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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórico, #Bélico

La canción de Troya (16 page)

BOOK: La canción de Troya
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Traté de dominar mi ira.

—De modo que en Lacedemonia aún se someten a la Madre y a la Antigua Religión, ¿no es eso? ¡No tardaré en solucionarlo! Ya hace más de cinco meses… —me encogí de hombros—. Bien, ahora no vamos a hacerla regresar.

—¿Que no la haremos regresar?

Menelao se levantó bruscamente y se enfrentó conmigo.

—¿No la haremos regresar? ¡Eres el soberano supremo, Agamenón! ¡Debes obligarla a volver!

—¿Se llevó a los niños? —preguntó Clitemnestra.

—No —repuso él—. Sólo las arcas del tesoro.

—Lo que te demuestra cuáles son sus prioridades -gruñó mi mujer—. ¡Olvídala! ¡Estarás mejor sin ella, Menelao!

El hombre se arrodilló y de nuevo prorrumpió en sollozos.

—¡Deseo que regrese! ¡La quiero a mi lado, Agamenón! ¡Dame un ejército! ¡Dame un ejército y zarparé hacia Troya!

—¡Serénate, hermano! ¡Tranquilízate!

—¡Dame un ejército! —masculló.

—Menelao, éste es un asunto personal —repuse con un suspiro—. No puedo darte un ejército con el fin de llevar a una prostituta ante la justicia. Reconozco que los griegos tenemos excelentes razones para odiar a Troya y a los troyanos, pero ningún rey subdito mío consideraría suficiente razón ir a la guerra por la huida voluntaria de Helena.

—Lo único que pido es un ejército formado por tus tropas y las mías, Agamenón.

—Troya acabaría con ellos en un abrir y cerrar de ojos. Dicen que el ejército de Príamo cuenta con cincuenta mil soldados -traté de hacerlo razonar.

Clitemnestra me dio un codazo.

—¿Has olvidado el juramento, esposo? —inquirió—. Convoca un ejército basándote en el juramento del Caballo Descuartizado al que se comprometieron un centenar de reyes y príncipes.

Me disponía a responderle que las mujeres eran unas necias pero me contuve al instante. Fui hacia el salón del trono, que estaba próximo, me instalé en la silla del León y, apoyándome en sus brazos en forma de garras, me abstraje en mis pensamientos.

El día anterior había recibido a una delegación de monarcas de toda Grecia, quienes se lamentaban de que el continuo cierre del Helesponto los había conducido a una situación por la que ya no podían permitirse comprar cobre y estaño a los estados de Asia Menor. Nuestras reservas de metal, en especial de estaño, se habían quedado reducidas a la nada; las rejas de los arados se fabricaban con madera y los cuchillos, con hueso. Si las naciones griegas tenían que sobrevivir, no podía permitirse que prosiguiera la política troyana de intencionada exclusión del Ponto Euxino. Las tribus bárbaras se concentraban al norte y a occidente, dispuestas a precipitarse en tropel y a exterminarnos, tal como en otros tiempos habían acabado con los griegos primigenios. ¿Y dónde íbamos a encontrar el bronce necesario para enfrentarnos a ellos?

Los había escuchado y les había prometido encontrar una solución. Me constaba que no existía otra salida que la guerra, pero a sabiendas también de que la mayoría de monarcas que formaban aquella delegación eludirían las medidas más extremas. En aquellos momentos contaba con medios para ello. Clitemnestra me había mostrado cuáles eran. Yo estaba en la flor de la vida y había vivido experiencias bélicas en las que había demostrado mi valía. ¡Podía dirigir la invasión de Troya! Helena me serviría de pretexto. El astuto Ulises así lo había previsto hacía siete años cuando le aconsejó al difunto Tíndaro que exigiera un juramento a los pretendientes de la princesa.

Si deseaba que mi nombre se perpetuase tras mi muerte tenía que realizar grandes hazañas. ¿Y qué mayor proeza que invadir y conquistar Troya? El juramento me facilitaría unos cien mil soldados, suficientes para realizar aquella misión en diez días. Y, cuando Troya se hallara en ruinas, ¿qué me impediría dirigir mi atención a los estados costeros de Asia Menor, reducirlos a satélites de un imperio griego? Pensé en el bronce, el oro, la plata, el electrón, las joyas y las tierras que podían conseguirse. Que me pertenecerían si invocaba el juramento del Caballo Descuartizado. Sí, de mí dependía conquistar un imperio para mi pueblo.

Mi esposa y mi hermano me observaban desde la sala. Me erguí en el trono y los miré con severidad.

—Helena ha sido raptada —dije.

Menelao negó tristemente con la cabeza.

—¡Ojalá fuera así, Agamenón, pero no es cierto! ¡No precisó coacción alguna!

Contuve un fuerte impulso de sacudirle como cuando éramos niños. ¡Por la Madre, cuan necio era! ¿Cómo pudo nuestro padre Atreo engendrar a semejante bobo?

—¡No me importa lo que sucedió realmente! —repliqué—. Dirás que fue raptada, Menelao. La menor alusión a que su huida fue voluntaria lo echaría todo a perder. ¿No puedes comprenderlo? Si me obedeces y sigues mis instrucciones sin discutir, me encargaré de reunir un ejército apelando al juramento.

Superado su abatimiento, Menelao ardía de entusiasmo.

—¡Así será, Agamenón, así será!

Observé a Clitemnestra, que sonrió con amargura; ambos teníamos hermanos necios y ambos así lo comprendíamos.

Un sirviente merodeaba a cierta distancia, suficiente para no captar nuestra conversación. Di una palmada para atraerlo.

—¡Que Calcante acuda a mi presencia! —le ordené.

El sacerdote apareció al cabo de unos momentos y se postró ante mí. Observé su cabeza inclinada preguntándome una vez más qué lo habría traído realmente a Micenas. Era un troyano de la más alta nobleza que hasta hacía poco había sido gran sacerdote de Apolo en Troya. Acudió a Delfos en peregrinaje y la pitonisa le ordenó que sirviera a Apolo en Micenas. También se le había ordenado que no regresara a Troya, que no volviese a servir al Apolo troyano. Cuando se presentó ante mí encargué que comprobaran la veracidad de sus palabras y la pitonisa las confirmó claramente. Calcante debía ser mi sacerdote en el futuro porque el dios de la luz así lo deseaba. Ciertamente no me había dado ningún motivo como sospechoso de traición. Estaba dotado de clarividencia y recientemente me había comunicado que mi hermano acudiría a verme muy preocupado.

Su aspecto era desagradable porque se trataba de uno de esos seres singulares, un auténtico albino. Era calvo y de cutis blanco como el vientre de un pez marino. Tenía los ojos de un tono rosado oscuro y bisojos en un gran rostro que mostraba una permanente expresión de estupidez. Algo totalmente engañoso, pues Calcante no era en modo alguno un necio.

Cuando se erguía traté de penetrar en su mente pero no logré discernir nada en aquellos ojos turbios y de aspecto cegato.

—¿Cuándo dejaste exactamente de servir al rey Príamo, Calcante?

—Hace cinco meses, señor.

—¿Había regresado el príncipe Paris de Salamina?

—No, señor.

—Puedes irte.

Se irguió orgulloso, ofendido al verse despedido tan secamente; sin duda estaba acostumbrado a un trato más deferente en Troya. Pero allí adoraban a Apolo como dios todopoderoso, mientras que en Micenas era Zeus quien detentaba tal rango. ¡Cómo debía indignarlo a él, un troyano, verse obligado por Apolo a servir a quien no podía entregar su corazón!

Volví a dar una palmada.

—¡Que venga el heraldo principal!

Menelao suspiró para recordarme que seguía de pie delante de mí aunque ni por un instante había olvidado que Clitemnestra también aguardaba expectante.

—Anímate, hermano, la haremos regresar. El juramento del Caballo Descuartizado es inquebrantable. La primavera del año próximo tendrás tu ejército.

En aquel momento se presentó el heraldo.

—Enviarás mensajes a todos los reyes y príncipes de Grecia y de Creta que le pronunciaron el juramento del Caballo Descuartizado al rey Tíndaro hace siete años. El administrador general conserva los nombres en su mente. Tus mensajeros deberán repetir lo que voy a dictarte, que es lo siguiente: «Monarca… Príncipe… Señor…, lo que sea. Yo, tu soberano Agamenón, rey de reyes, te ordeno que acudas al punto a Micenas para tratar del juramento que hiciste al concertarse el compromiso de la reina Helena con el rey Menelao.» ¿Lo has comprendido?

El heraldo, orgulloso de su proverbial memoria, asintió.

—Sí, señor.

—Entonces, ¡adelante con ello!

Clitemnestra y yo nos liberamos de Menelao diciéndole que necesitaba un baño. Marchó satisfecho, ya que su hermano mayor, Agamenón, dominaba perfectamente la situación, por lo que podía relajarse.

—Gran soberano de Grecia es un título importante, pero soberano supremo del imperio griego lo es mucho más —dijo Clitemnestra.

—Eso creo, mujer —repuse sonriente.

—Me agrada la idea de que lo herede Orestes —murmuró pensativa.

Y aquello fue cuanto dijo. En el fondo de su indómito corazón mi reina era un caudillo, una mujer a quien indignaba tener que inclinarse ante la voluntad de alguien más fuerte que ella. Yo era muy consciente de sus ambiciones, de cuánto ansiaba ocupar mi lugar, restablecer la Antigua Religión, que utilizaba a los reyes tan sólo como símbolo viviente de su fertilidad y los enviaba al Hacha cuando la tierra gemía a causa del infortunio; el culto de la madre Kubaba nunca se alejaba de la superficie de la isla de Pélops. Nuestro hijo Orestes era muy joven y había llegado cuando yo ya desesperaba de tener un varón. Sus hermanas Electra y Crisótemis se hallaban ya en la pubertad cuando nació. La llegada del varón fue un golpe para Clitemnestra, que había confiado gobernar a través de Electra, aunque últimamente había transferido su afecto a Crisótemis. Electra adoraba a su padre más que a su madre. Sin embargo, mi esposa siempre contaba con recursos. Puesto que Orestes, un bebé saludable, parecía seguro sucesor mío, su madre confiaba en que yo moriría antes de que él fuese mayor de edad. Entonces ella gobernaría a través de él o de nuestra hija menor, Ifigenia.

Algunos conjurados llegaron a Micenas antes de que Menelao regresara de Pilos con el rey Néstor. Había mucha distancia de Micenas a Pilos y otros reinos estaban mucho más próximos. Palamedes, hijo de Nauplio, llegó rápidamente y me alegré al verlo. Sólo Ulises y Néstor lo superaban en sabiduría.

Hablaba con Palamedes en la sala del trono cuando se produjo un revuelo entre el grupito de reyes menores que se encontraba en el salón. Palamedes sofocó la risa.

—¡Por Heracles, qué coloso! Debe de ser Áyax, hijo de Telamón. ¿A qué habrá venido? Era un niño cuando se tomó el juramento y su padre no lo pronunció.

El joven se acercaba pausadamente hacia nosotros. Era el hombre más corpulento de toda Grecia: sobrepasaba la cabeza y los hombros a cuantos se encontraban en la sala. Como pertenecía a los jóvenes que observaban un régimen estrictamente atlético, desdeñaba el blusón usual en todas las épocas del año y, fuese cual fuese el tiempo que hiciera, iba descalzo y sin camisa. Yo no podía apartar los ojos de su potente pecho, cuyos abultados músculos no mostraban ni una gota de grasa. Cada vez que plantaba un enorme pie en las losas de mármol los muros parecían temblar.

—Dicen que su primo Aquiles es casi igual de corpulento —dijo Palamedes.

—Eso no tiene que preocuparnos -gruñí—. Los señores del norte nunca vienen a rendir homenaje a Micenas, Creen que Tesalia es bastante fuerte para ser independiente.

—Bien venido, hijo de Telamón —le dije—. ¿Qué te trae por aquí?

El joven me observó plácidamente con sus ojos grises de aire infantil.

—Vengo a ofrecer los servicios de Salamina en lugar de mi padre, que está enfermo, señor. Dijo que sería una buena experiencia para mí.

Me sentí muy complacido. Era una lástima que Peleo, el otro eácida, fuese tan arrogante. Telamón sabía cuáles eran sus deberes con su gran soberano, mientras que yo buscaba en vano a Peleo, Aquiles y los mirmidones.

—Te lo agradezco, hijo de Telamón.

Áyax marchó sonriente a reunirse con algunos amigos que le hacían señas animadamente. De pronto se detuvo y se volvió hacia mí.

—Lo había olvidado, señor. Mi hermano Teucro me acompaña. Él sí prestó juramento.

Palamedes se reía subrepticiamente.

—¿Vamos a abrir una escuela infantil, señor?

—Sí, lástima que Áyax sea tan palurdo. Pero las tropas de Salamina no son nada despreciables.

Al anochecer, durante la cena, tenía a Palamedes, Áyax, Teucro, el otro Áyax, procedente de Locres y al que solían llamar el Pequeño, a Menesteo gran rey de Ática, a Diomedes de Argos, a Eurípilo de Ormenión y otros muchos. Con gran sorpresa por mi parte se habían presentado algunos no comprometidos con el juramento. Les comuniqué que me proponía invadir la península troyana, tomar la ciudad de Troya y liberar el Helesponto. En consideración a mi hermano ausente, acaso me demoré en exceso sobre la perfidia de Paris, pero ninguno se dejó engañar por ello; conocían las verdaderas razones de aquella guerra.

—A todos nos claman los comerciantes para que abramos de nuevo el Helesponto. Tenemos que obtener más cobre y estaño. Los bárbaros caníbales del norte y de occidente ponen sus miras en nuestras tierras. Algunos reinamos sobre estados que se han poblado en exceso, con todas las implicaciones que ello supone: pobreza, problemas, disturbios y conspiraciones.

Los miré gravemente.

—Que nadie se sienta engañado, no emprendo la guerra simplemente por recuperar a Helena. Esta expedición contra Troya y los estados costeros de Asia Menor tiene más posibilidades que el mero hecho de acumular riquezas y facilitarnos cantidades ilimitadas de bronce barato. Esta expedición nos da la oportunidad de colonizar a nuestro excedente de ciudadanos en territorios ricos y poco populosos situados a escasa distancia. El mundo que rodea el Egeo ya se expresa en una u otra forma de griego, pero pensad en ese mismo mundo como absolutamente griego. Imaginadlo como el Imperio griego.

¡Ah, cuánto los entusiasmaron aquellas palabras! Hasta el último hombre se tragó con avidez el anzuelo; al final, ni siquiera me fue necesario invocar el juramento, y me alegré por ello. La avaricia era más tiránica que el temor. Por supuesto que Atenas siempre había estado completamente de acuerdo conmigo; nunca había dudado de que Menesteo me respaldaría. De modo que cuando él llegó, vino asimismo Idomeneo de Creta, el tercer gran soberano. Pero Peleo, el cuarto, no se presentó. Tuve que conformarme con algunos monarcas subditos de él.

Varios días después Menelao regresó con Néstor. Hice comparecer inmediatamente al anciano a mi presencia. Nos sentamos en mi gabinete privado con Palamedes, aunque despedí a Menelao, pues la prudencia exigía que siguiera creyendo que Helena era la única razón de aquella guerra. Por fortuna aún no se había pensado en las inevitables consecuencias de su liberación, lo que era muy conveniente. En cuanto se encontrara de nuevo en nuestro poder, Helena tendría que despedirse de su cabeza.

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