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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórico, #Bélico

La canción de Troya (18 page)

BOOK: La canción de Troya
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—Entonces, sugiero que tú, Ulises, vayas con Néstor y Áyax a Yolco y le pidas al rey Peleo los servicios de Aquiles y de los mirmidones —dije, decidido a que alguien más compartiera mis sufrimientos.

Capítulo Nueve
(Narrado por Aquiles)

Y
a me encontraba cerca de él, pues percibía su pestilencia y su furia. Así con firmeza la lanza y me deslicé en pos del animal entre la espesura. Percibía su jadeante respiración y el sonido de la tierra que desprendía con sus pezuñas. De pronto lo vi; era tan grande como un ternero y apoyaba su enorme masa sobre patas cortas y potentes, su negra piel estaba erizada y su hocico tenso mostraba los colmillos afilados y amarillos. Sus ojos eran los de alguien condenado al Tártaro: ya veía a las fantasmagóricas Furias y estaba invadido por la terrible cólera de una bestia inconsciente. Era un viejo y brutal asesino.

Grité estentóreamente para darle a conocer mi presencia. Al principio el animal no se movió, luego alzó lentamente su enorme cabeza para mirarme. Arañó el suelo con las patas levantando nubes de polvo e inclinó el hocico desprendiendo terrones del suelo con los colmillos mientras hacía acopio de fuerzas para el ataque. Salí al descubierto y me planté ante él en actitud de desafío armado de Viejo Pelión. Encontrarse ante un hombre que se le enfrentaba audazmente era nuevo para él. Por un momento pareció inseguro, luego prorrumpió en un trote pesado que agitó la tierra y se transformó en galope precipitado. Resultaba sorprendente que un ser tan enorme pudiera correr tanto.

Calculé el ímpetu de su carga y permanecí inmóvil. Sostenía mi lanza con ambas manos, la punta ligeramente hacia arriba. Mi enemigo se aproximaba por momentos. A impulsos de su enorme masa corpórea podría haber atravesado el tronco de un árbol. Cuando advertí el rojo resplandor de sus ojos me agaché y acto seguido me adelanté y le hundí mi arma en el pecho. La bestia se me echó encima y ambos caímos rodando bañados en su cálido chorro vital. Pero por fin logré asentar los pies y arrastré hacia arriba su cabeza para liberarme de su peso, aferradas las manos al mango de la lanza y resbalando en su sangre. Y así halló la muerte, asombrado al encontrarse con alguien más poderoso que él. Arranqué de su pecho a Viejo Pelión, le corté los colmillos -eran un trofeo singular para adornar un casco de guerra- y lo dejé allí tendido para que se corrompiese.

En las proximidades encontré una pequeña ensenada, con un sendero retorcido en su parte posterior por el que descendí a un arroyo que desembocaba en el mar. Desdeñé la brillante invitación del arroyuelo y avancé ligero por la arena hacia la orilla donde rompían las olas. Una vez allí me limpié los pies y las piernas de la sangre del jabalí, así como mis ropas de caza y a Viejo Pelión, y luego salí vadeando de las aguas para extenderlo todo en la arena a fin de que se secase. A continuación nadé pausadamente y por fin me reuní con mis pertenencias expuestas al sol.

Debí de dormirme algún tiempo. O quizá fui en aquel momento víctima del hechizo. Aunque trato de recordarlo, lo ignoro, sólo sé que perdí el conocimiento. Cuando lo recobré, el sol se deslizaba tras las copas de los árboles y el ambiente era algo fresco. Llegaba el momento de irse, Patroclo estaría inquieto.

Me levanté para recoger mis cosas y aquel acto fue el último consciente que realicé. ¿Cómo explicar lo inexplicable? Entonces sufrí el hechizo, un período durante el cual me vi ausente de la realidad y sin aislarme de cierta clase de mundo sin embargo. Un fétido olor que asocié con la muerte invadió mis sentidos y la playa se encogió hasta alcanzar una dimensión diminuta mientras un santuario que se encontraba en el promontorio superior crecía súbitamente hasta alcanzar tal inmensidad que imaginé que se volcaría y se desplomaría sobre mí. Aquel mundo era una serie de contradicciones, pues por una parte crecía enormemente y, por otra, disminuía.

Un humor salino fluía de mi boca mientras caía de rodillas, abrumado de terror, consumido por una sensación de aislamiento, de llanto y de privación; pese a mi juventud y mi fortaleza me veía impotente para apartar el terror mortal que sentía. Comenzó a temblarme la mano izquierda, a contorsionarse el mismo lado del rostro y la espalda se me quedó rígida y arqueada. Sin embargo, me seguí aferrando a mi estado consciente, decidido a impedir que aquella espantosa manifestación espasmódica siguiera adelante. No tengo idea de cuánto tiempo me dominó el hechizo, salvo que cuando recuperé mis fuerzas advertí que el sol había desaparecido y que el cielo estaba sonrosado. El ambiente era tranquilo y resonaban los cantos de los pájaros.

Me levanté tembloroso como quien se halla en estado febril y con un espantoso sabor en la boca. No me detuve a recoger mis cosas ni pensé en Viejo Pelión. Lo único que deseaba era regresar al campamento, morir en brazos de Patroclo.

Allí se encontraba y, al oírme llegar, corrió a mi encuentro horrorizado y me tendió en un lecho de cálidas pieles, junto al fuego. Tras beber un poco de vino comencé a sentir que la vida corriente se infiltraba en mis huesos, se disiparon los restos de mi pánico y confusión y me incorporé percibiendo con infinito reconocimiento los latidos de mi corazón.

—¿Qué ha sucedido? —se interesó Patroclo.

—Un hechizo —gemí—. Ha sido un hechizo.

—¿Te ha herido el jabalí? ¿Has sufrido alguna caída?

—No, he matado fácilmente a la bestia. Después he bajado al mar a lavarme su sangre. Entonces se ha producido el hechizo.

—¿Qué hechizo, Aquiles? —dijo con ojos desorbitados poniéndose en cuclillas.

—Como si me sobreviniera la muerte. He olido la muerte, he sentido su sabor en mi boca. La ensenada ha encogido, el santuario se ha vuelto gigantesco, el mundo se ha retorcido y ha vuelto a componerse como algo proteico. ¡He creído morir, Patroclo! ¡Nunca me había sentido tan solo! Y me he sentido aquejado de la parálisis de la ancianidad y del temor de los cobardes, aunque no soy ninguna de ambas cosas. ¿Qué debe de haberme sucedido? ¿Qué era aquel hechizo? ¿Habré pecado contra algún dios? ¿Habré ofendido al dios de los cielos o al de los mares?

Su expresión era preocupada e inquieta. Más tarde me confesó que realmente parecía que hubiera dado el beso de bienvenida a la muerte porque no tenía color, temblaba como un arbolillo a impulsos del viento y estaba desnudo y cubierto de arañazos y cortes.

—Descansa, Aquiles, yo te protegeré del frío. Tal vez no haya sido un hechizo, quizá se tratara de un sueño.

—En todo caso de una pesadilla.

—Come un poco y toma más vino. Unos campesinos han traído cuatro pellejos de su mejor cosecha en agradecimiento por la muerte del jabalí.

—Si no llego a encontrarte, hubiera enloquecido, Patroclo. No podía soportar la idea de morir solo —le dije tocándole el brazo.

Me cogió las manos y las besó.

—Me considero mucho más amigo tuyo que primo, Aquiles. Siempre estaré contigo.

Me invadió el sueño, una amable sensación carente de temores. Sonreí y le revolví los cabellos.

—Tú para mí y yo para ti. Así ha sido siempre —le dije.

—Y siempre lo será —respondió.

Por la mañana me sentía perfectamente. Patroclo se había despertado antes que yo y había encendido el fuego. Un conejo, que se convertiría en nuestro desayuno, se asaba al fuego. Y también había pan, obsequio de las campesinas reconocidas por la muerte del jabalí.

—Ya estás como siempre —dijo Patroclo sonriente mientras me tendía conejo asado sobre un pedazo de pan.

—Lo estoy —respondí cogiendo la comida.

—¿Lo recuerdas tan vividamente como anoche?

Aquello me provocó un estremecimiento, pero la comida disipó el temor de mis recuerdos.

—Sí y no. Era un hechizo, Patroclo. Habló algún dios, pero no comprendí el mensaje.

—El tiempo resolverá el misterio —dijo mientras iba de un lado para otro realizando las pequeñas tareas que asumía para contribuir a mi comodidad.

Por mucho que me esforzara nunca logré hacerle cambiar aquella costumbre servil.

Era cinco años mayor que yo. El rey Licomedes de Esciro lo había adoptado como heredero cuando Menecio, su padre, falleció de enfermedad en Esciro, de ello hacía ya mucho tiempo. Éramos primos indirectos, ya que Menecio era bastardo de mi abuelo Eaco, pero sentíamos entrañablemente los lazos de sangre, pues ambos éramos hijos únicos, varones y sin hermanas. Licomedes lo tenía en gran consideración, nada sorprendente puesto que Patroclo era un tipo muy singular, un auténtico buen hombre.

Una vez desayunados y recogido el campamento me vestí un faldellín y sandalias y me proveí de una daga de bronce y de otra lanza.

—Aguárdame, Patroclo, no tardaré en regresar. Mis ropas y el trofeo quedaron en la playa, así como Viejo Pelión.

—Deja que te acompañe —se ofreció inmediatamente con aire preocupado.

—No. Este asunto incumbe al dios y a mí.

Bajó la mirada y asintió.

—Como gustes, Aquiles.

En esa ocasión encontré más fácilmente el camino y llegué al lugar con tanta rapidez como un león. La ensenada parecía muy inocente mientras yo recorría el serpenteante sendero para recoger mis ropas, los colmillos y a Viejo Pelión. No, no era el lugar el origen del hechizo. En aquel momento dirigí la mirada por el alto acantilado, descubrí el santuario y se aceleraron los latidos de mi corazón. Mi madre oficiaba como sacerdotisa de Nereo en algún lugar de la isla. ¿Serían aquéllos sus dominios? ¿Habría ido yo a parar a su reducto por error, habría profanado algún misterio de la Antigua Religión y había sido castigado por ello?

Regresé lentamente a la cumbre y me aproximé al santuario recordando cuan inmenso y ominoso se había vuelto cuando fui víctima del hechizo. ¡Oh, sí, aquéllos eran dominios de mi madre! ¿Y no me había prevenido el rey Licomedes de que nunca me internara por aquellos lugares donde ella, desafiándolo, había fijado su residencia?

Mi madre me aguardaba entre las sombras, junto al altar. De pronto descubrí que necesitaba valerme de Viejo Pelión como si fuera un bastón, que mis piernas se habían debilitado y apenas podía mantenerme erguido. ¡Era mi madre! ¡La madre que nunca había conocido!

¡Y cuan menuda era! Apenas me llegaba a la cintura. Tenía los cabellos de un blanco azulado, los ojos grises oscuros y su piel era tan traslúcida que se le podían distinguir las venas.

—Tú eres mi hijo, al que Peleo negó la inmortalidad.

—Lo soy.

—¿Te ha enviado en mi busca?

—No, he venido por casualidad —dije apoyándome débilmente en mi lanza.

¿Qué debe de sentir un hombre cuando se encuentra por vez primera con su madre? Edipo había experimentado deseo por su madre y, aunque lo había criado, la había tomado como reina y esposa. Pero, al parecer, yo no sentía lo mismo que Edipo porque no experimentaba ningún amago de lujuria, ningún asomo de admiración por su belleza ni por su aparente juventud. Tal vez mis sentimientos se resumieran más bien en una sensación de sorpresa, de incomodidad, como de rechazo. Aquella extraña mujercilla había asesinado a mis seis hermanos y había traicionado a mi padre, al que yo amaba.

—¡Me odias! —exclamó indignada.

—No se trata de odio, es desagrado.

—¿Qué nombre te dio Peleo?

—Aquiles.

Me miró la boca y asintió despectiva.

—Muy apropiado. Hasta los peces tienen labios, pero tú careces de ellos. Y esa carencia convierte tu rostro de cierta belleza en algo inacabado. Como una bolsa con una ranura.

Tenía razón y la odié por ello.

—¿Qué haces en Esciro? ¿Está Peleo contigo?

—No. Vengo solo cada año durante seis lunas. Soy yerno del rey Licomedes.

—¿Ya estás casado? —preguntó reticente.

—Desde los trece años. Ahora tengo casi veinte y un hijo de seis.

—¡Vaya fiasco! ¿Y tu esposa es también una criatura?

—Se llama Deidamía y es mayor que yo.

—Bien, muy adecuado para Licomedes y también para Peleo. Te han embaucado y de modo insensible.

Guardé silencio sin saber qué responderle. Tampoco ella parecía saber qué decir. El silencio se prolongó de manera interminable. Yo, bien aleccionado por mi padre y Quirón para tratar con deferencia a mis mayores, no lo interrumpí porque no podía hacerlo cortésmente. Tal vez ella fuese una diosa, aunque mi padre lo negaba cada vez que se dejaba dominar por el vino.

—Deberías haber sido inmortal —me dijo por fin. Aquello provocó mi risa.

—No deseo la inmortalidad. Soy guerrero y disfruto con las acciones de los hombres. Rindo homenaje a los dioses, mas nunca he anhelado ser uno de ellos.

—Entonces no has imaginado lo que supone la mortalidad.

—¿Qué puede suponer salvo que debo morir?

—Exactamente —repuso ella con dulzura—. Debes morir, Aquiles. ¿Y no te horroriza la idea de la muerte? Dices ser un hombre, un guerrero, pero los guerreros mueren pronto, antes que los hombres de paz. Me encogí de hombros.

—Sea como fuere, mi destino es morir. Prefiero una existencia corta pero gloriosa a una vida más larga pero ignominiosa…

Por un instante sus ojos se tornaron azules y se nublaron y su rostro expresó una tristeza que no la creía capaz de experimentar. Una lágrima se deslizó por su traslúcida mejilla pero la enjugó con impaciencia y de nuevo se convirtió en una criatura implacable.

—Es demasiado tarde para discutir esta cuestión, hijo mío. Debes morir. Pero puedo ofrecerte una elección porque veo el futuro y conozco tu destino. En breve se presentarán unos hombres a pedirte que te incorpores a una gran guerra. Mas si accedes a sus deseos, morirás en ella. De no ser así, llegarás a hacerte muy viejo y serás muy dichoso. Joven y glorioso o viejo y en la ignominia. A ti compete la elección.

—¿Qué clase de elección es ésa? —repuse riendo—. ¡Me decido por una existencia breve pero gloriosa!

—¿Por qué no piensas primero un poco en la muerte? —me preguntó.

Sus palabras se infiltraron en mí cargadas de veneno. La miré a los ojos y los vi girar y desaparecer, su rostro se volvió informe y el cielo que nos cubría se fundió y flotó bajo sus piececitos. Al verla crecer hasta que su cabeza se sumergió en las nubes comprendí que yo volvía a ser víctima del hechizo y quién lo había conjurado. De las comisuras de mi boca surgió salmuera, un hedor a corrupción inundó mi olfato y el terror y la soledad me impulsaron a arrodillarme ante ella. La mano izquierda comenzó a agitárseme y la misma parte de mi rostro a moverse nerviosamente. Pero en aquella ocasión llevó más adelante el conjuro y perdí el conocimiento.

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