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Authors: David Lodge

Tags: #Humor, Relato

Intercambio (5 page)

—Oiga —dice Zapp con toda naturalidad, pues no tiene por costumbre dejarse intimidar cuando queda en ridículo durante su vida social—. ¿No ha notado nada raro en este avión?

—¿Raro?

—Me refiero al pasaje.

La joven baja la revista y las grandes gafas se vuelven hacia él.

—La única rareza es usted, me parece.

—¡También se ha dado cuenta! —exclama Zapp—. Acabo de verlo. Ha sido como una revelación. Mientras estaba en el lavabo… Por eso… Muchas gracias por haberme advertido.

Hace un gesto señalando a su bragueta.

—No tiene importancia —dice la muchacha—. ¿Cómo es que viaja en este avión?

—Una de mis alumnas me vendió su pasaje.

—Ahora todo está claro —dice la muchacha—. Ya suponía que usted no iba a abortar.

¡
Cliiiiing
! La ficha cae ruidosamente dentro de la cabeza de Morris Zapp. Vuelve la cabeza y mira hacia atrás, por encima del hombro. Ciento cincuenta y cinco mujeres están sentadas en diversas actitudes —unas dormitan, otras hacen punto y otras miran por las ventanillas—. Todas, ahora se da cuenta de ello, estaban extrañamente silenciosas y parecían absortas, deprimidas. Su mirada se cruza con la de alguna de ellas, y el odio que ve en sus ojos hace que se le pongan los pelos de punta. Se vuelve, algo mareado, hacia la rubia, señala con el pulgar, por encima del hombro, a las mujeres sentadas tras ellos, y murmura con voz ronca:

—¿Quiere usted decir que todas esas mujeres…?

La rubia asiente con la cabeza.

—¡Santo cielo!

Como su repertorio de tacos se ha descafeinado a causa de un uso abundante y continuado, en los momentos de verdadera tensión Morris Zapp tiene tendencia a volver a las exclamaciones tradicionales.

—Perdone que me meta donde no me llaman —dice la rubia—, pero siento una gran curiosidad. ¿Compró el viaje completo, es decir, el pasaje de ida y vuelta, la cuenta del cirujano, cinco días de clínica en habitación individual y la excursión a Stratford-upon-Avon?

—¿Qué tiene que ver esto con Stratford-upon-Avon?

—Se supone que es para levantarnos el ánimo una vez ha acabado todo. Nos llevan a ver una comedia.

—¿
Bien está lo que bien acaba
, quizá? —replica Morris rápidamente. Pero el chiste ocultaba una profunda inquietud. Por descontado, había oído hablar de esos viajes, que tienen su punto de partida en estados de la Unión en los cuales el aborto legal es difícil de conseguir, y aprovechan la permisiva nueva ley británica. En una conversación normal lo habría considerado un simple ejemplo de la ley de la oferta y la demanda, quizá con alguna pulla para los británicos, que finalmente equilibraban su balanza de pagos. Morris Zapp no era un mojigato, ni un reaccionario. Su nombre había figurado entre los firmantes de numerosas peticiones en las que se pedía que Euforia derogara las leyes contra el aborto (al igual que las leyes que prohibían la fornicación, la masturbación, el adulterio, la sodomía, la felación, el cunnilingus y que la mujer se pusiera encima del hombre durante el acto sexual; el estado de Euforia había sido fundado por una secta puritana peculiarmente intolerante cuyos tabúes se conservaban, fosilizados, en el código penal estatal, el cual, de haber sido aplicado a rajatabla, habría llevado a la cárcel al noventa por ciento de sus actuales ciudadanos). Pero otra cosa muy diferente es encontrarse atrapado en un avión con ciento cincuenta y cinco mujeres que llevan consigo las consecuencias del pecado. Al pensar en los ciento cincuenta y cinco fetos condenados a la desaparición, Morris Zapp sintió escalofríos a todo lo largo de la columna vertebral, y una brusca vibración, al pasar el avión por la turbulencia por la que hacía poco había pasado Philip Swallow, le hizo temblar de miedo.

Porque Morris Zapp es la contrapartida del siglo XX del Cristiano Nominal de Swift: el Ateo Nominal. Bajo aquel duro exterior de judío librepensador (justamente la clase de persona de la que T. S. Eliot pensaba que una comunidad bien organizada podría muy bien prescindir) había un núcleo de anticuado temor de Dios judeo-cristiano. Si los astronautas del Apolo hubieran informado de que en la otra cara de la Luna habían encontrado grabado este mensaje en letras gigantescas:
«Las informaciones sobre Mi muerte no son más que tremendas exageraciones»
, el hecho no habría sorprendido excesivamente a Morris Zapp; sólo habría confirmado sus más profundos recelos. En estos momentos se siente penosamente vulnerable ante las disposiciones divinas. No puede creer que la Improvidencia, el viejo Padre de Nadie, permanezca plácidamente sentada en el cielo mientras el puente aéreo del aborto pasa zumbando bajo sus narices, contaminando la estratosfera y haciendo que el Ángel Cronista sienta calambres de tanto escribir; no, no es posible, y el día menos pensado va a hacer que se estrelle uno de esos aviones. ¿Y si fuera precisamente el que lo lleva?

Zapp se deja llevar de un profundo acceso de autocompasión. ¿Por qué ha de ser castigado junto con todas esas mujeres insensibles y descuidadas? Sólo una vez dejó preñada a una muchacha, y la convirtió en una mujer honesta (se divorciaron tres años después, pero eso es otra historia: las acusaciones, por favor, una a una). Aquello era una conspiración, obra de la zorra que le vendió el billete a menos de la mitad de su precio; no pudo resistir la tentación de aprovechar la ganga, pero al mismo tiempo se sorprendió de su generosidad, porque hacía sólo una semana se había negado a darle un sobresaliente y había tenido que conformarse con un notable. Seguramente, se le retrasó la regla, compró precipitadamente un pasaje para el Expreso del Aborto, la prueba del embarazo resultó negativa, y pensó: «Ya sé lo que haré: el profesor Zapp tiene que ir a Europa; le venderé mi pasaje, y ojalá un rayo parta al avión.» ¡Vaya recompensa por querer mantener alto el nivel académico!

Se da cuenta de que su vecina lo observa con interés.

—¿Es usted profesor universitario? —le pregunta.

—Sí, de la Eufórica.

—¿De veras? ¿Qué enseña? Estoy preparando mi licenciatura en antropología en el Instituto Politécnico de Euforia.

—¿El Instituto Politécnico de Euforia? ¿No es una institución católica de Eseyefe?

—Sí.

—Entonces, ¿qué hace en este avión? —dice Zapp con un murmullo apenas audible; para entonces aquella rubia excéntrica se había convertido en el punto central de su indignación moral y su miedo supersticioso. Si hasta los católicos saltaban al tren del aborto, ¿qué esperanza le quedaba a la humanidad?

—Soy católica contestataria —dice la muchacha, muy seria—. Estoy en contra de los preceptos y los dogmas.

Sus ojos, tras las grandes gafas, tienen una mirada clara y serena. Morris Zapp siente de pronto un imperioso celo misionero. Hará una buena obra, instruirá a esa inocente criatura en las diferencias entre el bien y el mal, la convencerá de que abandone su perverso propósito. Un alma salvada de esa barbaridad, una sola, debería bastar para asegurarle un aterrizaje feliz. Se inclina hacia adelante afanosamente.

—Óigame, jovencita: permítame que le hable como un padre. No haga eso. Nunca se lo perdonaría. Tenga el niño. Puede darlo en adopción. No hay dificultades. Las agencias que se dedican a eso no paran de pedir bebés. Tal vez el padre quiera casarse con usted cuando vea al niño… Ocurre a menudo.

—No puede.

—Está casado, ¿eh? —dice Morris, que menea la cabeza, como si condenara la depravación de su sexo.

—No, es sacerdote.

Zapp baja la cabeza y oculta la cara entre las manos.

—¿No se siente bien?

—No es más que un mareo matutino —murmura Zapp a través de sus dedos. Levanta la cabeza y continúa—: ¿Le paga el viaje el sacerdote con fondos de la parroquia? ¿Ha hecho una colecta especial o algo por el estilo?

—No sabe nada.

—¿No le ha dicho que está embarazada?

—No quiero que tenga que escoger entre yo y sus votos.

—¿Hay alguno que aún no haya roto?

—Pobreza, castidad y obediencia… —dice la muchacha pensativamente—. Bueno, creo que aún es pobre.

—Entonces, ¿quién le paga el viaje?

—Trabajo por las noches en South Strand.

—¿En uno de esos cabarets de striptease?

—No, en una tienda de discos. Me pagué el primer año de la carrera haciendo striptease, pero lo dejé al darme cuenta de lo explotadores que son los que se dedican a ese negocio.

—Te cobran un ojo de la cara en esos antros, ¿eh?

—Quise decir que me explotaban a

, no a los clientes —contesta la chica, con un leve tono de desprecio—. Fue entonces cuando me interesé por el Movimiento para la Liberación de la Mujer.

—¿El Movimiento para la Liberación de la Mujer? ¿Qué es eso? —pregunta Morris Zapp, a quien el nombrecito no le gusta en absoluto—. Nunca he oído hablar de él.

(Pocas personas habían oído hablar de él el primero de enero de 1969.)

—Oirá hablar de él, profesor, oirá hablar de él —le dice la muchacha.

Entre tanto, Philip Swallow ha iniciado también una conversación con un pasajero.

Terminada la proyección del filme (era una película del Oeste cuya ruidosa banda sonora le provocó dolor de cabeza, y había visto el tiroteo final con los auriculares conectados a la música pop), descubre que parte de su
joie de vivre
se ha evaporado. Empieza a cansarse de llevar tanto rato sentado, se revuelve en su asiento con el propósito de hallar una postura no probada aún por sus miembros, el ruido sordo de los reactores le pone cada vez más nervioso y mirar por la ventanilla le da vértigo. Intenta leer el
Times
que se ofrece generosamente a los pasajeros del avión, pero no puede concentrarse. Lo que necesita, en realidad, es una buena taza de té —según su reloj, ya es media tarde—, pero cuando por fin se decide a pedírsela a la azafata, le contesta secamente que servirán el desayuno dentro de una hora. Ya ha desayunado ese día, y no siente demasiado interés por volverlo a hacer, pero comprende que es cuestión del cambio de hora. En Euforia deben de ser ahora las… ¿qué, siete u ocho horas más temprano que en Londres? ¿O más tarde? ¿Hay que sumar o restar? ¿Es todavía el día en que salió o ya es mañana? ¿O ayer? Veamos, el sol sale por el este… Frunce las cejas haciendo un esfuerzo mental, pero el resultado de sus sumas no tiene sentido.

—¡Caramba, qué sorpresa!

Philip mira parpadeando al joven que se ha detenido en el pasillo. Su aspecto es impresionante. Lleva anchos pantalones de piel, un holgado chaquetón de punto, evidentemente casero, con unos flecos que le llegan casi hasta las rodillas, y una camisa a rayas amarillas y rosa. Su pelo rojo, ondulado, le cae sobre los hombros, y luce un bigote de facineroso de color ligeramente más oscuro. Clavadas en el chaquetón y dispuestas en tres líneas, igual que si fuera una serie de condecoraciones militares, lleva más de una docena de chapas de colores sicodélicos.

—¿No se acuerda de mí, señor Swallow?

—Bueno…

Philip se exprime el cerebro. Algo le es vagamente familiar, pero… De pronto, el ojo izquierdo del joven echa unas desconcertantes miradas de refilón, como si viera que uno de los motores se soltaba del ala, y Philip le recuerda.

—¡Boon! ¡Santo cielo, no caía! Ha cambiado mucho.

Boon se ríe, satisfecho.

—¡Fantástico! ¡No me diga que va a la Eufórica!

—Pues sí, allí voy.

—¡Formidable! Yo también.

—¿Usted?

—¿No recuerda que dio referencias de mi?

—He dado muchas veces referencias de usted, Boon.

—Sí, ya… Bueno, es como una máquina tragaperras, ¿sabe? Uno va echando monedas y más monedas. No sale nada, pero no se desanima. Y un día, de pronto, ¡pum! ¿Se sienta alguien a su lado? ¿No? Vuelvo dentro de un momento. Tengo que echar una meada. ¡No se vaya, eh!

Prosigue su interrumpida marcha hacia el lavabo y casi choca con la azafata que avanza en dirección opuesta. «Lo siento, preciosa», oye Philip que le dice. Y ella le lanza una sonrisa. ¡Evidentemente, Boon seguía tan incorregible como siempre!

En circunstancias normales, un encuentro casual con Boon no habría sido motivo de alegría para Swallow. El joven se había graduado en Rummidge un par de años antes, después de varios cursos pródigos en disputas, incidentes y dificultades. Pertenecía a la categoría de estudiantes a los que Philip se refería en privado como los «gamberretes del departamento». Eran unos jóvenes de origen modesto que, a diferencia de los becarios tradicionales (por ejemplo, el propio Swallow), no manifestaban el más mínimo respeto por los valores sociales y culturales de la institución que los acogía, y mantenían, hasta el día en que se graduaban, una ostentosa vulgaridad en su indumentaria, conducta y lenguaje. Llegaban tarde a clase, sin lavarse ni afeitarse y con indicios evidentes de haber dormido vestidos, se tumbaban en sus sillas, liaban sus cigarrillos y apagaban las colillas contra los muebles, se burlaban de la aplicación de sus condiscípulos de clase media, a los que consideraban afeminados, respondían a las preguntas con monosílabos barriobajeros y redactaban trabajos desconcertantemente sutiles y muy corrosivos, por el estilo de las críticas de F. R. Leavis
[9]
. Quizá para compensar —exageradamente— sus propios prejuicios, el claustro de profesores de Rummidge admitía cada año a tres o cuatro de estos estudiantes. Invariablemente, causaban problemas disciplinarios. En su memorable carrera de estudiante, Charles Boon había implicado a la revista
Rumble
, de la cual era director, en un costoso proceso por calumnia, interpuesto por la alcaldesa de Rummidge, había hecho que la encargada de la residencia de estudiantes se retirara prematuramente a causa de unos trastornos nerviosos de los que no se curó, se presentó borracho en las pruebas deportivas universitarias, hizo propaganda (sin éxito) en favor de la distribución gratuita de preservativos al terminar el baile de fin de curso y se defendió a sí mismo (con éxito) ante los tribunales de una acusación de hurto en la librería de la universidad.

Como tutor de Boon en su tercer año, Philip había representado un papel secundario, pero agotador, en algunos de estos dramas. Después de una reunión de los examinadores que duró diez horas, nueve de las cuales fueron invertidas en el examen de Boon, le fue concedido un notable, decisión aceptada a regañadientes tanto por los que querían suspenderlo como por los que querían darle un sobresaliente. Philip había estrechado la mano de Boon el día de la graduación con la alegre esperanza de perderlo de vista, pero resultó prematura. Aunque sus notas no le daban derecho a solicitar una beca, continuó frecuentando los pasillos de la universidad durante algunos meses, dando a entender a los estudiantes que estaba empleado allí como ayudante de investigaciones, con la esperanza de obligar así al departamento a que le diera esa plaza. Cuando se dio cuenta de que este ardid no iba a darle resultado, Boon desapareció por fin de Rummidge, pero ello no quiere decir que Philip pudiera olvidarse de su existencia. Raramente pasaba una semana sin que recibiera una carta en la que le pedían informes confidenciales sobre el carácter, la inteligencia y la idoneidad de Charles Boon para determinado empleo en el gran mundo. Al principio, eran puestos docentes o becas, tanto en Gran Bretaña como en el extranjero. Después las aspiraciones de Boon adquirieron un talante azaroso y temerario, propio de un hombre que va sin rumbo fijo. Algunas veces sus pretensiones eran absurdamente elevadas; otras, grotescamente bajas. En cierta ocasión aspiró a ser agregado cultural en el cuerpo diplomático, y en otra, jefe de programación de la televisión de Ghana; después estuvo dispuesto a ser capataz de taller en la Compañía de Tornillos Walsall o encargado de lavabos en el municipio de Southport. Si Boon fue nombrado para alguno de estos puestos, no lo ocupó durante mucho tiempo, eso era evidente, porque las peticiones de informes continuaron llegando a Swallow. Al principio, Philip había contestado honestamente, pero pronto cayó en la cuenta de que al obrar así estaba condenándose a una correspondencia para toda la vida, de modo que empezó a suprimir algunas de las verosímiles cualidades del carácter y la educación de Boon que le resultaban menos favorables. Acabó por contestar a todas las peticiones de referencias con un descarado panegírico que servía para todas las ocasiones, cuyo original tenía guardado en su oficina del departamento; por lo visto, este texto estándar había acabado por proporcionar a Boon algún tipo de beca en la Eufórica. Ahora el perjurio de Philip se volvía contra él, como pasa con todos los pecados. Le resultaba embarazoso y desagradable llegar junto a Boon a la Eufórica, y deseaba fervientemente que no lo identificaran como el hombre que había dado buenas referencias de él. Debía impedir a toda costa que el joven se inscribiera en alguno de sus cursos.

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