La idea de ver a aquel patán arrogante elevado al puesto más alto como servidor de Ranthas me repugnaba. Incluso si hubiese estado de acuerdo con sus ideas, no habría lugar para mí en el Dominio, estando a la cabeza personas como Midian y Lachazzar.
— Sabemos que deseaba una cruzada —dijo Palatina mientras jugueteaba con una copa— Desde que frustramos sus planes se vio forzado a golpear el Archipiélago de otro modo, y la Inquisición es la mejor respuesta. Al menos para él —añadió tras un instante, observando la mirada de Ravenna.
Yo no podía imaginar siquiera todo lo que había vivido Ravenna: ver cómo su patria era abatida sistemáticamente por los sacri, que la dominaban desde la cruzada del Archipiélago, cerca de un cuarto de siglo atrás. Ella había nacido un par de años más tarde y jamás había conocido una Qalathar libre. Había heredado el título de faraona de su abuelo, que fue quemado en la hoguera durante la cruzada. Pero ese título no era para ella más que un recuerdo vacío y doloroso de todo cuanto se había perdido. En mi interior sentía compasión por ella. Ser heredero ya era de por sí algo bastante malo, según infería de mis propias experiencias, sin el hecho añadido de cargar sobre los hombros la agonía sufrida por Qalathar.
— Estamos en condiciones de ayudar —aseguró mi padre fijando los ojos en Oltan— Si logramos establecer de común acuerdo una ruta para las armas que evite el paso por Taneth y se dirija directamente al Archipiélago, podemos intentar facilitarle la huida a la gente durante la ruta de regreso.
El heredero de Canadrath pareció dudar.
— Las grandes familias deben tener cuidado de no hacer contrabando —comenzó a explicar, pero Courtiéres lo interrumpió.
— Si todos a los que quieres venderles armas están encerrados en las prisiones del Dominio, nadie te pagará. Contando con una resistencia organizada fuera, podrías tener una oportunidad.
— Supongo que así es —admitió Oltan, todavía inseguro— Si fuésemos descubiertos, sin embargo, quedaría arruinada nuestra reputación. Es ilegal importar armas a Qalathar, bajo pena de excomunión, por lo que deberemos encontrar un tercer país hacia el cual embarcar las armas. Con todo, creo que el primer paso es hacerle una propuesta a lord Barca.
El trabajo de todo un día debatiendo minucias comerciales tenía que valer la pena. Eso pensaba en la sala de recepción del puerto submarino de Lepidor, mientras esperaba a que la manta tripulada por nuestros dos visitantes se desprendiese de la plataforma de lanzamiento. Pasarían al menos tres semanas antes de que obtuviésemos una respuesta o, lo que era más probable, una contrapropuesta con algunas modificaciones que discutir.
El día siguiente a la llegada de Oltan, el último día de verano, lo pasé en la sofocante oficina de mi padre, intentando lidiar con las complejidades del comercio con las grandes familias. Nunca había destacado con los números, y cuando mi padre llamó a su consejero principal, el corpulento Atek, para ayudarme a calcular los márgenes de beneficio y los porcentajes de los sobornos, yo ya estaba casi dormido.
Algún día me convertiría en conde de Lepidor, así que me concentré en los números que Atek garabateaba en un trozo de pergamino, luchando conmigo mismo por no desviar la mirada hacia el despejado y tentador azul del mar. En eso consistía ser conde, o cualquier otro tipo de gobernante, y debo confesar que detestaba esas tareas tanto como la expectativa que todos tenían en mí de que fuese un líder. Sin duda, lo sentía como algo positivo cuando todo iba bien y no se me pedía que tomara ninguna decisión comprometida, pero durante la invasión del Dominio había tenido la oportunidad de experimentar los peores aspectos del liderazgo y no me entusiasmaba la idea de volver a vivirlo.
Aunque la salud de mi padre mejoraba con rapidez, no había sido capaz de seguir el ritmo de Oltan a lo largo de esa jornada, y por la tarde hube de relevarlo en la culminación de las negociaciones de Lepidor. Además, por el bien de mi clan, no podía dar por finalizada la reunión hasta que todos estuviesen satisfechos con las condiciones del acuerdo. Hacia el atardecer, al ver en la parte occidental del cielo un inhabitual tono rojo dorado de extremo a extremo del horizonte, comprendí que el invierno estaba llegando y pospuse las tareas del clan una última vez para nadar en las aguas del mar, aún tibias por el calor del día. No era la actitud de un dirigente, y sentí en mi interior que decepcionaría a mi padre, pero ¿quién sabe cuándo volvería a tener la posibilidad de nadar?
No tenía tiempo para alejarme demasiado de la ciudad si no quería regresar de noche. Por eso me quedé cerca, junto a la playa en la que había estado sentado.
Cuando me quité la túnica en medio de una luz inusual y misteriosa, con el bosque a mi espalda, casi en silencio, miré hacia el mar. El sol era una bola ardiente de color anaranjado contra el impactante cielo cobrizo, que bañaba la ciudad y sus costas con una luz fantasmal, casi apocalíptica. Mi propia sombra estaba dilatada de forma grotesca, una lúgubre silueta entre la hilera de árboles y la dorada arena.
Pero lo más extraño de todo era el mar. En medio de los colores de ese espectacular crepúsculo, la ondulante superficie del océano estaba salpicada de un rojo profundo como el de la sangre.
— El oscuro mar del color del vino —dije sin percatarme de que había hablado en voz alta hasta que alguien me respondió.
— Estaba pensando lo mismo —advirtió Ravenna, incorporándose del lugar en el que había estado sentada, a la sombra de una roca. Con el mayor cuidado, evitamos mirar nada que no fuera nuestros propios rostros.
El poeta thetiano Ethelos había vivido cerca de seis siglos atrás, pero sin duda había visto un crepúsculo como aquél en alguna isla antigua, antes de que la humanidad pusiese siquiera un pie en las costas de Océanus.
— Jamás había visto antes nada parecido —comenté señalando el paisaje del cielo y el mar.
— Yo tampoco —aseguró Ravenna mientras descendía por la playa para acercarse a mí, otra sombra alta y alargada— Ni siquiera a principios del invierno, cuando los crepúsculos son siempre maravillosos. Es realmente extraño que todos esos colores, alabados y adorados por el Dominio, puedan parecer sin embargo tan hermosos. Los sacerdotes manchan todo lo que tocan, y es llamativo que no lo hagan con los crepúsculos.
— Los crepúsculos llevan aquí mucho más que el Dominio, y estarán aquí mucho tiempo más después de que el Dominio haya sido olvidado.
— Envidio a las personas que podrán ver algún día un paisaje semejante sin haber oído hablar nunca de la herejía ni de los inquisidores.
— No seremos nosotros —agregué— , pero sí te prometo que, en cuanto pueda, un día observaremos un crepúsculo como éste desde el Palacio del Mar en Sanction, igual que solían hacerlo los antiguos jerarcas.
Ravenna contuvo la respiración y me miró fijamente un momento. Luego movió la cabeza con desconcierto.
— Son tantas las cosas que has prometido hasta ahora...
De hecho, eran muchas, y de algunas no tomé conciencia hasta bastante tiempo después. Parecía extraño prometer algo así, pero ambos comprendíamos de qué estaba hablando. Sanction, la antigua ciudad sagrada de Aquasilva, se había desvanecido cuando el Dominio llegó al poder. Si la historia sobre su desaparición era cierta, ninguno de nosotros podría entrar en Sanction hasta después de acabar con el Dominio. Doscientos años sin noticias de la ciudad eran el indicador más claro de que la historia sobre su desaparición era cierta.
Pero había algo más, y de saber lo que sucedería jamás lo habría dicho. Ravenna era más lista que yo y había llegado a conclusiones que yo era demasiado ciego para ver. Lo que ninguno de los dos mencionó, ni entonces ni en ningún otro momento, era el significado específico que tenía para los jerarcas el ritual de contemplar el crepúsculo.
— ¿Vamos a nadar? —propuso Ravenna tras unos instantes de silencio.
Eso hicimos, gozando de las aguas oscuras y cálidas hasta que la bola del sol acabó por ocultarse y sólo quedó en el oeste un resplandor púrpura contrastado con el añil de la silueta de las nubes. No volvimos a hablar de eso mientras nos poníamos las túnicas sobre nuestros cuerpos todavía mojados ni durante el regreso al palacio.
Una densa masa de nubes bajas cubría las cumbres de las montañas a la mañana siguiente y se sentía en el aire un frío penetrante. Entonces, el invierno era así, pero no siempre lo había sido. Existía un corte violento entre invierno y verano, una frontera abrupta que tenía lugar al final de cada año. Después de dicha fecha, los primeros vientos que soplaban podían hacerlo durante meses, una tercera parte del año. Sólo el Dominio, con su habilidad para controlar y «ver» el tiempo desde las alturas, sabía por qué sucedía tal cosa. Y está claro que entre sus intereses no figuraba divulgar su secreto.
Observé por unos instantes desde la sala de recepción del puerto submarino cómo la manta de Canadrath navegaba hacia las tinieblas al ritmo tranquilo y ligero de sus enormes aletas. Sólo cuando fue engullida por el agua totalmente me volví para indicarles a los dos centinelas que me habían escoltado que ya podían partir. Tenía trabajo que hacer en el palacio, pero ya no los necesitaba realmente.
La ventaja del invierno, reflexioné mientras ascendía la escalera hacia mi estudio de palacio, era que las horas que uno pasaba dentro no eran tan malas. No había nada que hacer fuera salvo que nevase, y la novedad de eso pronto pasaba en cuanto el frío se metía entre mis ropas. Yo no era oceaniano de nacimiento y nunca me había sentido de veras feliz cuando hacía frío por mucho que lo desease. Un año en el Archipiélago, donde nunca nevaba, había sido suficiente para convencerme de que no lo echaría demasiado de menos.
Mi padre me había instalado el estudio unos años atrás, y desde entonces solía utilizarlo cada tanto. Durante las últimas semanas, sin embargo, había comenzado a sentirme como si yo fuese una tortuga y el estudio mi caparazón. Uno de los servidores había encendido ya el hogar y la sala estaba gratamente cálida y acogedora, lo que no podía decirse de los documentos que me esperaban sobre el escritorio.
Me senté en la silla y cogí el que estaba encima de todos, que concentró mi atención cuando reconocí en él la enmarañada letra de Palatina. Por un momento me sentí desconcertado, pero luego recordé de qué podía tratarse. Durante las negociaciones del día anterior le había mencionado que necesitábamos toda la información que pudiese brindarnos sobre Thetia. Era evidente que había acometido la tarea con interés, ya que había dos páginas tituladas «Negocios en Thetia». El primer punto, subrayado varias veces para darle énfasis, era Thetia es gobernada por el emperador. Le seguía otro título igual de enfático: Los thetianos odian a los tanethanos.
Interpretar algunas de sus palabras habría requerido los servicios de un descifrador, pero acabé entendiendo por el contexto las que no podía identificar de inmediato. Una vez que acabé, me recliné en la silla y contemplé el documento por un instante, preguntándome si, después de todo, nuestra propuesta había sido acertada. No existía prácticamente ningún otro sitio donde fuese posible vender armas a los disidentes de Qalathar: Thetia estaba en el territorio central, era neutral y, como en Taneth, allí podía comprarse o venderse cualquier cosa.
Por otra parte, Palatina había señalado varias evidentes desventajas. Los clanes de Thetia solían complicarles la vida todo lo que podían a los tanethanos que quisiesen comerciar. Muchos de ellos eran sumamente conservadores, proteccionistas y tendentes a preocuparse sólo por sus intereses internos, lo que les llevaba a dilapidar su fuerza en luchas intestinas. En el otro lado del espectro, los clanes como el de Palatina eran, pese a sus ideas republicanas, feroces combatientes con intenciones imperialistas.
En cuanto a Selerian Alastre, la legendaria capital thetiana... ¡Dios nos guardase! Sin duda, Palatina exageraba por algún motivo en lo que había escrito. Es decir, era indudable que nadie podía ser presidente de un clan y pasarse de fiesta tres de cuatro noches. Y en cuanto a las orgías que ella mencionaba, me recordaban la descripción de la ciudad maldita de Malyra (supuestamente destruida por la furia de los dioses varios siglos atrás) que recogía el Libro de Ranthas.
Era necesario que hablase con ella en persona. Di un tirón a la correa de la campanilla y unos minutos después apareció en la puerta uno de mis primos más jóvenes, que por entonces estaba de servicio.
— ¿Podrías buscar a Palatina y pedirle que venga tan pronto como sea posible?
Asintió y volvió a desaparecer de mi vista. Hubiese preferido buscarla yo mismo, ya que me parecía poco educado enviar a un mensajero. Pero sabía que si lo hacía, pasarían horas antes de que retomara el trabajo.
Palatina llegó una media hora más tarde, mientras reflexionaba sobre una nota del poblado de Gesraden pidiéndole al clan un aumento presupuestario: el clan Tenth deseaba instalar allí un nuevo sistema de agua, ya que las viejas cañerías estaban fallando. Según parecía, los ingenieros de Pharassa que las instalaron primero habían hecho un trabajo chapucero. No tenía ningún sentido volver a emplear a los mismos, pero para ello era preciso averiguar con exactitud quiénes habían sido. ¡Por los Elementos, esto era mortalmente aburrido! —¿Cathan?
Alcé la mirada con expresión de alivio y dejé a un lado la petición de Gesraden. Eso podía esperar; nadie instalaría el nuevo sistema de agua durante el invierno.
— Espero no haberte interrumpido en medio de algo importante —le dije— , sin duda estarías haciendo algo mucho más vital que yo.
— Quieres que conversemos sobre Thetia —comentó ella caminando hasta llegar a mi lado, junto al escritorio. No había rastros de frío ni en su rostro ni en sus ropas, por lo que deduje que no había salido del palacio. Casi sin duda había venido porque estaba aburrida, y no podía culparla.
— Leí tu informe, pero algunas partes del mismo...
— ...son un poco difíciles de creer —continuó— Desgraciadamente todo es cierto.
Palatina cogió una silla de un rincón de la sala y alejó la mía del escritorio con una salvaje patada para hacerse sitio.
— ¡No puedes hablar en serio! ¿Incluso lo del presidente de Decaris y su burdel?
— Cathan, por lo que respecta a estas cuestiones, todavía conservas cierta ingenuidad provinciana. Tethia está derrumbándose, y cuando la gente es tan mala como lo es allí comienza a comportarse de un modo extraño.