Authors: Dominique Lapierre
Seis años después de la aparición en las librerías de
La Ciudad de la Alegría
, Roland Joffé, el célebre realizador de
Los gritos del silencio
y de
La misión
, desembarca en Calcuta para llevar al cine el relato que yo había contado en papel. Joffé estaba acostumbrado a los desafíos y se había enamorado de mi libro y de la ciudad mágica donde yo había situado la acción. Sabiendo que no podría rodar en las callejas y los patios interiores superpoblados del barrio donde yo había llevado a cabo mi investigación, decide construir enteramente, en un solar cerca de los muelles, un barrio de chabolas, increíble paradoja en esta megalópolis que cuenta ya con más de tres mil.
De entrada, la construcción de semejante decorado es un rompecabezas. Un barrio de chabolas es un
patchwork
de formas y colores. Para complicarlo todo, Joffé sólo quiere emplear materiales usados. «Los habitantes de los auténticos barrios de chabolas nos han tomado por locos —me confiará uno de los carpinteros—. Les íbamos a ver con puertas y ventanas nuevas y les proponíamos que nos las intercambiaran por las que tenían carcomidas en sus cuchitriles.» De este modo cambian de propietarios trescientas veinticinco puertas y cuatrocientas veinticinco ventanas.
Para atenerse a las reglas de las compañías de seguros estadounidenses que cubren a los actores, Joffé se ve obligado a rellenar las cloacas a cielo abierto con un líquido artificialmente oscurecido con colorantes alimentarios, Coca-Cola u otros, pero rigurosamente potables. Se tienen que vacunar contra todas las enfermedades imaginables los perros, los cerdos, los búfalos, las cabras, los pollos e incluso las ratas destinados a aparecer en la película. A fin de prevenir todo riesgo de accidente en el momento de las peleas y del derrumbe final del decorado, los constructores utilizan tejas y ladrillos de poliestireno ultraligero fabricados por una empresa británica de artículos para bromas. No creo lo que estoy viendo: todo es idéntico, desde los velos de los saris secándose en los balcones hasta los trozos de excrementos de vaca colgados en las fachadas de adobe. El efecto obtenido es tan realista que, al final del rodaje, centenares de personas sin hogar se precipitarán para ocupar el lugar. Los tendrá que evacuar la policía.
Joffé quiere convertir la llegada del monzón en un momento culminante de la película. Para las alucinantes escenas en las que las riadas sumergen de golpe el barrio y a sus habitantes bajo dos metros de agua, recurre a un experto mundial en efectos especiales. Veterano de
Alien
,
La guerra de las galaxias
y otras cien producciones de ciencia ficción, el británico Nick Adler desembarca en Calcuta con un vagón de materiales y de
gadgets
capaces de engullir la mitad de la ciudad bajo un diluvio bíblico. Alrededor del decorado construye un muro estanco, de modo que el barrio se transforme en una gigantesca piscina en el momento de la inundación. Instala en los tejados toda una red de cañerías que pueden verter torrenciales chaparrones de más de un millón y medio de litros por hora. Sobre una grúa gigante alquilada a los guardas forestales del Himalaya, monta cañones de agua capaces de aumentar a voluntad la intensidad de las riadas. Con motores de Volkswagen y hélices de DC3, recuperados de un chatarrero de Nepal, fabrica inmensos ventiladores que pueden desencadenar un huracán con una fuerza de más de ciento treinta kilómetros por hora. Para alimentar toda esta maquinaria, Adler piensa primero en bombear el agua del Hooghly, el brazo del sagrado Ganges que fluye cerca de allí. Pero el análisis bacteriológico revela que el líquido parduzco al que los hindús arrojan las cenizas de sus muertos está tan contaminado que los actores estadounidenses y europeos corren el riesgo de contraer el tifus o el cólera. Adler decide excavar un pozo. Aunque el agua que encuentra es de una pureza irreprochable, las compañías aseguradoras lo obligan a filtrarla en aparatos especiales importados de Inglaterra. Gracias al cine, Calcuta va a conocer el primer monzón tratado con cloro de la historia.
Para encarnar al médico estadounidense del libro, Joffé elige a una estrella mundial, el actor Patrick Swayze. Y para el papel de Hasari Pal, el conductor de
rickshaw
, la elección recae en Om Puri, un actor punjabí que ha interpretado más o menos a todos los personajes del pueblo llano de la India, en un centenar de películas. Om Puri ha intervenido incluso en
Gandhi
, de Attenborough. Sus orígenes rurales, su contagiosa expresividad, su sencillez, lo convierten en un Hasari Pal ideal. Para personificar a Kamla, su esposa, Joffé elige a otra gloria del cine indio. Hija de un ilustre poeta urdu, la musulmana Shabana Azmi, de treinta y ocho años, es una especie de Meryl Streep en sari. Su incansable combate por los derechos de la mujer india la hace acreedora de un inmenso respeto.
Para los demás papeles indios, Joffé acude al vivero de las innumerables compañías de teatro de Bombay y de Calcuta. Llega a descubrir auténticos actores leprosos en un hogar de la Madre Teresa. Para interpretar a Anuar, el leproso sin brazos ni piernas cuyo espléndido casamiento yo había narrado, el realizador encuentra, en una compañía teatral londinense para minusválidos, a un lisiado sirio llamado Nabil Shabam. Gracias a su coraje y su energía, este hombre logró superar su condición y hacer olvidar la lástima que podía inspirar. Representaba exactamente el personaje del libro: un hombre que, a imagen de los habitantes de la Ciudad de la Alegría, sabe ser más grande que la desdicha.
Ciento cincuenta actores y técnicos ocupan una ala entera del Oberoi Grand, el viejo gran hotel renovado en el que marajás y británicos celebraban antaño las fiestas más suntuosas del imperio. Con sus bares forrados de teca del Himalaya, su piscina de mármol incrustado con piedras semipreciosas, sus cohortes de sirvientes con turbantes y cinturones dorados, es un oasis de lujo casi indecente en el corazón del loco caos que lo rodea. Joffé no deja que su compañía disfrute en exceso de sus encantos. Apenas Patrick Swayze desembarca del avión de Los Ángeles, lo manda al hogar para moribundos de la Madre Teresa. Durante ocho días, el joven estadounidense cura las llagas de los moribundos recogidos en las calles, acompaña a los agonizantes en su último viaje, una experiencia que lo traumatiza pero que instantáneamente lo pone en la piel de su personaje. Por su parte, el indio Om Puri empieza ya desde el amanecer a entrenarse con un
rickshaw
. Siguiendo las indicaciones de dos auténticos conductores de este vehículo, se lanza con los pies desnudos en medio de la circulación demente de los barrios vecinos. Ciertos viandantes lo reconocen, lo paran, lo ovacionan, lo levantan sobre los hombros, lo llevan triunfalmente hasta el hotel como si fuera una divinidad del Ramayana.
Ya el primer día del rodaje, el ministro de Información y Cultura de Bengala, Buddadev Battacharya, convoca a los periodistas. «Esta película es un vómito de odio y de conmiseración —declara—. Debemos obligar a sus autores imperialistas a que abandonen el país.»
Al día siguiente, el diario bengalí
Ajkaal
, un periódico de gran tirada, portavoz de los marxistas locales, publica pretendidos extractos del guión donde las escenas de violación suceden a peleas con cuchillos. «Esta película en la que sólo se ve a un montón de violadores, prostitutas, truhanes, leprosos y mendigos es un insulto a nuestro pueblo», concluye el editorialista del diario antes de reclamar que el rodaje sea inmediatamente prohibido.
El ministro comunista manda entonces a una horda de manifestantes que muestran pancartas con la leyenda «C
ITY OF
J
OY GO HOME
!» hasta el lugar en el que Joffé rueda sus primeras escenas. Movilizando todas las reservas de su flema británica, éste intenta negociar. Incluso acepta dar algo de dinero a cambio de que los alborotadores se vayan. Pero diez minutos más tarde, viene una segunda oleada, más amenazante que la primera. Esta vez, los manifestantes lanzan piedras. Muchos llevan banderas rojas con la hoz y el martillo. Junto a Cuba, Calcuta es el último lugar del mundo en el que todavía se exhiben estos símbolos.
Los actores indios intentan calmar a los manifestantes, pero muy pronto, las escenas de exteriores se convierten en una pesadilla. Se necesitarían miles de policías y kilómetros de barreras metálicas para retener la marea humana que invade sin cesar los escenarios del rodaje guiada por los cabecillas pagados por el gobierno. En esta ciudad en la que se puede alquilar a un manifestante por el equivalente de menos de un euro al día, las demostraciones políticas, sociales y religiosas forman parte de los hábitos cotidianos.
Joffé se empecina. Todo su entorno le aconseja que se vaya a Bombay. Pero él responde reuniendo a los periodistas en su hotel: «He querido rodar en Calcuta porque es una ciudad humana y vibrante —les declara—. Una ciudad a la que amo apasionadamente. No podría hacer la película en otra parte.»
Cada vez que salen del hotel, Om Puri y Shabana Azmi, las dos estrellas indias, se ven asaltadas por pancartas que proclaman que son «traidores vendidos a los dólares norteamericanos». Pronto, centenares de manifestantes dirigidos por un grupo de artistas, de pintores y de escritores bengalíes asedian el establecimiento. «Dejad de enriqueceros explotando nuestra pobreza», grita su líder al realizador y a sus actores.
Para colmo de desdichas, la Operación Tormenta del Desierto, iniciada por el presidente Bush, acaba de estallar en Irak. A los ojos de los dos millones de musulmanes de Calcuta, que idolatran a Saddam Hussein como a un dios, cualquier extranjero se ha convertido en un enemigo. El conjunto de la prensa retoma con virulencia la campaña de calumnias del diario
Ajkaal
. Al descubrir mi presencia, el periódico se ceba en mí. Reproduce extractos de mi libro para describirme como «un vampiro que chupa la sangre de los pobres». Los reporteros nos persiguen día y noche, a mi mujer y a mí, hasta el apartamento donde unos amigos nos han albergado. Una noche, el cónsul de Francia nos llama para exhortarnos a mudarnos lo antes posible. Acaba de recibir el aviso de parte del jefe de la policía de que se prepara una manifestación contra los Lapierre y que «las cosas podrían acabar mal». Por su parte, todos los libreros que venden
La Ciudad de la Alegría
han recibido la orden de destruir sus ejemplares «so pena de ver cómo son incendiadas sus tiendas».
La tensión alcanza su punto álgido el décimo día, cuando un reportero y un fotógrafo de
Ajkaal
penetran a la fuerza en el plató de rodaje instalado en el jardín botánico. Los interceptan inmediatamente y se los llevan afuera. Seis días más tarde, el reportero fallece. El periódico pone toda la carne en el asador. Anuncia a toda página, en portada: «Un periodista asesinado por los sicarios de
La Ciudad de la Alegría
.» El artículo cuenta que los dos enviados del periódico fueron injuriados, arrojados al suelo y azotados antes de ser golpeados con barras de hierro por los responsables de seguridad de la producción. Desde luego, no hay ni una sola palabra de verdad en esto, pero el asunto desencadena pasiones. Inculpados por agresión física con resultado de muerte, Joffé y su director de producción son objeto de una denuncia. Contraatacan exigiendo que se practique la autopsia de la supuesta víctima. El informe del médico forense establece que el periodista ha fallecido de muerte natural, a consecuencia de un cáncer de las vías linfáticas en fase terminal. No se ha podido encontrar la más mínima herida ni rastro de contusiones en su cuerpo.
Ajkaal
se guarda mucho de publicar la información. Profundamente herido, el realizador se precipita hasta la oficina del redactor en jefe. «Señor Joffé —le espeta éste—, sabemos que en Calcuta se puede comprar todo. Incluso un informe de autopsia.»
Las intimidaciones, manifestaciones y agresiones se multiplican. Quienes se han propuesto acabar con la película tienen una gran imaginación. Provocan que los agentes de la aduana intervengan las bobinas impresionadas. Obligan al Comité Indio de Protección de la Infancia a que presente una querella. ¿Acaso no se emplean en la película niños menores, violando la ley de 1986 que prohíbe el trabajo infantil? Alegación surrealista en esta ciudad donde miles de niños esclavos trabajan día y noche por salarios de miseria en talleres que son tugurios de trabajos forzados. Los tres jóvenes actores de la película tienen la suerte de disfrutar de las severas medidas de protección previstas por la ley estadounidense sobre el empleo de niños en una película. Entre otras cosas, los productores han tenido que contratar a tres maestros para garantizar la continuidad de sus estudios.
Una jauría de abogados y de magistrados invade entonces la Corte Suprema de Bengala con el pretexto de que, en una escena de la película, una joven prostituta ofrece sus servicios a Patrick Swayze. «Este episodio es un insulto a la dignidad de la mujer india», declaran. El juez ordena la suspensión del rodaje hasta que la escena pueda ser visionada por el tribunal. Las aglomeraciones, atropellos y atascos que provoca el rodaje impulsan al ministro en jefe de Bengala a entrar a su vez en la batalla. «No puede ser que las calles de Calcuta se conviertan durante cuatro meses en un estudio de cine», exclama ante los periodistas.
Para finalizar, unos policías se presentan en el Hotel Oberoi Grand con un papel de color azul. Es la prohibición definitiva para filmar en la vía pública. El director se recluye, con su equipo y su material, en su decorado cerca de los muelles. Cada mañana, una columna de autocares transporta a su ejército de extras. En unos minutos, esas calles fantasmales vibran con un bullicio multicolor, con una cacofonía exuberante, con el humo crepitante de los braseros. Pero la protección de las empalizadas erigidas en torno a este barrio de chabolas de cine demuestra ser poco eficaz. Los camiones que transportan la comida de la compañía son interceptados y saqueados. El día en que se prepara la escena en la que los sicarios del padrino bombardean mediante botellas incendiarias la pequeña leprosería que acaban de abrir los personajes interpretados por Patrick Swayze y la británica Pauline Collins, veo que unos manifestantes escalan el recinto para lanzar una lluvia de cócteles molotov. Por fortuna, no hay víctimas, pero esta agresión terrorista traumatiza a actores y técnicos. Por la noche, Joffé los reúne a todos en el gran salón del hotel. Con tono grave, declara: «El que quiera es libre de dejar el rodaje.»