Authors: Dominique Lapierre
Me quedo tranquilo: los sijs son los taxistas, los camioneros, los pilotos de la India. El gurú Nanak, el santo fundador de su comunidad, les insufló el genio de la mecánica. El anciano ausculta el aliento del Rolls-Royce. Asisto entonces a un extraordinario ritual como sólo la India de las castas puede engendrar. Una vez terminado su examen, el viejo sij pega a su vez una palmada. Ante esta señal, un joven mecánico de nacimiento «inferior», originario del sur, como indica su piel, muy negra, trae sobre una bandeja un destornillador, unas tenazas y una llave inglesa. El sij coge delicadamente el destornillador y sumerge su turbante de color rojo en el motor. Observo febrilmente el resultado de esta inmersión. Entonces se entabla una larga discusión con palabras aterciopeladas entre el director y el jefe de los mecánicos. Hablan en punjabí. Por la gravedad de sus rostros comprendo que el diagnóstico no es muy optimista. Finalmente, el director se vuelve hacia mí:
—Sir, nos gustaría que nos dejara el coche para que pudiéramos someterlo a un examen exhaustivo —me anuncia.
—¿Un examen exhaustivo? —repito, presa del pánico.
Es lo que más temía. ¿Puede ser que acabe encontrándome con un coche inválido para siempre, cuando en realidad sólo sufre una indisposición pasajera?
—¿Cuánto tiempo desearían tener para ese examen? —le digo, ya en el colmo de mi inquietud.
—Bueno… digamos… una semanita —contesta el director tras consultar con el jefe de los mecánicos.
Así que tendré que vivir los ocho días más angustiosos de mi vida. Para exorcizar la imagen de mi Silver Cloud desmontado en un taller mecánico, decido sumergirme en Cachemira. Pero ni el embrujo de mis paseos en barca por el lago Dal de Srinagar, ni el embriagador descubrimiento de los jardines de Shalimar, ni el de los tesoros de la artesanía local, pueden distraer mi mente del British Garage. Al octavo día, con el corazón en un puño, vuelvo a encontrarme con mi coche. Me parece más hermoso y deslumbrante que cuando lo había dejado. La ventanilla del conductor está bajada, y la llave de contacto está en su sitio, junto al volante. Sin perder tiempo me instalo en mi asiento, alargo la mano para poner el motor en marcha. Ni la sombra de un estremecimiento bajo el capó. Repito la operación. En balde. Mi Rolls sigue inanimado. Loco de angustia, corro hasta el despacho del director.
—¿Qué le han hecho a mi coche? —grito, enloquecido.
Sin contestar, el hombre se ajusta la corbata y se levanta. Al llegar ante el coche, me ruega que abra el capó.
—¡Oh! —exclamo, estupefacto.
El motor que creía ya muerto está rodando perfectamente, pero en un silencio tan absoluto que ni se oye. En cuanto al repiqueteo, un golpe de acelerador me confirma que ha desaparecido bajo los dedos mágicos del sij del turbante de color escarlata. Entonces me entero de que el anciano indio había sido el mecánico de los Rolls-Royce del último virrey del Imperio británico de la India.
Como agradecimiento a los dioses que han sanado mi coche, mi amada India me ofrece la posibilidad de descubrir uno de los espectáculos más conmovedores de su fanático apego a sus mitos y sus tradiciones. Aquí estoy, pues, en la santísima ciudad de Benarés, adonde vienen a morir tantos indios para escapar a la fatalidad de una reencarnación terrenal. Porque, a los pies de esta ciudad santuario, fluye el Ganges, el gran canal fúnebre que tiene el poder de ofrecer a sus adoradores la entrada definitiva en la eternidad.
Todavía es de noche cuando corro a mezclarme con la marea de peregrinos que desciende hacia el río entre una doble hilera de leprosos y de mendigos. Muchos de los que me rodean han caminado a través de todo el país durante semanas o meses para venir a purificar su cuerpo y elevar su alma sumergiéndose en el agua redentora. Cada uno lleva entre las manos un trozo de hoja de plátano sobre el que arde una pequeña mecha que se hunde en una escudilla menuda llena de alcanfor o de mantequilla clarificada. Esta lamparita, símbolo de la luz que expulsa las tinieblas de la ignorancia, se deposita sobre el agua. Pronto hay miríadas de lucecitas iluminando las orillas del río, mientras los miles de fieles juntan las palmas de sus manos en signo de recogimiento. Con la mirada hacia la orilla opuesta, desierta, las mujeres, con la silueta de sus cuerpos evidenciada por el velo empapado de sus saris, diseminan guirnaldas de flores. Hay grupos que se sumergen por completo durante largos segundos, se enjabonan, se sacuden el agua de la cabeza, se enjuagan la boca. En la orilla, unos ancianos, sentados en la posición del loto, con los ojos cerrados, parecen absortos en su meditación mientras, en los escalones más altos, van y vienen las vacas, los asnos, las cabras… Jóvenes becerros ofrecen el espectáculo de un combate improvisado, enfrentándose con sus cuernos para mayor gozo de los niños. Hombres santos salmodian algún mantra ritual en un tono gutural. En las terrazas, brahmanes de voluminoso vientre, instalados bajo parasoles hechos con hojas administran su bendición o recitan para un círculo de devotos unos versículos de las escrituras védicas. Todos esperan la renovación del milagro cotidiano, la aparición del disco de fuego que surgirá en la otra orilla, el sol, origen de todas las manifestaciones de la vida. En el momento en que su aureola se atisba en el horizonte, las cabezas se orientan hacia él en una explosión de fervor. Luego, para agradecer este milagro, los fieles le hacen ofrenda del agua del Ganges —que disuelve todas las formas— y dejan que fluya lentamente desde sus palmas entreabiertas en un gesto de adoración.
Unos instantes después, voy a saludar, ante la puerta del Templo de Oro, el santuario de piedra más venerado de Benarés, al
pandit
Brawani Shankar, una de las autoridades más santas de la ciudad. Como cada mañana, este hombre de Dios llevará a cabo uno de los ritos más antiguos de la religión hindú. Con un vaso de cobre lleno de agua del Ganges y una copa de sándalo en las manos, atraviesa el recinto del templo para detenerse ante una gran piedra de granito. Esta roca redondeada es la reliquia más preciada de Benarés. Al sustraerla al pillaje de las hordas fanáticas del conquistador musulmán Aurangzeb, los antepasados del hombre santo conquistaron el derecho a ser sus guardianes hereditarios. Prosternándose ante ella antes de inundarla con el agua sagrada y untarla con la pasta de sándalo, el
pandit
Brawani Shankar expresa una de las formas más antiguas del fervor brahmánico. Este trozo de roca es un
lingam
, es decir, un emblema fálico de piedra que simboliza la potencia vital del dios Shiva, el atributo de la fuerza y del poder regenerador de la naturaleza. Benarés es un centro de este culto. Los
lingams
se erigen en casi todos los templos, en el fondo de nichos abiertos en las fachadas de las casas, en las escaleras, donde velan como centinelas sobre sus altares votivos, evocando los dos principios de los que brota la vida. En el instante en que aparece el sol, miles de fieles han imitado al viejo sacerdote en su templo, untando con amor la superficie pulida de los
lingams
con pasta de sándalo, leche, agua del Ganges, mantequilla clarificada, trenzando coronas de jazmín y de claveles, y ofreciéndoles pétalos de rosas y de las hojas amargas de
bilva
, el árbol preferido del dios Shiva.
Las luces del alba colorean ahora la ciudad con una tonalidad rosa. Los peregrinos suben desde el río, con un pequeño cántaro lleno del agua santa, que se llevarán hasta su lejana aldea. En ese instante me sumerjo en el bullicio de los transeúntes y de los comerciantes que atestan una de las callejas que conducen a otro lugar sagrado a orillas del río, el
ghat
de Manikarnika.
Es uno de los lugares más alucinantes de Benarés, la explanada donde se quema a los muertos. Numerosos cadáveres terminan de consumirse sobre pilas de madera de sándalo. Los encargados de las cremaciones, intocables de la bajísima casta de los
dom
, aportan hatillos de madera y largos troncos para preparar nuevas hogueras. Bajo la galería del templete que domina la orilla fúnebre, voy al encuentro del propietario de la leña de las hogueras. Se llama Ranjit Chowdhury. Es el gran maestro de ceremonias de la cremación de los cadáveres, aquel que, en razón de su casta, es el ejecutor de las pompas que preparan a los hindúes para la inmortalidad. Es un hombrecillo de unos cincuenta años, de aire triste y cabellos que relucen de aceite de mostaza. Generaciones y generaciones de Chowdhury se han sentado antes que él sobre el almohadón de seda bordado con hilos de oro que le sirve de trono. Ante él se levanta el símbolo de su rango y de su poder, el pequeño altar en forma de pila donde arden las brasas del fuego del sacrificio de las que es guardián y que sirven para encender las hogueras.
No dejan de llegar camillas hechas de bambú, con cuerpos envueltos en telas de color blanco o rojo. En cuanto hay una hoguera disponible, los porteadores bajan hasta el río los restos del difunto, ya preparado para su último viaje, y lo sumergen una última vez en el Ganges. Uno de ellos entreabre a continuación la boca del muerto para derramar en ella unas gotas de agua. Luego el cuerpo se coloca sobre un montón de leña. Los empleados de Ranjit Chowdhury recubren el cadáver con más ramas y reparten por encima el contenido de un tarro de mantequilla clarificada.
Con la cara y la cabeza recién afeitadas, y el cuerpo purificado por un rosario de abluciones rituales, el hijo mayor del difunto da entonces tres vueltas a la hoguera para ofrecer al muerto el último adiós de su familia. Un sirviente le entrega la antorcha que hundirá en la pirámide de madera que sostiene el cuerpo. En seguida brota hacia el cielo un géiser de chispas. Unos instantes más tarde, oigo un crujido seco entre en las llamas. Es el cráneo del difunto, que acaba de estallar para dejar que su energía fluya hacia la eternidad del cosmos. Esta mañana, como en cada amanecer, como cada día y cada noche, una ciudad sagrada de la India se evade de las preocupaciones materiales del mundo para ofrecer a sus peregrinos el regalo de la liberación eterna.
Un gran sobre blanco con el blasón de dos lanzas entrecruzadas del 61.º regimiento de Caballería del ejército indio me espera a mi regreso de las hogueras de Benarés. El 61.º de Caballería es el último regimiento a caballo de la India, herencia del ejército británico. Un ejército cuyo mero nombre hacía surgir antaño todo un universo de relatos románticos que inflamaban la imaginación. Un ejército que había sido el protagonista de todas las epopeyas, el club donde toda una juventud inglesa, sedienta de gloria y de espacios, había venido a buscar la aventura. Desde los héroes de Kipling hasta Gary Cooper cabalgando en las pantallas de cine a la cabeza de los lanceros bengalíes. Toda una imaginería había popularizado las hazañas de los
gentlemen
blancos con sus cascos de plumas al mando de jinetes tocados con turbantes.
Veinticinco años después del adiós de los últimos oficiales británicos y su regreso a su brumosa isla, el 61.º de Caballería del ejército de Indira Gandhi aún mantenía algunas de las tradiciones heredadas del imperio de la reina Victoria. Por ello, el regimiento organizaba una vez al año uno de los peligrosos juegos inventados por los caballeros de Su Graciosa Majestad, una caza del jabalí con lanza. La tarjeta que encuentro en el sobre con las armas del 61.º regimiento de Caballería me invita a participar. Es un gran honor del que disfrutan muy pocos extranjeros. Para mí, que tan a menudo lamento no haber sido un lancero bengalí persiguiendo a los feroces guerreros patanes en las laderas del paso del Khyber, la invitación del 61.º de Caballería me llega como un consuelo. Sé a qué ruda prueba física me voy a enfrentar. Para prepararme, me precipito a caballo cada mañana al campo de polo de mis amigos de la guardia presidencial. Empuñando el mazo más pesado que encuentro, me lanzo a tumba abierta, más que al galope, de una portería a otra detrás de las bolas que me lanza un entrenador como si fueran jabalíes. Un rudo entrenamiento que me demuestra que no tengo ninguna posibilidad de llegar a figurar jamás en los títulos de crédito de
Tres lanceros bengalíes
.
Al volante, naturalmente, de la prestigiosa encarnación del pasado que poseo, parto hacia el campamento del 61.º de Caballería erigido para la caza a orillas del Ganges, a un centenar de kilómetros al norte de Nueva Delhi. Decir que la guardia de honor parece que fuera a recibir nada menos que al propio virrey no es en absoluto exagerado. Apenas la calandra plateada coronada por su figurita alada hace su aparición en la entrada del campo, mi Silver Cloud se gana el derecho a recibir un «¡Presenten armas!» en la más solemne tradición de la Guardia de Buckingham. Dos oficiales se presentan en seguida solícitos en torno a mi coche para guiarme hacia mis «aposentos», una impresionante serie de tres tiendas que acogen un salón-comedor, un dormitorio y un cuarto de baño. Las dos personas destinadas a mi servicio, un
bearer
y un
sweeper
, ambos vestidos con una túnica blanca realzada con un cinturón y un turbante con los colores verde y oro del regimiento, cogen mis cosas del maletero del coche antes de cubrir el Rolls-Royce con una lona para protegerlo del sol. En la India, un coche semejante tiene que ser tratado como un dios.