en ese aspecto humano que le confiere resistencia y victoria ante la adversidad.

Cuando cayó la noche hice entrar la litera con las cortinas echadas en el campamento imperial y acomodé a Ifigenia inmediatamente en una pequeña tienda próxima a la de su padre. Allí se quedó con él mientras Menelao vigilaba obstinado por temor a que, al verla, se quebrantara la decisión de Agamenón. No aposté guardianes en torno a su tienda puesto que consideraba más oportuno mantener con discreción su llegada. Menelao tendría que asegurarse de que ella permanecía allí.

Capítulo Once
(Narrado por Aquiles)

C
ada día adiestraba a mis hombres entre el frío y la lluvia y ellos entraban en calor con el duro ejercicio. Aunque otros jefes dejaran inactivas a sus tropas, los mirmidones sabían perfectamente que yo no era como ellos. Mis hombres disfrutaban de las condiciones en que vivían, se sometían gustosos a la rígida disciplina y se sentían superiores a los restantes soldados porque se sabían más profesionales.

Nunca me molestaba en visitar el cuartel general imperial por considerarlo inútil. Y cuando apareció en el cielo la segunda luna, un octante, todos comenzamos a imaginar que no se llevaría a cabo la expedición contra Troya. Simplemente aguardábamos la orden de disolver nuestro ejército.

La primera noche de luna llena Patroclo acudió a pasar la velada con Ayax, Teucro y Áyax el Pequeño. Yo también había sido invitado pero decidí no asistir. No estaba de humor para frivolidades cuando se presagiaba el ignominioso fin de la gran empresa. Pasé un rato tocando la lira y cantando y luego sucumbí a la inercia.

Alcé la
cabeza
al oír que alguien llegaba a mi tienda. Una mujer, cubierta por una capa mojada y humeante, entreabría la cortina de entrada. La miré asombrado, sin poder dar crédito a mis ojos. Entonces ella pasó, corrió la cortina, se echó atrás la capucha y sacudió la cabeza para liberarse de las gotas de lluvia.

—¡Aquiles! —exclamó, brillantes los ambarinos ojos—. ¡Te había visto en Micenas, a hurtadillas, tras el trono de mi padre! ¡Oh, soy tan feliz!

En aquellos momentos yo ya me encontraba de pie, aún boquiabierto.

La muchacha no tendría más de quince o dieciséis años, lo comprobé cuando se quitó la capa para mostrarme su piel blanca como mármol lechoso bajo la que se advertían tenues las venas y sus senos rollizos. Tenía la boca sonrosada y delicadamente curvada y sus cabellos eran como el fuego, tan vivos que parecían crujir en el aire. En su rostro risueño se reflejaba una oculta fortaleza bajo tan extrema juventud.

—Mi madre no ha tenido que convencerme —se apresuró a añadir ante mi silencio—. ¡No podía aguardar hasta mañana para decirte cuan feliz me siento! ¡Ingenia acepta encantada ser tu esposa!

Me sobresalté. ¿Ifigenia? ¡La única Ingenia que conocía era la hija de Agamenón y Clitemnestra! ¿Pero qué decía aquella muchacha? ¿Con quién me habría confundido? Seguí mirándola como un perfecto idiota, totalmente enmudecido.

Mi silencio y la sorpresa que reflejaba mi rostro mudaron por fin su expresión, que en lugar de placer irradió cierta ansiedad.

—¿Qué haces en Áulide? —conseguí preguntarle. En aquel momento entró Patroclo y se quedó sorprendido al vernos.

—¿Tienes visita, Aquiles? Entonces me marcho —exclamó con ojos brillantes.

Crucé rápidamente el espacio que nos separaba y lo así del brazo.

—¡Dice ser Ifigenia, Patroclo! —le susurré—. ¡Debe de ser la hija de Agamenón! ¡Y, según ella, cree que he enviado a buscarla a Micenas y que la he pedido en matrimonio a su madre!

Su expresión divertida desapareció.

—¡Por los dioses! ¿Será un complot para desacreditarte o poner a prueba tu lealtad?

—No lo sé.

—¿Se la devolvemos a su madre?

Consideré la cuestión más tranquilizado.

—No. Es evidente que se ha escapado para verme y que nadie sabe que se encuentra aquí. Lo mejor que puedo hacer es retenerla mientras tú te acercas a Agamenón para enterarte de lo que se propone. Actúa con la mayor rapidez posible.

El joven desapareció.

—Siéntate, señora —le ofrecí al tiempo que yo ocupaba también una silla—. ¿Quieres un poco de agua? ¿Un pastel?

Al instante se había instalado en mis rodillas, se abrazaba a mi cuello y apoyaba su cabeza en mi hombro con un suave suspiro. Me disponía a depositarla en el suelo cuando reparé en sus alborotados rizos y mudé de idea. Era una criatura y estaba enamorada de mí. Me consideraba inmensamente mayor, lo que constituía una sensación nueva para mí. Hacía medio año que no veía a Deidamía y aquella muchacha despertaba sentimientos muy diversos en mí. Mi perezosa y autosuficiente esposa tenía siete años más que yo y era quien había realizado todo el cortejo. Para un muchacho de trece años que acababa de despertar a las funciones sexuales de su cuerpo había sido maravilloso, pero en aquellos momentos me preguntaba qué sentiría hacia Deidamía cuando regresara de Troya convertido en un hombre curtido en las batallas. Era muy agradable abrazar a Ifigenia y aspirar no un perfume sino el dulce y natural olor de la juventud.

Sonriente y contenta, levantó la cabeza para mirarme y luego apoyó la espalda en mi hombro. Sentí que sus labios acariciaban mi garganta y su pecho contra el mío, que ardió como un atizador de fuego. ¡Que Patroclo no se demorase! Entonces ella murmuró palabas que no distinguí. Le pasé la mano por la densa y flameante cabellera y eché hacia atrás su cabeza para poder contemplar su rostro encantador.

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