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Authors: David Lodge

Tags: #Humor, Relato

Intercambio (11 page)

BOOK: Intercambio
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—¡Si no lo hubiera visto con mis propios ojos, no lo creería! —dijo al tiempo que soltaba un profundo suspiro—. Es usted un hombre afortunado, señor Zapp.

—¡Pero si sólo lo he alquilado! —protestó Morris, confuso—. Cualquiera puede alquilar una cosa así. No cuesta más que unos dólares cada semana.

—Es muy fácil decir eso, señor Zapp, cuando se es un hombre de su posición.

—Bueno, cuando quiera ver algún programa, déjese caer por aquí.

—Es usted muy amable, señor Zapp, muy atento. Le tomo la palabra.

Se la tomó, efectivamente. Por desgracia, los gustos del doctor O'Shea oscilaban entre las comedias y los seriales lacrimógenos, ante los cuales reaccionaba con una credulidad infantil, retorciéndose en su asiento y saltando de él, dando puñetazos en el brazo del sillón y vigorosos codazos en las costillas de Morris, emitiendo un chorro de comentarios personales sobre la acción: «¡Muy bien! ¡Agárralo muchacho…! No esperabas esto, ¿eh? ¿Qué es eso, qué es eso? ¡Granuja! ¡Ah, esto está mejor…, mucho mejor…! ¡NO, NO HAGAS ESO! ¡NO LO HAGAS! ¡Virgen santa, esto me va a matar…!» Y así continuamente. Por fortuna, el doctor O'Shea, por lo general, se caía dormido a medio programa, agotado por la intensidad de su identificación con lo que ocurría en la pequeña pantalla y por el rigor de las labores del día, y Morris quitaba el sonido y se ponía a leer un libro. La presencia de O'Shea no podía decirse que fuera precisamente una compañía.

Para gran mortificación de Philip Swallow, su gran atractivo social en la Eufórica resultó ser su relación con Charles Boon. Sin darse cuenta, le mencionó a Wily Smith que se conocían, y en pocas horas, al parecer, la noticia se había esparcido por todos los rincones del campus. Se presentó en su despacho infinidad de gente deseosa de conocerle en busca de alguna anécdota sobre la vida anterior de Charles Boon, y, antes del anochecer, la esposa del director, la señora Hogan, telefoneó para pedir la ayuda de Philip con el fin de convencer a Boon de que asistiera a su fiesta. Costaba creerlo, pero el Programa de Charles Boon hacía furor en la Eufórica. Philip lo escuchó en cuanto pudo y después, llevado por un impulso sadomasoquista, siempre que podía.

La fórmula básica del programa —una línea abierta a la cual los oyentes podían llamar para discutir sobre temas diversos con el presentador o entre sí— resultaba familiar. Pero el Programa de Charles Boon era diferente de otros similares en varios aspectos. Para empezar, lo transmitía la cadena no comercial QXYZ, que se sostenía con las aportaciones de los oyentes y de algunas instituciones; no sufría, por lo tanto, presiones políticas ni comerciales. Mientras la mayoría de los locutores de ese tipo de programas americanos eran meros intermediarios acomodaticios, escurridizos y que no querían casarse con nadie, por lo que oían con atención todas las opiniones sobre un tema, cualesquiera que fueran, siempre pacientes, incansablemente corteses y, a fin de cuentas, sin la menor convicción, Charles Boon defendía sus ideas de una manera violenta e irreductible. En los temas en que los otros procuraban dar la imagen de un padre o de un tío bondadoso y tolerante, él adoptaba la de un hijo rebelde y provocativo. Tomaba una actitud radical y extrema en todas las cuestiones: drogas, sexualidad, raza, Vietnam, la que fuera; discutía con fervor —a veces groseramente— con quienes estaban en desacuerdo con él, y en ocasiones abusaba de su control de la línea para cortarles la palabra a mitad de una frase. Se decía que conservaba los números de teléfono de las chicas cuya voz le gustaba a fin de llamarlas después del programa y quedar para salir. Algunas veces empezaba un programa citando palabras de Wittgenstein o de Camus o leyendo un poema compuesto por él, y utilizaba este preámbulo como punto de partida para un diálogo con sus oyentes. Gente de todas clases escuchaba la QXYZ a medianoche: estudiantes, profesores, hippies, personas que se habían escapado de su casa, insomnes, drogadictos y Ángeles del infierno. Las amas de casa que esperaban el regreso de un esposo trasnochador llamaban al Programa de Charles Boon para explicar sus problemas conyugales; los camioneros que escuchaban el programa desde sus cabinas, incapaces de dominar su enojo contra Boon o contra Camus, se apartaban de la carretera para participar con unas palabras incoherentes en el programa desde una cabina telefónica. El Programa de Charles Boon se había convertido en un mito, y Philip fue puesto al corriente por todo el mundo de las escenas culminantes de programas anteriores tan a menudo, que acabó por creer que los había escuchado al ser emitidos: cuando Boon habló, por ejemplo, con una parturienta aterrorizada al empezar a sentir los primeros dolores, o cuando discutió con un pastor protestante homosexual que quería suicidarse, y lo convenció de que no lo hiciera, o cuando solicitó —y consiguió— reflexiones poscoitales sobre la Revolución Sexual desde dormitorios de toda la bahía. No había, naturalmente, anuncios en el programa, pero, sólo para fastidiar a las emisoras rivales, Boon daba algunas veces su opinión, ni solicitada ni pagada, sobre un restaurante, una película o una tienda donde vendían camisas rebajadas que le habían gustado. A Philip le pareció evidente que bajo aquel barniz de cultura, excentricidad e interés humano latía un corazón cuyo único propósito era abrirse camino en el mundo del espectáculo, pero no era menos evidente que a sus oyentes aquel programa les resultaba irresistible, porque lo encontraban nuevo, audaz y sincero.

—¿No viene el señor Boon con usted? —fue lo primero que le preguntó la señora Hogan cuando se presentó, el día de la fiesta, en su casa, una suntuosa mansión del más puro estilo ranchero. Sus ojos inspeccionaron a Philip de pies a cabeza, como si sospechara que pudiera llevar a Boon oculto. Philip le aseguró que le había transmitido la invitación y entonces apareció Hogan, que estrujó los dedos de Swallow al estrecharle la mano con su zarpa callosa.

—Hola, señor Swallow, encantado de verle.

Introdujo a Philip en la espaciosa sala, donde ya se habían reunido unas cuarenta personas, y le sirvió un gintonic realmente generoso.

—Vamos a ver, ¿a quién le gustaría conocer? Creo que tenemos aquí a todo el departamento de lengua y literatura inglesas.

Philip recordó sólo un nombre y dijo:

—Todavía no conozco al señor Kroop.

Las mejillas de Hogan se pusieron ligeramente verdes.

—¿Kroop?

—He leído tanto su nombre en esas chapas que lleva todo el mundo… —dijo Philip en tono festivo para disimular lo que obviamente había sido un paso en falso.

—¿Sí? Oh, sí … ¡Ja, ja, ja! No creo que vea usted a Karl en muchas fiestas… ¡Howard!

La enorme zarpa de Hogan se posó sobre el hombro de un joven pálido que pasaba a su lado sorbiendo un vaso de whisky. Se tambaleó ligeramente, pero consiguió evitar que se le derramara la bebida. Philip fue presentado a Howard Ringbaum.

—Le estaba diciendo al señor Swallow que no se ve a menudo a Karl Kroop en las reuniones sociales del profesorado.

—Me han dicho —respondió Ringbaum— que Karl ha modificado su curso sobre «¿La muerte del libro?». Ha suprimido los interrogantes.

Hogan soltó una carcajada y dio un manotazo en el hombro de Ringbaum antes de separarse de sus interlocutores. Ringbaum se tambaleó a causa del golpe, pero consiguió mantener el equilibrio y no se le vertió la bebida.

—¿En qué trabaja usted? —preguntó a Philip.

—Bueno, de momento sólo preparo mi trabajo en el departamento.

Ringbaum cabeceó, impaciente.

—¿Cuál es su especialidad?

—La suya es la poesía pastoril neoclásica, ¿verdad? —respondió Philip, saliéndose por la tangente.

Ringbaum pareció complacido.

—Exacto. ¿Cómo lo sabe? ¿Ha leído mi artículo en
College English
?

—No, lo vi en el
Boletín del Curso
.

Ringbaum se puso serio.

—No debe creer todo lo que pone allí.

—Oh, no, claro.. ¿Qué piensa usted de este tipo, Kroop?

—Pienso lo menos posible en él. También yo aspiro a que me renueven el contrato este año, pero si no lo consigo, nadie va a pasearse por ahí con una chapa en la solapa que diga ¡QUEREMOS QUE RINGBAUM SE QUEDE!

—Parece que eso de las renovaciones de contrato crea mucha tensión.

—¿No ocurre lo mismo en Inglaterra?

—¡Oh, no! Hay un período de prueba, claro, pero no es más que una formalidad. En la práctica, cuando le nombran a uno, ya no hay manera de librarse de él, a menos que seduzca a una de sus alumnas u organice un escándalo por el estilo —dijo Philip riéndose.

—Aquí puedes follar con tantas estudiantes como quieras —respondió Ringbaum, muy serio—. Pero si tus publicaciones no son satisfactorias…

Se pasó significativamente un dedo por el cuello.

—¡Hola, Howard!

Un joven con camisa de seda negra y pañuelo rojo anudado al cuello se aproximó al interlocutor de Philip. Llevaba a remolque a una deliciosa rubia que vestía una especie de pijama de color rosa.

—Oye, Howard, alguien acaba de decirme que tenemos en esta reunión un tipo inglés que le pidió a Hogan que le presentara a Karl Kroop. Me gustaría haber visto la cara del viejo.

—Pregúntaselo a él —contestó Ringbaum señalando a Swallow con un gesto de la cabeza.

Philip se sonrojó y se rió, azorado.

—¡Oh, Dios mío! ¿Es usted, por casualidad, el tipo inglés?

—Sí, metiste la pata otra vez, querido —dijo la rubia del pijama.

—Perdóneme —dijo el joven—. Me llamo Sy Gootblatt. Ésta es Bella. Por su ropa tal vez piense que acaba de salir de la cama, y no se equivocará mucho.

—No le haga caso, señor Swallow —dijo Bella—. ¿Le gusta Euforia?

De las dos preguntas que le hacía cada persona con quien hablaba en la fiesta, ésta era la que prefería. La otra era: «¿En qué trabaja?»

—¿En qué trabaja, señor Swallow? —le preguntó Luke Hogan cuando volvieron a encontrarse cara a cara.

—Luke —terció la señora Hogan, salvando a Philip de tener que inventar otra respuesta—, creo que por fin ha llegado Charles Boon.

Se produjo una gran agitación en el vestíbulo y todas las caras se volvieron hacia allí. En efecto, había llegado Boon, provocativamente vestido con una camiseta y tejanos, escoltando a una bella y arrogante Pantera Negra que tenía que aparecer más tarde, aquella noche, en su programa. Se sentaron en un rincón de la habitación bebiendo Bloody Marys, y recibieron el homenaje de un grupo de profesores acompañados de sus esposas; todos, hombres y mujeres, parecían encantados. La Pantera se limitó a mirar fríamente los lujosos muebles que había a su alrededor, como si calculara lo bien que arderían, pero Boon compensó con creces el silencio de la mujer. Philip, que había esperado ser el centro de la atención en la fiesta, se encontró, olvidado de todos, en el borde de aquella pequeña corte. Disgustado, atravesó la sala y salió a la terraza. Una mujer solitaria, apoyada en la balaustrada, miraba, pensativa, hacia la bahía donde tenía lugar una espectacular puesta de sol; el globo anaranjado parecía estar suspendido sobre los cables de puente de Plata. Philip se situó a unos cuantos metros de la mujer y dijo:

—Un crepúsculo delicioso.

La mujer se volvió, le miró severamente y volvió a su contemplación.

—Sí —dijo por fin.

Philip sorbió nerviosamente su bebida. La presencia silenciosa de aquella mujer le hacía sentirse incómodo y le echaba a perder el goce del espectáculo. Decidió volver a la sala.

—Si va usted dentro… —dijo la mujer.

—¿Sí?

—¿Querría volver a llenarme el vaso?

—Con mucho gusto —dijo Philip cogiendo el vaso—. ¿Le pongo más hielo?

—Más hielo con más vodka. Nada de tónica. Y busque la botella de Smirnoff que hay debajo del mostrador. No haga caso del garrafón de matarratas que tienen encima.

Philip encontró la botella oculta y llenó el vaso, pero subestimó el espacio que ocuparía el hielo, que, como tenía poca práctica en la preparación de copas, agregó después, de modo que quedó lleno hasta el borde. Boon continuaba hablando en el fondo de la habitación sobre sus planes de! hacer un programa de arte en televisión.

—Algo completamente diferente… Arte en acción… Dejen una cámara frente a un escultor en pleno trabajo durante, un mes o dos, más tarde pasen el filme a cincuenta mil fotogramas por segundo y verán cómo la escultura va tomando cuerpo… Pongan un objeto ante dos pintores, déjenles que cada cual vaya a lo suyo, usen dos cámaras y una pantalla dividida… Contraste… Subasta de los cuadros al final del programa.

Philip se preparó otro gintonic y salió a la terraza con los dos vasos.

—Muchas gracias —dijo la mujer—. ¿Sigue ese gilipollas diciendo sandeces?

—Sí, continúa dándose pisto.

—¿Usted no le admira?

—No, decididamente, no.

—Celebrémoslo —dijo la mujer, y ambos levantaron sus vasos y se los llevaron a los labios—. ¡Diablos! —exclamó entonces la mujer—. ¿Siempre pone tan poco hielo y llena los vasos hasta el borde?

—No hice más que seguir sus instrucciones.

—Al pie de la letra… Creo que no nos han presentado. ¿O sí? ¿Está usted de visita?

—Sí, soy Philip Swallow… He intercambiado mi puesto con el catedrático Zapp.

—¿Dijo usted Zapp?

—¿Le conoce usted?

—Muy bien. Es mi esposo.

A Swallow se le atragantó su bebida.

—¿Es usted la señora Zapp?

—¿Tan sorprendente lo encuentra? ¿Cree que parezco demasiado vieja? ¿O demasiado joven?

—¡Oh, no! —dijo Philip.

—¿Oh, no qué?

Los pequeños ojos verdes de la mujer brillaban burlones. Era una pelirroja atractiva, pero no exactamente guapa, y no iba demasiado bien arreglada. Philip le calculó unos treinta y cinco años.

—Me sorprendió, nada más —contestó Philip—. Di por supuesto que habría ido usted a Rummidge con su marido.

—¿Ha venido su esposa con usted?

—No.

La señora Zapp hizo un gesto que daba a entender con toda claridad que ello demostraba que la suposición de Philip carecía de una base sólida.

—Me habría gustado traerla —dijo Swallow—. Pero mi venida se acordó de una manera muy precipitada. Tenemos niños y había problemas de escuela… Además, la casa…

Swallow se oyó hablar a sí mismo de este modo durante lo que le parecieron varias horas, como si se defendiera de una acusación formal ante un tribunal. Se sentía cada vez más ridículo, pero el silencio y la mirada burlona de la señora Zapp parecían tener la virtud de hacerle seguir hablando, y, cuanto más hablaba, más le parecía hundirse en la aceptación de una culpa implícita.

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