Morris Zapp, brillante profesor norteamericano de la universidad californiana de Euphonia y especialista en Jane Austen, es requerido por la universidad británica de Rummidge para impartir clases durante seis meses. El eminente Philip Swallow, profesor de esta última, se trasladará a California para cubrir la plaza de su colega. Esta es una novela sobre un intercambio académico que es también un intercambio —más bien una sucesión de malentendidos— cultural y hasta un intercambio de parejas. Ambos profesores se enfrentan con un mundo que les es completamente ajeno y encuentran solaz en la esposa del colega ausente. El inquieto norteamericano debe aclimatarse a la plácida —horriblemente plácida— vida de un tranquilo barrio residencial de una capital de provincias inglesa, mientras que el pacífico inglés se las apaña como puede en un clima inusualmente soleado y un campus politizado, en el que abundan las manifestaciones, se consumen drogas, se practica el sexo con desenfreno y reina una alegre anarquía.
Esta desternillante sátira sobre el choque cultural entre dos mundos separados por un océano y por dos concepciones de la vida muy diferentes fue escrita en 1975, recibió los premios Hawthornden y Yorkshire Posí Fiction, fue unánimemente aplaudida por crítica y público, y dio fama internacional a su autor. Y es que cuando David Lodge lanza sus dardos sobre el mundo académico que tan bien conoce no deja títere con cabeza y las carcajadas están aseguradas.
David Lodge
Intercambios
Historia de dos universidades
ePUB v1.0
Zorindart17.05.12
Título original:
Changing Places. A Tale of Two Campuses
David Lodge, 1975.
Traducción: Francesc Roca
Diseño/retoque portada: Zorindart
Editor original: Zorindart (v1.0)
ePub base v2.0
Para Lenny y Priscilla, Stanley y Adrienne,
y otros muchos amigos de la Costa Oeste.
Aunque determinados lugares y acontecimientos que aparecen en esta novela tienen cierto parecido con lugares y acontecimientos reales, los personajes, tanto en su aspecto individual como en el de miembros de instituciones, son ficticios por completo. Rummidge y Euforia son localidades del mapa de un mundo cómico que se parece al nuestro sin corresponderse del todo con él, y están pobladas por entes puramente imaginarios.
En el cielo, muy por encima del polo Norte, el primer día de 1969 dos profesores de literatura inglesa se aproximaban el uno al otro a una velocidad combinada de casi dos mil kilómetros por hora. Iban protegidos del aire, enrarecido y frío, por las cabinas de dos veloces Boeing 707, y del riesgo de colisión por la prudente disposición de los pasillos aéreos internacionales. Aunque nunca se habían visto, los dos hombres se conocían de nombre. De hecho, en ese momento se dirigían a intercambiar sus puestos de trabajo para los seis meses siguientes, y en una época de transportes más lentos el cruce de sus respectivas rutas podría haber dado ocasión a algunas elocuentes muestras de calor humano: por ejemplo, ambos hubieran podido escrutar el mar con un catalejo desde la cubierta de un transatlántico y, al advertir casualmente la presencia del otro en el buque con el que se cruzaban, se habrían saludado con la mano; o, de un modo más plausible, se habrían demostrado mediante gestos su mutuo respeto profesional a través de las ventanillas de dos trenes detenidos uno junto a otro en la misma estación, en algún lugar de Hampshire o el Medio Oeste; el más cohibido de los dos observaría con alivio que su tren se ponía en marcha para advertir acto seguido que era el tren del otro el que arrancaba… Pero nada de esto era posible, dado que ambos iban en avión y que a uno de ellos le aburría mirar por la ventanilla, mientras que al otro le daba repeluznos hacerlo, y, además, los aparatos volaban demasiado separados para que los pasajeros de uno distinguieran a simple vista al otro; así pues, su cruce en el punto donde el mundo en rotación permanece inmóvil pasó inadvertido para todos, excepto para el narrador de esta crónica dúplex.
Utilizo la palabra dúplex en el sentido de «doble» y en el que tiene en el vocabulario de la telegrafía eléctrica: «Sistema de información capaz de transmitir y recibir simultáneamente dos mensajes, uno en cada sentido.» Imagínese el lector que ambos profesores de literatura inglesa (por cierto, tienen la misma edad: cuarenta años) están unidos a su tierra natal, su puesto de trabajo y su hogar por un infinitamente elástico cordón umbilical de emociones, actitudes y valores, un cordón que se alarga hasta ser casi invisible, pero que nunca llega al punto de ruptura, mientras la persona unida a él vuela a casi mil kilómetros por hora. Imagínese, además, que, al pasar sobre el casquete de hielo polar, los pilotos de sus respectivos Boeing, desafiando las ordenanzas y las posibilidades técnicas, empezaran a ejecutar una serie de divertidas acrobacias aéreas…; cruzarse zigzagueando en todas direcciones, lanzarse en picado, remontarse y rizar el rizo, como un par de pajarillos a punto de aparearse, hasta el punto de anudar los cordones umbilicales antes de continuar su marcha en la forma debida. Evidentemente, cuando ambos hombres pisaran tierra, cada uno en el país del otro, y se entregaran a su trabajo y a sus pasatiempos, cualquier vibración enviada por uno de ellos a su ambiente nativo sería sentida por el otro, y viceversa, de modo que volvería al transmisor sutilmente modificada por la respuesta de la otra parte. Las vibraciones incluso podrían volver a él por el cordón del otro, que, al fin y al cabo, estaría anclado en el lugar al que acababa de llegar; así pues, muy pronto el sistema estaría lleno de vibraciones que circularían en ambos sentidos entre el profesor A y el profesor B, por una línea o por otra, y a veces podrían iniciarse en una de ellas y terminar en la otra. Es decir, no resultaría sorprendente que dos hombres que intercambiaran sus puestos de trabajo durante seis meses acabaran influyendo recíprocamente en sus respectivos destinos y que en ciertos aspectos llegaran a reflejar las experiencias del otro, a pesar de las diferencias existentes entre los dos ambientes y entre los caracteres de ambos hombres y sus respectivas actitudes ante aquella situación.
Una de estas diferencias la observamos inmediatamente desde la privilegiada altura de nuestro puesto de observación como narrador (muy por encima de cualquier avión de reacción). Es evidente, por su postura rígida y erguida, y por su servil gratitud hacia la azafata que le sirve un vaso de zumo de naranja, que Philip Swallow, que vuela en dirección al oeste, no está acostumbrado a viajar en avión; en cambio, resulta patente que a Morris Zapp, que, hundido en su asiento en el aparato que lo conduce en dirección este, masca la punta de un cigarro —una azafata le ha ordenado que lo apagara— y mira con el ceño fruncido el mísero cubito que se derrite en el vaso de plástico donde le han servido su bourbon, la experiencia de un largo viaje aéreo le es tediosamente familiar.
En realidad, Philip Swallow ya había volado antes, pero muy pocas veces y, además, tan distanciadas en el tiempo, que, en cada ocasión, sufre el mismo trauma: una corriente alterna de miedo y renovada confianza en sí mismo que excita y relaja su sistema nervioso con un ritmo persistente que lo deja exhausto. Mientras pisa tierra firme y se prepara para el viaje, la idea de volar lo llena de una jubilosa exaltación: se ve subir y subir, hasta perderse en el azul firmamento, acunado por uno de esos aviones que, vistos de lejos, parecen hallarse absolutamente en su elemento suspendidos en el aire, hasta el punto que se diría que han sido esculpidos en un bloque de cielo. Esta confianza empieza a resquebrajarse en cuanto llega al aeropuerto y oye, lleno de aprensión, el agudo gemido de los reactores. En el cielo los aviones parecen muy pequeños. En las pistas parecen muy grandes. Así pues, vistos de cerca deberían parecer aún mayores…, pero resulta que no. Su propio avión, por ejemplo, que está al otro lado de la ventana de la sala de embarque, no parece capaz de acomodar a toda la gente que espera para subir a él. Esta impresión parece confirmarse cuando, después de recorrer la pasarela, entra en la cabina del aparato, un estrecho cilindro lleno de miembros retorcidos. Una vez él y el resto de los pasajeros se han sentado, sin embargo, vuelve a sentirse tranquilo. Los asientos son tan extremadamente cómodos que no siente el menor deseo de levantarse del suyo, pero le reconforta pensar que el pasillo está libre para que pasee por él si quiere. Suena una música relajante. La iluminación está diseñada para calmar los nervios. Una azafata le ofrece el diario de la mañana. Su equipaje está guardado, a buen recaudo, en algún lugar del avión, y, si no es así, él no tiene la culpa, lo cual, al fin y al cabo, es lo que cuenta. Bien mirado, no hay nada como volar cuando tienes que viajar.
Pero cuando el aparato corre hacia la pista comete el error de mirar por la ventanilla y ve que las alas saltan alegremente. Las planchas y los remaches son visibles de un modo que casi resulta ominoso, la pintura de los distintivos del avión se ha descolorido a causa de las inclemencias del tiempo y se ven churretes de suciedad en las cubiertas de los motores. No puede quitarse de la cabeza la idea de que, después de todo, confía su vida a una máquina, a una obra de manos humanas que puede fallar o estropearse. E incluso después que el avión se ha elevado y surca el cielo sin el menor contratiempo, su estado de ánimo sigue siendo el mismo; períodos de confianza y placer interrumpidos por accesos de pánico e impotencia.
La sangre fría de sus compañeros de viaje le causa un constante asombro, y observa con atención su conducta. Para Philip Swallow, volar es esencialmente una actuación dramática, y la aborda igual que un joven actor aficionado dispuesto a no quedar en ridículo en medio de una compañía de profesionales con gran dominio de las tablas. A decir verdad, afronta con el mismo espíritu la mayor parte de los retos que le plantea la vida. Es un hombre mimético: inseguro de sí mismo, está dispuesto a hacer lo que sea por caer simpático y es tremendamente sugestionable.
Sería natural, pero es erróneo, suponer que Morris Zapp no ha sufrido tales zozobras en su vuelo. Por más que es un veterano usuario de las líneas aéreas nacionales y ha volado sobre la mayor parte de los estados de la Unión en dirección a congresos, conferencias y reuniones, tiene muy presente que los aviones se estrellan de vez en cuando. Desconfía por naturaleza del universo y del espíritu que lo guía, al cual denomina a veces la Improvidencia («¿Cómo es posible atribuir
esto
», le dice a quien quiera escucharle abarcando con un amplio gesto el estrellado cielo nocturno que se extiende sobre el Pacífico, «a algo llamado Providencia? ¡No hay más que ver todo ese
espacio perdido
!»), y raramente pone el pie en un avión sin que en lo más profundo de su mente, siempre tan ocupada, se pregunte si estará a punto de ser el protagonista del «desastre aéreo de la semana» en las cadenas de televisión nacionales. Normalmente estos pensamientos tan morbosos sólo se le ocurren al comienzo o al final de un vuelo, pues en algún lugar ha leído que el ochenta por ciento de los accidentes de avión ocurren durante el despegue o el aterrizaje: una estadística que no le sorprende, ya que en varias ocasiones ha estado dando vueltas sobre el aeropuerto de Eseyefe, junto con otros cincuenta aviones, durante una hora o más, mientras otros cincuenta aviones despegaban a intervalos de noventa segundos; dado que toda esta representación de juegos malabares era controlada por un solo ordenador; hubiera bastado con que se quemara un fusible para que el cielo adquiriera el mismo aspecto que habría tenido si la competencia entre las líneas aéreas hubiera desembocado finalmente en una guerra abierta, y las compañías hubieran contratado a pilotos kamikazes retirados para destruir en el cielo el armamento de las otras: los Boeing de TWA habrían chocado contra los de la Pan Am, los DC 8 de la American Airlines habrían dejado fuera de combate a los de la United haciendo caso omiso de esa propaganda que habla de «cielos amistosos» (¡ja, ja, ja!), los aparatos de los puentes aéreos rivales habrían colisionado de frente y de las nubes habrían llovido alas, fuselajes, motores, pasajeros, lavabos, azafatas, menús, cubiertos de plástico (Morris Zapp tenía, en ocasiones, una imaginación apocalíptica, pero ¿quién no la tiene en los Estados Unidos en estos tiempos?) en lo que habría sido el no va más de la polución industrial.