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Authors: David Lodge

Tags: #Humor, Relato

Intercambio (7 page)

Como tal vez parezca obvio, Morris Zapp no sentía demasiada estima por sus compañeros de fatigas en los viñedos de la literatura. Le parecían criaturas vagas, volubles, irresponsables, que se revolcaban en el relativismo como los hipopótamos en el lodo, asomando apenas sus narices al aire libre del sentido común. Toleraban sin dificultades la existencia de opiniones opuestas a las que defendían e incluso —¿cómo podían ser capaces de hacer tal cosa?— a veces modificaban las suyas. Sus patéticos intentos de profundizar eran vagos y, en general, se expresaban por medio de preguntas. Siempre empezaban sus trabajos con fórmulas por el estilo de: «Es mi intención plantear algunos interrogantes acerca de esto, o de lo otro.» Esta actitud enfurecía a Morris Zapp. Cualquier papanatas, sostenía, podía hacerse preguntas; eran las
respuestas
lo que separaba a los maestros de los aprendices. Si uno no podía contestar a sus propias preguntas, era porque no había trabajado lo suficiente en ellas, o porque no eran verdaderas preguntas. En cualquier caso, lo que debía hacer era callarse. Por aquel entonces, uno no podía dedicarse al estudio de la literatura inglesa sin encontrarse a diestro y siniestro con preguntas sin contestar que un hatajo de tontos había ido dejando caer a lo largo de su carrera; era como tratar de tapar una gotera en un ático lleno de muebles y objetos rotos y llenos de polvo. Sus comentarios pondrían fin a eso, por lo menos en lo que se refería a Jane Austen.

Pero el trabajo progresaba lentamente; aún no había llegado a la mitad de
Juicio y sentimiento
, la primera novela en orden cronológico, y ya era evidente que cada comentario llenaría varios volúmenes. Aparte de algunos artículos ocasionales, Zapp no había publicado nada desde hacía varios años. Algunas veces se ponía a trabajar en algún problema para acabar por recordar, después de unas horas de exprimirse el cacumen, que lo había resuelto satisfactoriamente años antes. Durante ese mismo período —no estaba muy seguro de que esto fuera la causa o una consecuencia de su inactividad— había comenzado a sentir molestias físicas. Solía padecer indigestiones después de copiosas comidas en restaurantes, necesitaba tomarse un somnífero antes de irse a la cama, estaba echando barriga y cada vez le era más difícil conseguir varios orgasmos durante una sesión amatoria… Por lo menos, esto era lo que afirmaba, en tono quejumbroso, cuando se tomaba una cerveza con sus amigos. La verdad era que por aquel entonces ya no estaba seguro de poder conseguir ni siquiera un orgasmo, y Désirée no tenía tantos motivos para estar quejosa como el incidente con la canguro el pasado verano le hacía suponer. Los riñones de Zapp ya no eran lo que habían sido, una amarga verdad que trataba de ocultarse a sí mismo y que, desde luego, nunca le había confesado a nadie. Tampoco reconocía públicamente que le resultaba difícil despertar la atención de sus discípulos a medida que el clima del campus se hacía cada vez más hostil a los valores universitarios tradicionales. Su estilo de enseñar se proponía escandalizar a los estudiantes educados de un modo convencional y hacerles abandonar su actitud de empalagoso respeto hacia la literatura en favor de otra más fría e intelectualmente más rigurosa. Pero de poco le servía con estudiantes que despreciaban abiertamente tanto aquella asignatura como su capacidad para enseñarla. Sus acerados comentarios se hundían sin causar el menor efecto en la acolchada capa protectora de aquella nueva y amigable incapacidad para expresarse de un modo coherente, que se había puesto tan de moda que hasta sus más brillantes estudiantes de doctorado, que en el fondo eran unos profesionales despiadados, parecían sentirse obligados a dejarse llevar por la corriente y murmuraban en los seminarios: «Bueno, su obra es como la de James, ah, bueno, el tío
quiere
ser moderno, quiero decir que tiene un poco de simbolismo y de la muerte de Dios y todo eso, pero parece como si aún quisiera que le comprendieran, como si pensara que todo eso aún
significa
algo, ¡joder!, ¿me capta?» Jane Austen no era, ciertamente, una escritora que pudiera ganarse los corazones de la nueva generación. Algunas veces Morris tenía pesadillas, que le hacían despertarse sudoroso y angustiado, en las que veía a los estudiantes manifestarse por el campus con pancartas que decían: KNIGHTLY
[10]
ES UN MAMÓN o FANNY PRICE
[11]
ES UNA SOPLONA. Quizá estaba quedando algo anticuado; tal vez, después de todo, le conviniera un cambio de aires.

Así racionalizaba Morris la decisión que le había obligado a tomar el ultimátum de Désirée. Pero, en el avión, sentado junto a la embarazada Mary Makepeace, no se le ocultaba que ninguna de estas razones resultaba convincente. Si necesitaba un cambio, estaba razonablemente seguro de que no era el que pudiera proporcionarle Inglaterra. No sentía afecto ni respeto por los británicos. Los que había tratado —profesores expatriados y catedráticos visitantes— se comportaban como si fueran maricas, pero luego resultaba que no lo eran, lo cual le dejaba desconcertado. En las reuniones sociales, se zampaban tus canapés y se chupaban tu ginebra como si acabaran de salir de la cárcel, y peroraban todo el rato, en voz alta y chillona, sobre las diferencias de los sistemas universitarios británico y estadounidense, dando claramente a entender que consideraban este último un enorme embrollo, que no dejaba de resultar divertido a veces, pero del cual, personalmente, pensaban alejarse en cuanto les fuera posible. Sus publicaciones, insípidas y propias de aficionados, demostraban escasa erudición y adolecían de pobreza de argumentación; además, contenían tantas inexactitudes, fechas erróneas, citas equivocadas y atribuciones falsas, que parecía milagroso que hubieran sabido poner su nombre correctamente en la portada. No obstante, tenían la desfachatez de tratar a los estudiosos estadounidenses, incluyéndole a él, con burlona condescendencia en sus zarrapastrosas revistas.

Algo le decía que no le iba a gustar Inglaterra: estaría solo y tremendamente aburrido, sobre todo porque había hecho un voto —simple y provisional— de no serle infiel a Désirée, sólo para fastidiarla, y, además, era el peor sitio imaginable para dedicarse a sus estudios. En cuanto se hundiera en el tremendo e insondable embrollo de la idiosincrasia inglesa, su mente sería incapaz de mantener con toda claridad y brillantez los arquetipos míticos, las pautas de lenguaje figurado a las que tan a menudo recurría y las argumentaciones psicológicas. Corría el peligro de que Jane Austen llegara a convertirse para él en una escritora realista, como les había pasado a muchísimos de sus lectores, lo cual había tenido consecuencias bien evidentes en lo que se había escrito acerca de ella.

A juicio de Morris Zapp, la génesis de todos los errores críticos se debía a una ingenua confusión de la literatura con la vida. La vida era transparente, la literatura, opaca. La vida era un sistema abierto, la literatura, un sistema cerrado. La vida se compone de cosas, la literatura, de palabras. La vida era lo que parecía ser: si uno tenía miedo de que se estrellara el avión, era porque tenía miedo de la muerte; si uno quería llevarse a una chica a la cama, era porque tenía ganas de follar. La literatura nunca trataba de lo que parecía tratar, aunque en el caso de la novela se necesitaban mucha habilidad y comprensión para ver más allá de los códigos de la ilusión realista, y eso era precisamente lo que había inducido a Zapp a dedicarse profesionalmente a este género literario (hasta el crítico más obtuso comprendía que el tema central de
Hamlet
no era cómo se las arreglaría el protagonista para matar a su tío, ni el de
El poema del viejo marinero
, de Coleridge, la crueldad hacia los animales, pero resultaba sorprendente cuánta gente estaba convencida de que el tema central de las novelas de Jane Austen era encontrar al hombre ideal). La incapacidad de los críticos para mantener en categorías separadas la literatura y la vida los había condenado a toda clase de herejías y de tonterías; por ejemplo, a que unos libros les «gustaran» y otros no, a que prefirieran unos autores a otros y a toda suerte de extravagancias por el estilo, las cuales, como no se cansaba de repetirles a sus alumnos, no tenían el menor interés para nadie, exceptuando a los propios críticos (algunas veces escandalizaba a sus alumnos diciéndoles que, hablando personalmente, a este nivel bajo y subjetivo, encontraba a Jane Austen odiosa y más pesada que el plomo). Sentía, en especial, una apremiante necesidad de atacar las ingenuas teorías del realismo porque amenazaban su obra maestra: evidentemente, si se aplica un sistema abierto (la vida) a uno cerrado (la literatura), las posibles interrelaciones no tienen fin y el comentario definitivo resulta imposible. Todo lo que sabía de Inglaterra le advertía de que allí la herejía brotaba con virulencia peculiar, estimulada sin duda por los muchos recuerdos concretos de la existencia histórica, real, de grandes autores que se encuentran por todas partes del país: registros parroquiales, casas con placas, camas en las que habían dormido, despachos reconstruidos, lápidas sepulcrales, y otras solemnes idioteces. Bien, pues una cosa que no haría mientras estuviese en Inglaterra sería visitar la tumba de Jane Austen. Debe de haber pronunciado su nombre en voz alta, porque Mary Makepeace le pregunta si Jane Austen era su bisabuela. Le contesta que le parece poco probable.

Entre tanto, Philip Swallow siente crecer su curiosidad a medida que el viaje se aproxima a su fin. Boon ha estado hablándole durante horas sin darle apenas la oportunidad de meter baza en la conversación. Le ha dicho todo lo que puede decirse sobre la situación política en Euforia en general y sobre la del campus de la Eufórica en particular. Las facciones, las manifestaciones, las confrontaciones; el gobernador Duck, el rector Binde, el alcalde Holmes, el sheriff O’Keene; el Tercer Mundo, los hippies, los Panteras Negras, los profesores liberales; la marihuana, los estudios negros, la libertad sexual, la ecología, la libertad de expresión, la violencia de la policía, los guetos, la escasez de viviendas asequibles, el transporte escolar, el Vietnam; las huelgas, los incendios, las marchas, las sentadas, las asambleas, las reuniones para follar en grupo, los happenings… Hace rato que Philip ha renunciado a seguir los detalles del discurso de Boon, pero, al parecer, todo queda resumido en las chapas que lleva el joven:

LEGALIZACIÓN DE LA MARIHUANA

NORMAN O. BROWN
[12]
PARA PRESIDENTE

SALVAD LA BAHÍA: NO ENSUCIÉIS EL AGUA NI HAGÁIS LA GUERRA

QUEMAD LOS AVISOS DE INCORPORACIÓN A FILAS

HAY UN FALLO EN LA REALIDAD: EL SERVICIO NORMAL SE RESTABLECERÁ RÁPIDAMENTE

LA FELICIDAD ES (SIMPLEMENTE, ES)

MANTENGAMOS A DIOS FUERA DE LOS ESTADOS UNIDOS

BOICOT AL CHAMPÁN

¡QUEREMOS QUE KROOP SE QUEDE!

FOLLAR EN GRUPO DA LA SALVACIÓN

BOICOT A LAS TRUFAS

¡A TOMAR POR EL CULO DUCK!

A su pesar, algunos de los eslóganes divierten a Philip. Obviamente, la chapa es un nuevo género literario, algo a medio camino entre el epigrama clásico y la poesía lírica imaginista. No pasará mucho tiempo antes de que algún licenciado escriba una tesis doctoral sobre el tema. Quizá la esté escribiendo Charles Boon.

—¿Cuál es su tema de investigación, Boon? —pregunta, interrumpiendo con firmeza una complicada disquisición sobre un grupo perseguido llamado los Noventa y Nueve de Euforia.

—¿Eh? —pregunta Boon, un tanto desconcertado.

—¿Qué prepara, el doctorado o un master?

—Bueno…, es un master, sí. Es un tema fácil. Cosa de niños.

—¿De qué trata?

—Bueno…, eh…, no lo he decidido todavía. Si quieres que te sea franco, Phil, no tengo mucho tiempo para trabajar… Para dedicarme a las tareas universitarias, quiero decir.

Durante la conversación, Boon ha empezado a tutear a Swallow e incluso a dirigirse a él utilizando el diminutivo Phil, que siempre ha detestado. A Swallow no le hace ninguna gracia tanta familiaridad, pero no ve la manera de evitarla, a pesar de que, por su parte, ha declinado la invitación de tutear a Boon.

—¿A qué se dedica, aparte de estudiar? —pregunta Swallow con ironía.

—Pues verás, tengo un programa de radio…

—¿El Programa de Charles Boon? —pregunta Swallow, riéndose regocijado.

—¡Sí! ¿Ya lo sabías?

Boon no se ríe. Sigue siendo el incorregible Boon, un mentiroso descarado que vive en un mundo de fantasías.

—No —dice Swallow—. Explíquemelo.

—Oh, no es más que un programa abierto al público que empieza a última hora de la noche. La gente me llama por teléfono, me habla de cualquier cosa que se le pase por la cabeza y me hace preguntas. Algunas veces tengo un invitado. ¡Oye, tienes que venir una noche!

—¿Me pagarán?

—Pues no, lo siento. Pero te regalarán una cinta con la grabación del programa y una foto en color de los dos ante el micrófono.

—Bueno…

Philip se siente desconcertado por la seguridad que muestra su interlocutor. ¿Es posible que sea verdad? ¿Se trata quizá de una emisora de la universidad?

—¿Con qué frecuencia hace ese programa?

—Todas las noches, es decir, todas las madrugadas, durante el año pasado. Desde la medianoche hasta las dos.

—¡Todas las noches! No me sorprende que sus estudios se resientan.

—Si quieres que te diga la verdad, Phil, no me preocupan mucho mis estudios. Me conviene estar matriculado en la Eufórica, porque eso me permite permanecer en el país. Pero no necesito más títulos. He decidido ya que mi futuro está en los medios de comunicación.

—¿El Programa de Charles Boon?

—Eso no es más que el principio. Últimamente he tenido tratos con una cadena de televisión para realizar un programa sobre arte experimental. De hecho, viajo a su costa. Me enviaron a Europa, a dar un vistazo a diversos programas. Además, colaboro en
Tiempos Eufóricos

—¿Qué es eso?

—Un periódico contracultural. Escribo una columna semanal, y ahora quieren que me haga cargo de la dirección.

—¿De la dirección?

—Pero estoy pensando en lanzar un periódico rival en lugar de aceptar.

Philip observa escrutadoramente a Boon, cuyo ojo izquierdo mira de pronto de soslayo. Philip se tranquiliza: después de todo, Boon le ha soltado una sarta de mentiras. No hay programa de radio, no hay programa de televisión, no hay viaje pagado, no hay columna en un periódico. Es todo fantasía, como el cargo de ayudante de investigaciones en Rummidge y la carrera en el cuerpo diplomático. Boon ha cambiado, ciertamente, y no sólo de aspecto e indumentaria: su manera de comportarse es más relajada y parece más seguro de sí mismo, su pronunciación ha perdido algo del acento barriobajero londinense, y ahora se asemeja un poco a la de David Frost
[13]
. A Philip nunca le ha caído bien Frost, pero ahora se da cuenta de que, aunque sea a regañadientes, debe respetarlo mucho, a causa de haber aceptado, aunque sólo fuera por un momento, la repugnante idea de que Boon hubiera emprendido con éxito una carrera semejante a la suya. A pesar del tiempo que hacía que se conocían, gracias a su habilidad para mentir de un modo verosímil, le había engañado una vez más. Fue aquella mirada de soslayo lo que traicionó al joven. Bueno, será una buena historia para su primera carta a casa.
«En el avión me he encontrado nada menos que con el incorregible Charles Boon. Supongo que te acuerdas de él, es aquel Parollest
[14]
del departamento de inglés que se graduó hace un par de años. Va vestido a la última "moda", y lleva el pelo hasta los hombros, pero sigue tan cuentista como siempre. Me ha tratado con aire protector, claro. Pero en el fondo es tan inocente, que uno no puede molestarse.»
Los pensamientos de Swallow y el monólogo continuo de Boon son interrumpidos por un aviso del comandante del avión: aterrizarán aproximadamente dentro de veinte minutos y espera que hayan tenido un buen viaje. En la parte delantera de la cabina se ilumina un panel que indica que los pasajeros deben ponerse los cinturones de seguridad.

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