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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórico, #Bélico

La canción de Troya (45 page)

BOOK: La canción de Troya
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Le besé la mano mientras los asistentes prorrumpían en ensordecedoras aclamaciones. Pero yo no sonreía. Si Aquiles no se hallaba en el campo de batalla, ¿qué clase de victoria sería aquélla?

Transcurrieron los dos días con tanta rapidez como la sombra de una nube en la ladera de una montaña; en ese tiempo estuve constantemente ocupado en entrevistas con mis hombres e impartiendo órdenes a armeros, ingenieros, aurigas y oficiales de infantería entre otros muchos. Hasta que todo estuvo en marcha no pude pensar en el descanso, lo que significó que no vi a Andrómaca hasta la noche previa al día en que debíamos iniciar la batalla.

—Temo por nosotros —me dijo secamente cuando entré en nuestra habitación.

—¡Sabes que no deberías decir eso, Andrómaca!

Se enjugó las lágrimas con impaciencia.

—¿Seguro que será mañana?

—Al amanecer.

—¿No podías encontrar un poco de tiempo para mí?

—Ahora lo tengo.

—Dormirás y luego te marcharás.

Se asió con fuerza a mi blusa. Estaba muy agitada.

—Esto no me gusta, Héctor. Algo marcha muy mal.

—¿Mal? —Le levanté la barbilla—. ¿Qué tiene de malo enfrentarse por fin a los griegos?

—Todo. Precisamente, resulta demasiado adecuado.

Alzó la diestra con el puño apretado pero mostrando el meñique y el índice en el signo que protegía del diablo. Luego, con un estremecimiento, añadió:

—Casandra insiste en ello noche y día desde que el emisario de Polidamante se presentó con las noticias de la pelea.

—¡Casandra! —exclamé riendo—. ¡En nombre de Apolo, mujer! ¿Qué te aflige? ¡Mi hermana Casandra está loca! ¡Nadie escucha sus graznidos fatalistas!

—Acaso esté loca —repuso Andrómaca decidida a hacerse escuchar—. Pero ¿no has reparado nunca en cuán singularmente rigurosas son sus predicciones? Te digo que delira sin cesar acerca de que los griegos nos han tendido una trampa, insiste en que Ulises los ha inducido a ello, que simplemente nos hacen salir de la ciudad con engaños.

—Comienzas a irritarme —dije al tiempo que la agitaba ligeramente—. No he venido a hablar de los griegos ni de Casandra sino para estar contigo, con mi mujer.

Andrómaca, herida, se encogió de hombros y fijó en el lecho sus negros ojos. Apartó las sábanas y se despojó de su túnica mientras apagaba las lámparas. Observé su alta figura, tan firme y magnífica como en nuestra noche de bodas. La maternidad no había dejado sus huellas en ella y su piel cálida brillaba con la postrera luz del día. Me dejé caer en el lecho, le tendí los brazos y por unos momentos olvidamos el mañana. Después de lo cual me adormilé y me dispuse a conciliar el sueño, satisfecho y con la mente relajada. Pero en los últimos momentos de confusión, antes de que el velo de la inconsciencia cayera sobre mí, la oí llorar.

—¿Qué sucede ahora? —le pregunté apoyándome en un codo—. ¿Aún piensas en Casandra?

—No, ahora se trata de nuestro hijo. Ruego para que después de mañana aún disfrute de su padre vivo.

¿Cómo es posible que las mujeres actúen así? ¿Cómo es que siempre parecen capaces de saber lo que los hombres no desean ni necesitan escuchar?

—¡Deja de lloriquear y duérmete! —le dije.

Ella me acarició la frente comprendiendo que había llegado demasiado lejos.

—Bueno, tal vez he sido demasiado pesimista. Aquiles no estará en el campo, por lo que deberías hallarte a salvo.

Me levanté bruscamente y di un puñetazo en la almohada.

—¡Conten tu lengua, mujer! ¡No necesito que me recuerdes que el hombre al que deseo enfrentarme no estará presente!

Ella me miró boquiabierta.

—¿Te has vuelto loco, Héctor? ¿Significa más para ti ese enfrentamiento con Aquiles que Troya, que yo, que nuestro propio hijo?

—Algunas cosas sólo podemos comprenderlas los hombres. Astiánax lo entendería mejor.

—Astiánax es un niño. Desde el día en que nació le han llenado los ojos y los oídos con cuestiones bélicas. Ve entrenarse a los soldados, pasea junto a su padre en un magnífico carro de guerra al frente de un ejército que desfila… ¡Está alucinado por completo! Pero nunca ha visto un campo de batalla tras un auténtico combate, ¿no es cierto?

—¡Nuestro hijo no eludirá ninguna parte de la guerra! — Nuestro hijo tiene nueve años. Yo tampoco permitiré que se convierta en uno de esos guerreros insensibles y despiadados que Troya ha engendrado en tu generación.

—No tendrás voz ni voto en la educación futura de Astiánax. En el instante en que regrese victorioso de la batalla te lo quitaré y lo confiaré al cuidado de los hombres.

—¡Hazlo así y te mataré! —replicó ella.

—¡Inténtalo y serás tú quien muera! Por toda respuesta prorrumpió en amargas lágrimas. Yo estaba demasiado enojado para intentar cualquier clase de reconciliación. Pasé el resto de la noche escuchando su desesperado llanto sin que se me ablandara el corazón. La madre de mi hijo había dicho que prefería criarlo como a un cobarde en lugar de hacer de él un guerrero.

A la grisácea luz crepuscular que precede al alba me levanté y me detuve a contemplarla. Yacía de cara a la pared para no verme. Mi armadura estaba preparada. Olvidé a Andrómaca a medida que crecía mi entusiasmo. Di unas palmadas para que acudieran las esclavas, que me pusieron el equipo acolchado, ataron mis botas, colocaron las grebas sobre ellas y las abrocharon. Traté de controlar la intensa ansiedad que siempre me domina antes de entrar en combate mientras las mujeres seguían vistiéndome con el faldellín reforzado de cuero, la coraza, los protectores de los brazos y las piezas blandas para las muñecas y la frente. Me entregaron el casco, me colgaron el tahalí en el hombro izquierdo para sostener la espada en el costado diestro y por fin pendieron el gran escudo con cintura de avispa en mi hombro derecho por su cordón corredizo y lo instalaron en mi costado izquierdo. Una sirvienta me entregó la clava, otra me ayudó a asir el casco bajo el antebrazo diestro. Estaba preparado.

—Me voy, Andrómaca —dije implacable.

Pero ella permaneció inmóvil, con el rostro vuelto hacia la pared.

Los pasillos temblaban a nuestro paso, en los suelos de mármol resonaba el eco del estrépito del bronce y los clavos de las suelas. Distinguí el ruido de mi marcha difundiéndose ante mí como una ola. Los que no intervendrían en el combate salían a aclamarme a mi paso, los hombres se iban situando detrás de mí en cada puerta. Nuestras botas repiqueteaban en las losas y proyectaban chispazos bajo el impacto de los tacones con punteras de bronce; a lo lejos se oían tambores y cuernos. Ante nosotros se encontraba el gran patio; más allá, las puertas de la Ciudadela.

Helena aguardaba en el porche. Me detuve e hice señas a los demás para que marchasen sin mí.

—Buena suerte, cuñado —me dijo.

—¿Cómo puedes deseármela cuando voy a combatir contra tus compatriotas?

—Yo soy apatrida.

—La patria siempre es la patria.

—Nunca subestimes a un griego, Héctor. —Retrocedió ligeramente, al parecer sorprendida por sus palabras—. Te he dado el mejor consejo que merecías.

—Los griegos son como cualquier otra raza humana.

—¿Lo crees realmente?

Sus verdes ojos brillaban como gemas.

—No estoy de acuerdo —prosiguió—. Prefiero tener por enemigo a un troyano que a un griego.

—Es una lucha franca y abierta. Vamos a ganarla.

—Tal vez. ¿Pero no te has detenido a preguntarte por qué Agamenón iba a provocar tanto alboroto por una mujer cuando las tiene a cientos?

—Lo importante es que lo ha hecho. La razón es indiferente.

—Creo que la razón es el todo. Nunca subestimes a un griego astuto. Y, sobre todo, no menosprecies a Ulises.

—¡Bah! Es fruto de la imaginación.

—Eso quiere que pienses. Pero yo lo conozco mejor.

Dio media vuelta y entró en palacio. No se veía ni rastro de Paris. Bien. Habría estado observando, pero sin participar.

Setenta y cinco mil soldados de infantería y diez mil carros me aguardaban hilera tras hilera por las calles laterales y las plazuelas que se dirigían a la puerta Escea. En la misma plaza esperaba el primer destacamento de caballería, mis propios carros. Al verme aparecer me recibieron con estruendosos gritos y yo alcé mi clava para saludarlos. Monté en mi carro y me tomé el tiempo necesario para introducir cuidadosamente los pies en los estribos de mimbre que protegían de los bandazos que se producirían durante el trayecto, en especial cuando marchásemos al galope. Al hacerlo así paseé la mirada sobre aquellos miles de cascos con penachos de plumas moradas; el resplandor del bronce tenía matices rosados y sangrientos bajo el gran sol dorado y la puerta se levantaba majestuosa ante mí.

Restallaron los látigos. Los bueyes uncidos a la enorme roca que sostenía la puerta Escea bramaron angustiados mientras inclinaban sus testuces esforzándose en su tarea. La zanja había sido engrasada y aceitada, las bestias inclinaron sus cabezas hasta casi tocar el suelo. La puerta se abrió con gran lentitud crujiendo estridente mientras se deslizaba la piedra, vacilando a lo largo del fondo de la zanja. La misma puerta pareció empequeñecerse y la extensión de cielo y llanura que se distinguía entre las almenas se acrecentó. Luego el sonido producido por la apertura de la puerta Escea por vez primera desde hacía diez años se vio sofocado por los gritos de alegría que surgían de las gargantas de miles de troyanos.

Cuando las tropas iniciaban su avance hacia la plaza, las ruedas de mi carro comenzaron a rodar. Crucé la puerta y me encontré en la llanura seguido de mis carros. El viento azotó mi rostro, los pájaros volaban en la pálida bóveda del cielo, mis caballos erguían las orejas y extendían sus esbeltas patas al galope mientras mi auriga, Quebriones, enrollaba las riendas en su cintura y comenzaba a practicar los tirones y sacudidas con que solía dominar a los corceles. ¡Entrábamos en combate! ¡Aquélla era la auténtica libertad!

A media legua de la puerta Escea me detuve y di media vuelta para dirigir mis tropas. Formé una primera línea recta de carros al frente; la guardia real de diez mil infantes troyanos y un millar de carros de guerra constituían el centro de mi vanguardia. Todo se hacía con limpieza y rapidez, sin pánico ni confusión.

Cuando todo estuvo en orden me volví a contemplar el extraño muro que se levantaba al otro lado de la llanura desde un río a otro, y que nos separaba de la playa donde se encontraban los griegos. En los pasos elevados de cada extremo del muro destellaban millares de puntos de fuego mientras los invasores salían a borbotones a la llanura. Entregué mi lanza a Quebriones y me ajusté el casco en la cabeza echando hacia atrás el penacho de crines escarlata. Mi mirada se cruzó con la de Deífobo, que se encontraba a mi lado en la línea, y uno a uno designé sus funciones hasta donde alcanzaba el frente, de una legua de extensión. Mi primo Eneas se hallaba al frente del flanco izquierdo; el rey Sarpedón, a la diestra. Yo dirigía la vanguardia.

Los griegos se aproximaban por momentos, el sol destacaba cada vez más el brillo de sus armaduras; agucé la vista para distinguir quién se detendría ante mí, preguntándome si sería el mismo Agamenón, Áyax u otro de sus campeones. Mi corazón latía sin entusiasmo porque no se trataría de Aquiles. Entonces contemplé de nuevo nuestra línea y me sobresalté. ¡Paris se encontraba allí! Lucía su magnífico arco y aljaba al frente del destacamento de la guardia real que le había sido asignada en algún instante que se remontaba a las nieblas del tiempo. Me pregunté de qué artimañas se habría valido Helena para incitarlo a abandonar la seguridad de sus aposentos.

Capítulo Veinticuatro
(Narrado por Néstor)

E
levé una breve oración al Acumulador de Nubes. Aunque yo había combatido en más campañas que nadie, nunca me había enfrentado a un ejército como el troyano. Ni Grecia había formado jamás un ejército como el de Agamenón. Alcé los ojos a las altas y confusas cumbres del distante Ida y me pregunté si todos los dioses habrían abandonado el Olimpo para sentarse en ella y observar la batalla. Sin duda era algo muy digno de su interés: la guerra a una escala jamás imaginada por simples mortales… ni por los dioses, que sólo luchaban íntimas batallitas entre sus limitadas filas. Tampoco (aunque se hubieran reunido en el monte Ida para observarnos) serían aliados de nadie; era bien sabido que Apolo, Afrodita, Artemisa y su cuadrilla se inclinaban vivamente hacia Troya, mientras que Zeus, Poseidón, Hera y Palas Atenea simpatizaban más con Grecia. Nadie podía imaginar hacia quién tendería Ares, dios de la guerra, porque, aunque habían sido los griegos quienes habían difundido extensamente su culto, su amante secreta Afrodita estaba a favor de Troya. Como era lógico, su esposo Hefesto se inclinaba hacia los griegos. Muy oportuno para nosotros puesto que, entre sus actividades, se cuidaba de fundir los metales y así nuestros artificieros contaban con algún guía divino.

Si aquel día había alguien dichoso, ése era yo. Sólo una cosa empañaba mi placer: la presencia del muchacho que me acompañaba en mi carro, inquieto e irritado porque ansiaba disponer de su propio vehículo, más guerrero que auriga. Miré de reojo a mi hijo Antíloco. Era una criatura, el menor y más querido, fruto de mis años crepusculares. Cuando salí de Pilos él tendría doce años. Yo había respondido con firmes negativas a todos los mensajeros que me había enviado con el ruego de que le permitiera venir a Troya. Pero, a pesar de todo, el muy bribón había viajado de polizón en una expedición que me remitieron y se había presentado. A su llegada no había acudido a mí sino a Aquiles, y entre ambos consiguieron convencerme para que le permitiera quedarse. Era su primera batalla, pero yo hubiera preferido con todo mi corazón que aún se encontrara en la lejana y arenosa Pilos recopilando listas de tenderos.

Nos alineábamos frente a los troyanos, extendiéndonos en una legua de terreno. Advertí sin sorpresa que Ulises no se equivocaba. Nos superaban en mucho, incluso aunque hubiéramos contado con toda Tesalia. Escudriñé sus filas tratando de localizar a los hombres que los dirigían y en seguida distinguí a Héctor en el centro de su vanguardia. Mis tropas de Pilos formaban parte de nuestra primera línea, junto con las de los dos Áyax y dieciocho reyes menores. Agamenón, que nos capitaneaba, se enfrentaba a Héctor. Nuestro flanco izquierdo se hallaba bajo el mando de Idomeneo y Menelao; el diestro, a las órdenes de Ulises y Diomedes, aquellos inadecuados amantes. Uno tan ardiente, el otro tan frío. ¿Formarían juntos la perfección?

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