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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórico, #Bélico

La canción de Troya (17 page)

BOOK: La canción de Troya
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No imaginaba cuántos años tendría el rey de Pilos. Cuando yo era un muchacho él ya era un anciano de cabellos blancos. De sabiduría legendaria, a la sazón captaba las situaciones con igual agudeza que en aquellos tiempos; no se advertían huellas de senilidad en sus ojos azules vivos y brillantes ni temblores en sus dedos cuajados de anillos.

—¿A qué viene todo esto, Agamenón? —inquirió—. Tu hermano se vuelve cada vez más tonto, no mejora. Sólo ha sabido explicarme una historia descabellada acerca de que Helena ha sido raptada… ¡Aja! ¡Primera noticia de que esa joven ha de verse obligada para hacer algo semejante! ¡Y no me digas que te dejas engañar por consentir los caprichos de tu hermano! —resopló—. ¿Guerrear por una mujer? ¿Es eso cierto, Agamenón?

—Lucharemos por el estaño, el cobre, la expansión comercial, el libre paso por el Helesponto y el establecimiento de colonias griegas por toda la costa egea del Asia Menor, señor. La fuga de Helena con las arcas del tesoro de mi hermano será el pretexto perfecto, eso es todo.

—¡Hum! —frunció los labios—. Me alegra oírte decir eso. ¿Cuántos hombres confías reunir?

—Los indicios presentes apuntan a unos ochenta mil soldados, con suficientes auxiliares no combatientes que totalizan más de cien mil. La primavera próxima botaremos mil naves.

—Una campaña enorme. Confío en que la planees bien.

—Naturalmente —repuse muy ufano—. Sin embargo, será una empresa breve… con tantísimos hombres invadiremos Troya en pocos días.

Me miró sorprendido.

—¿Lo crees así? ¿Estás seguro, Agamenón? ¿Has estado alguna vez en Troya?

—No.

—Debes de haber oído comentarios sobre los muros de la ciudad.

—¡Sí, claro, desde luego que sí! Sin embargo, señor, no existen muros en el mundo capaces de mantener a cien mil hombres a raya.

—Tal vez… Pero te aconsejo que aguardes hasta que tus navios anclen en Troya, cuando podrás juzgar mejor la situación. Me han dicho que aquella ciudad no es como Atenas, con una ciudadela amurallada y un simple muro que llega hasta el mar. Troya está completamente rodeada por bastiones. Creo que podrás resultar vencedor en tu campaña, pero también pienso que será muy prolongada.

—Preciso es reconocer que diferimos, señor —repuse con firmeza.

—Sea como fuere, aunque ni yo ni mis hijos pronunciamos el juramento, puedes contar con nosotros —repuso con un suspiro—. Si no destruimos el poder de Troya y de los estados de Asia Menor, nosotros, y Grecia, desapareceremos, Agamenón.

Examinó sus anillos e inquirió:

—¿Dónde está Ulises?

—He enviado un mensajero a Ítaca.

—¡Uf! —chasqueó la lengua—. Ulises no se prestará a esto.

—¡Es su deber! ¡También él prestó juramento!

—¿Y qué significan los juramentos precisamente para Ulises? No se trata de que ninguno de nosotros podamos acusarlo de sacrilegio… ¡pero fue él quien ideó el proyecto! Probablemente lo hizo de mala gana y a regañadientes. En el fondo es un hombre pacífico y tengo la impresión de que se ha instalado en una especie de rutina de dicha doméstica. Según tengo entendido, ha perdido por completo su antiguo entusiasmo por la intriga. Los matrimonios felices suelen causar esos efectos en algunos hombres. No, Agamenón, no querrá ir. Pero debes contar con él.

—Lo comprendo, señor.

—Entonces, ve tú mismo a buscarlo —dijo Néstor—. Y llévate a Palamedes contigo. —Rió entre dientes—. Un ladrón cazará a otro ladrón.

—¿Debo llevarme también a Menelao? Le brillaron los ojos.

—Sin duda. Eso evitará que oiga demasiadas historias sobre asuntos económicos y muy pocas sobre sexo.

Viajamos por tierra hasta un pueblecito de la costa occidental de la isla de Pélops, donde embarcamos para cruzar el ventoso estrecho que la separa de Ítaca. Cuando varamos, observé la isla con gravedad: era pequeña, rocosa y algo yerma, un reino poco adecuado para la mente más privilegiada del mundo. Tomé el camino de herradura que conducía a la única ciudad lanzando maldiciones porque Ulises no había previsto al menos dotar de algún medio de transporte a la única playa en condiciones de la isla. Sin embargo, al llegar a la ciudad encontramos algunos asnos pulgosos. Seguí mi camino hasta el palacio, muy aliviado ante la ausencia de mis cortesanos que, por consiguiente, no verían a su supremo soberano a lomos de un pollino.

Aunque pequeño, el palacio me pareció sorprendente. Su aspecto era lujoso, con altas columnas y excelentes pinturas que sugerían un interior suntuoso. Me constaba que la esposa de Ulises había sido dotada con extensas tierras, cofres de oro y joyas equivalentes a un rescate real y cuánto había protestado ícaro, su padre, al entregarla a un hombre incapaz de ganar una carrera pedestre sin valerse de engaños.

Suponía que Ulises nos aguardaría en el pórtico para saludarnos, pues ya debía de haber noticias de nuestra llegada desde la ciudad. Pero cuando nos apeamos aliviados de nuestras indignas cabalgaduras encontramos el lugar desierto y silencioso. Ni siquiera apareció un criado. Me introduje en la mansión decorada, ¡vive Zeus!, con magníficos frescos, sintiéndome más asombrado que ofendido al descubrir que el palacio estaba totalmente desierto. Ni siquiera distinguimos los aullidos de Argos, el maldito perro que acompañaba a Ulises a todas partes.

Una doble puerta de magnífico bronce nos indicó dónde se encontraba la sala del trono. Menelao la abrió y permanecimos atónitos en el umbral admirando la calidad artística, el perfecto equilibrio de los colores y la presencia de una mujer que sollozaba en cuclillas ante el estrado donde se hallaba el trono. Se cubría la cabeza con su manto, pero cuando la levantó distinguimos inmediatamente de quién se trataba porque llevaba el rostro tatuado con una telaraña azulada y una araña roja en la mejilla izquierda: era la insignia de una mujer dedicada a Palas Atenea en su versión de Maestra Tejedora, labor a la que se entregaba Penélope.

La mujer se levantó bruscamente y se arrodilló en seguida a besar el borde de mi faldón.

—¡No te esperábamos, señor! ¡Lamento saludarte con tal recibimiento… oh señor!

Y a continuación prorrumpió en llanto.

Yo miraba con sensación de ridículo a aquella histérica abrazada a mis piernas. Entonces capté la mirada de Palamedes y no pude contener una sonrisa. ¿Cómo esperar algo corriente cuando se trataba de Ulises y de los suyos?

Palamedes se inclinó sobre ella para susurrarme al oído:

—¿Me permites que trate de indagar por ahí, señor?

Asentí y a continuación la ayudé a levantarse.

—¡Vamos, prima, tranquilízate! ¿Qué sucede?

—¡El rey, señor! ¡El rey se ha vuelto loco! ¡Loco de remate! ¡Ni siquiera me reconoce! En estos momentos se encuentra en el huerto sagrado farfullando como un poseso.

Palamedes llegó a tiempo de oír sus últimas palabras.

—Tenemos que verlo, Penélope —dije.

—Sí, señor —repuso entre hipos. Y abrió la marcha.

Salimos por la parte posterior de palacio a una zona que dominaba las tierras de labranza extendidas en todas direcciones. El centro de Ítaca era más fértil que sus extremos. Cuando nos disponíamos a descender los peldaños apareció de improviso una anciana que sostenía a un bebé.

—El príncipe llora, señora; se retrasa su hora de comer.

Penélope lo cogió al instante y lo estrechó contra su pecho.

—¿Es el hijo de Ulises? —le pregunté.

—Sí, se llama Telémaco.

Acaricié su gordezuela mejilla con un dedo y seguí adelante, el destino de su padre no se hallaba en su mejor momento. Atravesamos un olivar tan antiguo que sus torturados troncos eran más gruesos que toros y nos encontramos en una zona vallada que contenía más tierra desnuda que árboles frutales. En aquel momento vimos a Ulises. Menelao murmuró unas palabras confusas, pero yo había enmudecido y estaba boquiabierto. El hombre surcaba la tierra con la yunta más extraña que jamás se había visto uncida a un arado: un buey y una mula. Ambos empujaban y arrastraban en direcciones opuestas y el arado tiraba y avanzaba lateralmente formando surcos tan retorcidos como Sísifo. Ulises llevaba una gorra de fieltro de campesino sobre sus cabellos pelirrojos y echaba algo con cierto descuido sobre su hombro izquierdo.

—¿Qué hace? —inquirió Menelao.

—Siembra sal —repuso Penélope con frialdad.

Ulises araba y sembraba sal farfullando para sí palabras ininteligibles con risa demencial. Aunque debía habernos visto, no demostraba reconocernos; sus ojos brillaban con el inconfundible resplandor de la locura. El hombre que necesitábamos más que a nadie no se encontraba a nuestro alcance. No pude seguir resistiendo aquella visión.

—Vamos, dejémoslo —dije.

El arado se encontraba entonces cerca de nosotros, la yunta cada vez más irritada, más difícil de dominar. Palamedes entró en acción sin previo aviso mientras Menelao y yo seguíamos paralizados. Arrebató a la criatura de los brazos de Penélope y la dejó casi bajo los cascos del buey. Penélope trató de recoger al pequeño con un grito desgarrador, pero Palamedes la contuvo. De pronto la yunta se detuvo. Ulises corrió ante el buey y recogió a su hijo del suelo.

—¿Qué sucede? —preguntó Menelao—. ¿Es que en realidad está cuerdo?

—Todo lo cuerdo que puede estar un hombre —repuso sonriente Palamedes.

—¿Fingía locura? —insistí.

—Desde luego, señor. ¿Cómo si no hubiera podido evitar cumplir con el juramento?

—Pero ¿cómo lo has sabido? —le preguntó Menelao, sorprendido.

—Encontré a un sirviente hablador junto a la sala del trono y me dijo que Ulises recibió ayer un oráculo doméstico. Al parecer, le vaticina que si marcha a Troya deberá permanecer alejado de Ítaca durante veinte años —me comunicó Palamedes, que disfrutaba con su pequeño triunfo.

Ulises le entregó el niño a Penélope, que en aquellos momentos lloraba sinceramente. Todos sabíamos que Ulises era un gran actor, pero Penélope también sabía actuar. Eran una pareja perfecta. Ulises la rodeó con su brazo y fijó sus ojos grises en Palamedes con una expresión desagradable. Palamedes había despertado el odio de quien podía aguardar toda una vida la oportunidad perfecta para vengarse.

—He sido descubierto —confesó Ulises, en absoluto pesaroso—. Supongo que necesitas mis servicios, ¿es así, señor?

—Así es. ¿Por qué te mostrabas tan reacio, Ulises?

—La guerra contra Troya será larga y cruenta, señor. No deseo intervenir en ella.

¡Alguien más insistía en que sería una larga campaña! ¿Cómo podría Troya resistir el ataque de cien mil hombres, por muy altas que fueran sus murallas?

Regresé a Micenas acompañado de Ulises tras ponerle plenamente al corriente de los hechos. Era inútil tratar de decirle que Helena había sido raptada. Como de costumbre, resultó un caudal de consejos y de información. Ni siquiera se volvió una vez para ver desaparecer Ítaca en el horizonte; ni siquiera por un momento advertí que echara de menos a su esposa, ni ella a él. Ambos, Ulises y Penélope, la del rostro entramado, sabían dominarse y atesorar sus secretos.

Cuando llegamos al palacio del León descubrí que había llegado mi primo Idomeneo de Creta, deseoso de unirse a cualquier expedición que se formase contra Troya, a cambio de una recompensa desde luego. Me pidió compartir el mando y se lo concedí de buen grado. Aunque detentara tal cargo tendría que inclinarse ante mí. Había estado muy enamorado de Helena y tomó muy a mal su traición; también a él tuve que confesarle la verdad.

La lista estaba casi completa, los administrativos se entregaron a sus respectivas tareas y a memorizar, y todos los carpinteros de ribera de Grecia se dedicaron por entero a su trabajo. Por fortuna, los griegos construían las mejores naves y poseían extensos bosques de pinos y abetos altos y rectos que derribar, la brea que necesitábamos de su resina, suficientes esclavos que entregaban sus cabellos para mezclarlos con ella y el ganado preciso para la piel de las velas. No precisaríamos encargar embarcaciones en otros lugares y denunciar así nuestros planes. El resultado era incluso mejor de lo que yo había previsto: me habían prometido mil doscientas naves y más de cien mil hombres.

En cuanto la flota estuvo en construcción convoqué al consejo interior a una sesión. Néstor, Idomeneo, Palamedes y Ulises se reunieron conmigo y lo revisamos todo concienzudamente. Después de lo cual le encargué a Calcante que efectuase un augurio.

—Buena idea -aprobó Néstor, a quien le agradaba someterse a los dioses.

—¿Qué dice Apolo, sacerdote? —le pregunté a Calcante—. ¿Será victoriosa nuestra expedición?

—Únicamente si contáis con Aquiles, séptimo hijo del rey Peleo —repuso sin vacilar.

—¡Oh, Aquiles, Aquiles! —mascullé—. ¡No dejo de oír ese nombre por doquier!

—Es un hombre importante, Agamenón —repuso Ulises con un encogimiento de hombros.

—¡Bah! ¡Ni siquiera tiene veinte años!

—Aun así —intervino Palamedes—. Creo que deberíamos saber más cosas de él.

Se volvió hacia Calcante y le ordenó:

—Cuando te vayas dile a Áyax, hijo de Telamón, que se reúna con nosotros.

A Calcante no le gustaba recibir órdenes de los griegos, pero el bisojo albino obedeció. ¿Sería consciente de que yo lo hacía vigilar noche y día por prudencia?

Áyax apareció poco después de que Calcante se hubiera marchado.

—Habíame de Aquiles —le dije.

Aquella simple petición desencadenó una sarta de calificativos superlativos que me resultaron difíciles de resistir. El caso es que no nos dijo nada que desconociéramos. Agradecí al hijo de Telamón sus palabras y lo despedí. ¡Vaya palurdo!

—¿Y bien? —les pregunté entonces a mis compañeros.

—Sin duda no importa lo que pensemos, Agamenón —repuso Ulises—. El sacerdote dice que debemos contar con Aquiles.

—Que no acudirá en respuesta a una invitación —dijo Néstor.

—¡No era necesario que me lo dijeras! —repliqué.

—Conten tu genio, señor —dijo el anciano—. Peleo no es joven ni pronunció el juramento. Nada lo obliga a ayudarnos ni ha ofrecido su colaboración. ¡Sin embargo, piensa, Agamenón, piensa! ¿Qué podríamos hacer si nuestro ejército contara con los mirmidones?

Tras acentuar aquella mágica palabra se produjo un prolongado silencio que él mismo interrumpió.

—Yo mismo preferiría tener un mirmidón a mi espalda que medio centenar de otros soldados —dijo.

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