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Authors: Dominique Lapierre

India mon amour (7 page)

En el vagón de tercera clase del tren que me lleva de Nueva Delhi a Calcuta no hay ni revisor con guantes blancos ni camareros. Mientras Larry Collins vuela hacia Madrás, Bangalore y Bombay a fin de conocer a importantes personajes para nuestra labor de documentación, le soy infiel a mi compañero de cuatro ruedas y parto en tren bajo las huellas del Mahatma Gandhi, cuya mera presencia, en agosto de 1947, salvó a la gran ciudad del este del país de un espantoso genocidio entre hindúes y musulmanes. Aparte de sus piernas, el ferrocarril fue el único medio de locomoción que utilizó el liberador de la India en sus incesantes desplazamientos a través del país. Siempre exigía viajar en tercera clase, con los intocables, los leprosos, los campesinos. A lo largo de toda su vida, estos trayectos en compañía de los más desheredados ayudaron al Mahatma a identificarse con las fuerzas profundas de la nación.

—Si supiera lo que los caprichos de Gandhi costaron al Tesoro británico… —nos reveló lord Mountbatten, el último virrey de la India—. Teníamos tanto miedo de que lo asesinaran que todos los viajeros de sus vagones de tercera clase (intocables, mendigos, leprosos…) eran inspectores de policía disfrazados.

Para sumergirme mejor en el recuerdo del Mahatma, también yo he decidido coger un vagón de tercera clase. ¡Menuda experiencia, dura pero rica! Comparto mi austero asiento de madera con tres magníficas criaturas vestidas con saris de muselina de vivos colores, el rostro maquillado con polvos de color escarlata y pasta de sándalo. Sus voces no me dejan ninguna duda al respecto. Mis compañeros de viaje son eunucos. Se dirigen a la gran peregrinación que cada año reúne en la región de Benarés a trescientos mil miembros de su comunidad.

¡Qué experiencia, dejarse llevar durante dos días a cuarenta kilómetros por hora, a través de las inmensidades abrasadas por el sol de la llanura indogangética, en el calor sofocante, entre el hollín, los gritos, los llantos, los olores de incienso, de curry y de orina, en medio de un prodigioso festival de colores, sonrisas, vitalidad, dignidad! Gandhi sin duda tenía razón: para conocer y amar verdaderamente un pueblo, la mejor manera es viajar con él en un vagón de tercera clase.

El enorme caravasar de la estación de Howrah, la ciudad gemela de Calcuta donde desembarcó el Mahatma un cuarto de siglo antes, sigue siendo un campamento de refugiados que invaden los andenes, los vestíbulos, las salas de espera, las aceras. La partición del país en 1947 y la guerra de 1971 entre la India y Pakistán hizo que millones de personas huyeran a Calcuta aterrorizadas por las masacres. Me siento proyectado a una corte de los milagros. Bajo la luz macilenta de los tubos de neón, mujeres de senos vacíos despiojan a niños de vientre hinchado; niños vestidos con harapos husmean entre las basuras en busca de algo que comer; hay leprosos que se arrastran sobre tablas con ruedecillas tendiendo su escudilla; hordas de perros sarnosos duermen encogidos sobre sí mismos. Como contrapunto, se producen escenas de vida trepidantes. Una nube de
coolies
vestidos con túnicas rojas trotan de un lado para otro, llevando en la cabeza pirámides de fardos y de maletas; vendedores de hojas de betel, de frutas, de cigarrillos, de agua, serpentean entre la multitud; una oleada de taxis y de coches se abre paso a golpes de claxon para depositar a los viajeros ante la puerta misma de sus vagones; se forman interminables colas en torno a las taquillas. El espectáculo me embriaga, y me aturde el ensordecedor bullicio de los altavoces, de los gritos, de las llamadas, de los silbidos de las locomotoras.

Una visión insólita me asombra. ¿Por qué hay tantas balanzas automáticas en este vestíbulo de la estación? Ante cada una de ellas se apiña gente que no tiene más que la piel sobre los huesos. ¿Por qué se gastan una valiosa monedita de veinte
paisa
para conocer el grado de su delgadez? Termino por descubrirlo. En el reverso de la indicación del peso, cada papelito ofrece también el horóscopo. En Calcuta, tal vez las balanzas automáticas son las únicas que se atreven a garantizar la promesa de un mejor karma.

¡Calcuta! Al salir de la estación y de todas sus visiones infernales, ¿cómo podía imaginar que la ciudad a la que acababa de llegar acabaría teniendo tanta importancia en mi vida?

Encuentro una habitación en el Bengal Club. Hasta el final del imperio, una placa en la puerta de este templo de la supremacía del hombre blanco anunciaba que la entrada del club estaba prohibida «a los perros y a los indios». Sin rencor alguno, los prósperos burgueses de la ciudad tomaron el relevo de sus colonizadores. Habían dejado los retratos de sus antiguos amos en las paredes de los salones y de las salitas de fumar. Criados con los pies desnudos, vestidos con las mismas libreas y tocados con los mismos turbantes que antaño, seguían sirviendo, en la vajilla con las armas de la Compañía de la India, la insípida
Mulligatawny soup
y el cordero a la menta, importados de las brumas inglesas, bajo los trópicos de Bengala. Cada mañana, exactamente a las cuatro y media, el viejo
bearer
musulmán destinado a mi habitación, y que ha pasado la noche en el pasillo, presto a saltar a mi menor llamada, me trae el tradicional
early morning tea
bien negro, bien caliente y bien dulce, con el que comienzo cada jornada en la India. Este rico brebaje me da fuerzas para ir hacia el Victoria Memorial, el enorme «pastel» de mármol blanco que los propios indios edificaron por suscripción pública para honrar a su emperatriz. Delante del edificio, en un jardín ricamente embellecido con flores, la imponente estatua de la reina Victoria, desde lo alto de su trono, parece que haga señas a sus súbditos para que se acerquen. Porque este monumento es un punto de encuentro al que acuden, a cada amanecer, miles de habitantes para un baño colectivo de clorofila. Me encuentro en medio de decenas de comerciantes vestidos con
dhotis
, matronas bien rollizas envueltas en saris multicolores, estudiantes en pantalones y camisas blancas, jubilados con su legendario casquete blanco del combate por la independencia. Todos vienen a estirar las piernas a la espera del acontecimiento primordial que gobierna la vida de millones de indios: el alba.

En el instante mágico en el que el disco rojo de Surya, el dios sol, surge de entre las brumas lechosas para enmarcarse entre las cuatro torretas del campanario neogótico de la catedral de Saint-Paul, estallan aplausos frenéticos. Sentado en la posición del loto, un hombre santo con un vestido color azafrán recita mantras, mientras que un grupo de jóvenes hindúes entonan un canto de acción de gracias. Inmovilizadas, como si estuviesen hipnotizadas, parejas e incluso familias enteras contemplan con respeto la bola de fuego que anuncia el fin de las tinieblas y el nacimiento de un nuevo día. Yo me siento embargado por la emoción general.

Al otro lado del Victoria Memorial me sorprende otro espectáculo bien diferente. Como el célebre monumento, el hipódromo también es un atractivo indudable de esta ciudad, en cuyo despertar matinal también participa el entrenamiento diario de los purasangres. Un carrusel mágico, irreal, asombroso, que presagia un sinfín de sorpresas.

Para desplazarme por esta ciudad perpetuamente paralizada por embotellamientos terribles, para circular sobre todo por las estrechas callejas de los barrios de chabolas que Gandhi pacificó en 1947, utilizo un medio de transporte que todas las ciudades de la antigua colonia han eliminado desde entonces de sus calles: un
rickshaw
. En Calcuta, cincuenta mil hombres-caballos siguen tirando de sus carretas para transportar gente y mercancías. Entablo amistad con uno de ellos. Hasari Pal es originario del Bihar, una provincia muy pobre del nordeste. A los treinta y cinco años, ha alcanzado una edad récord en esta profesión, donde raramente se superan los treinta años, a causa de la tuberculosis que les devora los pulmones. Como tantos campesinos, Hasari Pal se vio obligado a vender su único campo a fin de reunir la dote sin la cual su hija no habría podido casarse. Privado de todo recurso, partió hacia la ciudad-espejismo de Calcuta. Un conductor de
rickshaw
originario de un pueblo vecino le dejó alojarse en el hueco de la escalera que compartía con otras seis personas de la misma región. Al poco tiempo este conductor consiguió que su jefe lo contratara. Después de pagar el alquiler de su carretilla y satisfacer los diferentes diezmos correspondientes a intermediarios, policías y otros parásitos, le quedan a Hasari el equivalente de menos de treinta euros al mes para alimentarse y enviar un giro postal a su familia, que se ha quedado en el pueblo.

Un día le pregunto a este pobre hombre si me da permiso para tirar de su herramienta de trabajo. Estupefacto ante el hecho de que un
sahib
quiera, ni que sea por un momento, cambiar de encarnación hasta ese punto, se apresura a satisfacerme. Me muestra las marcas de sus palmas en las barras, allí donde ha desaparecido la pintura.

—¿Lo ves, hermano? Lo importante es encontrar el equilibrio del
rickshaw
en función del peso que llevas. Para ello, debes poner las manos en el lugar adecuado.

Siguiendo sus consejos, me sitúo entre las barras y doblo la espalda para intentar poner en marcha el aparato. Se precisa una fuerza de búfalo ya que, incluso vacío, pesa más de ochenta kilos. Mis músculos se tensan al máximo. Se me hinchan las mejillas. Me siento propulsado hacia adelante, empujado por el peso de la carretilla, que parece avanzar sola. Es una sensación irreal. Para ralentizar o parar, se precisa una fuerza todavía mayor que para arrancar.

Mi descabellada iniciativa provoca una aglomeración. Ningún bengalí recuerda haber visto nunca a un hombre-caballo de piel blanca corriendo por las calles de Calcuta. Hasari está exultante. El oprimido, el aplastado, el sufrido, el esclavo humillado durante tantos miles de kilómetros, ha adoptado el papel de pasajero en el estrecho asiento de molesquín rojo. Un corro de chavales nos escolta riendo. Hasari debe de creerse en el carro mitológico de Arjuna, tirado por sus asnos alados a través del cosmos. ¡Pobre Hasari! Sabe que, en la jungla de la circulación, no es más que un paria comparado con los conductores de los vehículos a motor, en particular los de los autobuses y los camiones, que se dan el sádico gusto de rozar a los
rickshaws
lo más cerca que pueden, de asfixiarlos con los gases de sus tubos de escape, de aterrorizarlos a golpes de claxon. Salgo de esta aventura roto, pero desbordando admiración por el coraje de estas víctimas de un karma nefasto.

Mi buena estrella de investigador vela sobre mí, incluso entre la loca agitación de Calcuta. Encuentro a dos compañeros íntimos del liberador de la India. No lo abandonaron a lo largo de todas las jornadas dramáticas de agosto de 1947, cuando su mera presencia impidió que la capital de Bengala se precipitara en el horror. Ranjit Gupta era uno de los oficiales de policía encargados de su seguridad; el escritor Nirmal Bose ejercía de secretario suyo. Los dos se convierten en mis
sherpas
, guiándome paso a paso, hora tras hora, en la intimidad del salvador de Calcuta y de sus ocho millones de habitantes. Un año antes de su llegada a Calcuta, una atroz masacre de odio racial y religioso provocó veinticinco mil muertos en tres días. En 1947, con ocasión de la división de la India, centenares de miles de víctimas prometían crear una explosión de odio entre hindúes y musulmanes.

Gracias a mis dos cicerones, encuentro la casa donde Gandhi se instaló para llevar a cabo su milagro. Una casa de la que se han adueñado las ratas, las serpientes y las cucarachas, en un suburbio popular al este de la ciudad, donde hindúes y musulmanes habían comenzado ya a destriparse. Para apagar el incendio, Gandhi blandió el arma más paradójica que se podía emplear en aquella ciudad donde morir de hambre era, desde siempre, la más común de las maldiciones. Lo que emprendió fue un ayuno, un ayuno que estaba decidido a proseguir hasta su muerte si sus compatriotas no ponían fin a su sanguinaria locura.

Al amanecer del tercer día, la voz del Mahatma ya no era más que un murmullo imperceptible y su pulso era tan débil que se podía creer que su fin era inminente. Mientras se difundía la noticia, la angustia y los remordimientos invadieron Calcuta. Y se produjo el milagro. Mientras los últimos alientos de vida luchaban en el cuerpo agotado del viejo profeta, una oleada de amor y de fraternidad recorrió la inhumana metrópolis para salvar al «padre de la nación». Cortejos de musulmanes y de hindúes se diseminaron por los barrios más afectados por la furia asesina para restaurar el orden y la calma. Para probar su sinceridad, una serie de sicarios acudieron a la cabecera del Mahatma, abrieron los pliegues de sus
dhotis
y arrojaron a sus pies una lluvia de cuchillos, puñales, sables, pistolas y ganchos, todavía manchados con el rojo de la sangre. En las espesuras miserables de Kelganda Road y en torno a la estación de Sealdah, los sicarios de todas las comunidades envainaron de nuevo las armas para colgar todos juntos las banderas de la nueva India en las farolas y los balcones.

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