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Authors: Dominique Lapierre

India mon amour (15 page)

BOOK: India mon amour
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Con ocasión de la inauguración de las nuevas instalaciones del dispensario, Wohab y Sabitri plantan una joven acacia en el patio. A sus pies ponen una placa que lleva su nombre. Lo han bautizado como
«Dominiques’ tree»
, el árbol de los Dominiques. La acacia pasará a ser un familiar en nuestra vida. Regularmente nos enviará una postal: «Hermano Mayor y Hermana Mayor Dominique, me han regado muy bien —dice en una de ellas—. He crecido cuarenta centímetros de golpe. Pronto podré dar sombra a los enfermos. Volved los dos, en seguida. ¡Os echo de menos!».

Un sacerdote francés me solicita también ayuda financiera. Ha creado hogares en las afueras de Calcuta y en Jalpaiguri, a los pies del Himalaya, donde se hacen cargo de varios centenares de niños provenientes de familias muy pobres, afectados por serias minusvalías. Algunos de los niños que ha acogido, enfermos de poliomielitis o de tuberculosis ósea, nunca podrán caminar, tendrán que desplazarse sobre tablas con ruedas. Otros, afectados por el síndrome de Down, discapacitados motores, espásticos, retrasados mentales, nunca serán completamente autónomos. También hay sordomudos, ciegos, autistas. Estos niños necesitan la asistencia de un personal numeroso y experimentado, lo cual multiplica por dos los gastos de mantenimiento y educación. Porque el padre François Laborde no se contenta con recoger a estas víctimas de nacimiento o de accidentes de la vida, con vestirlas, alimentarlas, curarlas. También les ofrece una especie de renacimiento a una vida casi normal. Es preciso ver la infinita paciencia de su equipo de
didi
, vestidas con saris, que se entregan sin descanso a fin de volver a poner en movimiento las piernas y los brazos inertes de los pequeños minusválidos, despertar la inteligencia en niños disminuidos mentalmente, enseñar a bordar y hacer ganchillo a niñas ciegas, iniciar a la danza a niños sordos de nacimiento, para comprender la suma de amor y de esperanza que representan estos hogares. Inmediatamente me hago cargo de estos centenares de niños, así como de la construcción de una primera escuela. A lo largo de los veinticinco años siguientes enviaré el equivalente a más de dos millones y medio de euros a este religioso que se ha propuesto salvar a los niños deficientes de Calcuta.

Un día, Gaston nos presenta a un joven musulmán de veintiséis años que nació y creció en su barrio de chabolas. Mohammed Kamruddin ha consagrado su vida a socorrer las miserias de su barrio. De día trabaja de enfermero en un dispensario y, de noche, acude a las urgencias de las callejas y los patios interiores. Este chico, que habla y escribe un inglés refinado, irradia una curiosidad y una cultura asombrosas para alguien que nunca ha tenido otro horizonte que las cloacas a cielo abierto y los rostros leprosos de su entorno. Gracias a una serie de libros de medicina que le ha procurado Gaston, ha logrado superar los exámenes necesarios para obtener el diploma de doctor en homeopatía. Su sueño es abrir un dispensario en un barrio todavía más pobre de la gran periferia de Calcuta. En su cabeza hierven otros proyectos. Todos ellos apuntan a las raíces mismas de la miseria y del subdesarrollo: Kamruddin quiere crear guarderías, escuelas primarias, centros de aprendizaje, bibliotecas, talleres de artesanía. Quiere organizar un sistema de préstamos de utensilios de cocina, de vajilla y de pabellones de tela para las fiestas de las bodas, excavar pozos y letrinas, construir cloacas. Quiere edificar todo un pueblo para alojar a las familias indígenas que viven en la calle o en infames chabolas devastadas cada verano por los monzones.

El joven médico musulmán hará realidad todos sus sueños. En veinte años le habremos enviado el equivalente de varios millones de euros a su asociación Hermanos y Hermanas Unidos. Construirá su aldea: cincuenta viviendas con fuentes y aseos, y dos grandes salas comunitarias destinadas a las ceremonias de las diferentes religiones, a reuniones educativas, a un taller de formación de costura y bordado para chicas y mujeres abandonadas o viudas. Creará incluso un hogar para jóvenes minusválidos. Este pueblo se sumará a los setecientos cincuenta mil con que cuenta el país. Kamruddin lo bautizará «The Dominique Lapierre City of Joy Village».

Otros seres luminosos, inspirados y formados por Gaston reciben también nuestra ayuda entusiasta. Sukeshi, una intrépida enfermera bengalí sin diploma oficial, sabe tanto como cualquier especialista de los hospitales de Calcuta. El dispensario que montó prácticamente ella sola en plena zona rural del sur del delta se ocupa de todas las aflicciones a cuarenta kilómetros a la redonda. Con un poco de alcohol, unas pinzas, un bisturí y unos pocos medicamentos, cura hasta quinientas personas al día. El espectáculo de estos desfiles patéticos de enfermos me perseguirá toda la vida. Las madres llevan a sus bebés cubiertos de forúnculos, abscesos, ántrax, alopecias parciales, sarna. Gastroenteritis y parásitos afectan a un niño de cada tres. Lo más insoportable es el espectáculo de los bebés raquíticos con el vientre hinchado. A los doce meses pesan menos de tres kilos. También están las urgencias: las mordeduras de perros rabiosos y de serpientes, los accidentes, las puñaladas, las quemaduras, los ataques de locura, los envenenamientos. Un día, una joven muestra a Sukeshi una marca muy evidente en su bonito rostro. El pinchazo de una aguja en la mancha no le provoca ninguna sensación, lo cual basta para que la enfermera le diagnostique lepra. Muchos pacientes vienen de muy lejos porque su única esperanza es que aquí se obre un milagro: cancerosos, enfermos del corazón, locos, ciegos, mudos, paralíticos, deformes. Por suerte, a veces hay ocasiones para sonreír. Un día, un enfermo se aproxima blandiendo una receta que tiene varios años, y en la que Sukeshi lee que, dado que sufre de un cáncer generalizado en fase terminal, debe tomarse seis aspirinas cada día. Otro exhibe, con veneración, una radiografía pulmonar que revela unas cavernas grandes como el puño y que data de hace unos veinte años. Sukeshi dedica su tiempo a escuchar, tranquilizando, reconfortando a cada uno con su cálida atención. Ella misma ha conocido la desgracia. Hija de pobres campesinos, fue abandonada, embarazada, por su marido, que se fue un día con la caja del dispensario y las pocas joyas de oro que constituían su modesta dote.

Gracias al éxito de
La Ciudad de la Alegría
y a la solidaridad de sus lectores, nuestra hermana india también podrá hacer realidad todos sus sueños. Podrá dar una oportunidad a centenares de niños intocables, edificando para ellos una escuela y repartiendo dos comidas cotidianas ricas en proteínas y vitaminas. Construirá un hogar para niños afectados de minusvalías motrices y mentales severas. Lanzará campañas de vacunación contra la viruela, el tétanos, la tuberculosis. Pronto, miles de niños que sufrían de desnutrición recibirán cada semana un complemento alimentario. Los más desfavorecidos, los más viejos, los inválidos, las viudas, en resumen, todos los desdichados de la zona encontrarán en ella un socorro financiero para comenzar una modesta actividad: abrir una tienda, crear una granja para criar pollos, montar un taller de artesanía.

A todas sus cualidades, la joven añade su habilidad en la cocina. Sus berenjenas fritas y su arroz con cardamomo quedarán en mi mente como recuerdos gastronómicos inolvidables de nuestras visitas.

Entre todos los centros a los que me apresuro a aportar el apoyo del dinero de mis derechos de autor, se halla evidentemente la institución que fue el detonante de nuestro compromiso humanitario. El Hogar Resurrección del británico James Stevens pronto se convierte en un pequeño campus. Se ha ampliado en varias hectáreas de tierra y cuatro
cottages
donde los niños descubren el agua corriente, los ventiladores que refrescan las sofocantes noches de verano, regalo de un comerciante de Calcuta. Gracias a varias hectáreas de terreno que podemos comprar, James hace realidad uno de los proyectos que más lo emocionan desde hace tiempo: lograr que el hogar y sus trescientos chicos y chicas sean cada vez más autosuficientes en arroz, verduras, frutas, pescado, huevos y aves de corral. Una victoria simbólica contra la ancestral maldición de la India: el hambre. Una victoria a la que ha podido añadir una educación puntera. El Hogar Resurrección está equipado hoy día con talleres de informática en los que los niños que ayer padecían lepra hoy aprenden a convertirse en ciudadanos del mañana de una India que, esperamos con toda el alma, un día brillará para todos.

Calcuta se convierte pronto en mi segunda patria. Un año después de que aparezca
La Ciudad de la Alegría
, nos espera allí una sorpresa mayúscula. El alcalde comunista, míster K. K. Basu, y los doscientos cincuenta miembros de su consejo municipal, nos ofrecen una magnífica recepción en la sala de fiestas de su viejo ayuntamiento, decorado con una inmensa banderola de bienvenida. En su discurso de acogida, el alcalde expresa «la gratitud de Calcuta» por la manera en que he revelado al mundo «las virtudes del coraje, de la vitalidad y de la esperanza de su población». Como agradecimiento, los elegidos de la gran metrópolis han decidido convertirnos, a mi mujer y a mí, en ciudadanos de honor de su ciudad. Entre los aplausos de la asamblea y entre las cámaras de televisión y los flashes de los fotógrafos, recibimos la medalla de oro de la ciudad. Muy emocionado, contesto que recibimos esta medalla en nombre de todos los héroes de esos barrios de chabolas, en nombre de todos los conductores de
rickshaws
, en nombre de todos los seres luminosos que hemos tenido la suerte de conocer en esta ciudad mágica. A ellos les pertenece antes que a nadie. La medalla honra a hombres, mujeres y niños que cada día muestran al mundo que «Si la adversidad es grande —como decía el gran poeta bengalí Tagore—, el hombre es mayor que la adversidad».

Este homenaje desencadena un huracán de aplausos. Pero la distinción más sorprendente que recibiré en ese día memorable es un documento que muestra el impacto que ha tenido mi libro en los administradores de la ciudad. El programa de desarrollo urbano de Calcuta que han elaborado se titula: «Calcuta —Ciudad de la Alegría— Proyectos para el Mañana.» Entre las primeras acciones previstas para mejorar las condiciones de vida de la población, figura la distribución cotidiana de diez litros de agua potable a cada uno de los tres millones de habitantes de los suburbios.

Esta denominación que yo tomé prestada de Gaston, la expresión «La Ciudad de la Alegría», para describir los valores ejemplares de uno de sus barrios más sórdidos, ahora toda la ciudad de Calcuta está a punto de adoptarla. Al salir del aeropuerto, unos carteles reciben a los visitantes con gigantescos «W
ELCOME TO THE
C
ITY OF
J
OY
». Los fabricantes de pintura compran páginas enteras de publicidad en los periódicos para anunciar que sus productos «pintarán la ciudad y la convertirán en una Ciudad de la Alegría». Una serie de ciudadanos descontentos interpelan a los políticos del consistorio a los gritos de: «¿Cuándo convertiréis nuestra ciudad en una auténtica Ciudad de la Alegría?» Incluso el gobierno marxista se apropia de la expresión para convertirla en un eslogan: «Venga a invertir su capital en la Ciudad de la Alegría», proclama su publicidad oficial, deseosa de borrar la deleznable reputación de la capital de Bengala en los medios internacionales de negocios. Por desgracia no existen derechos de autor para proteger la denominación de «La Ciudad de la Alegría». ¡Qué lástima! Los ingresos correspondientes me habrían permitido multiplicar hasta el infinito las acciones humanitarias que me solicitan sin cesar.

Una de estas acciones nos obsesiona especialmente desde hace años, a Gaston, a Dominique y a mí. Si hay un lugar del mundo desprovisto de cualquier socorro médico, un lugar en el que los habitantes son tan pobres que ni siquiera disponen de las pocas rupias que cuesta un billete de transbordador para ir a consultar a un médico o a un curandero en tierra firme, son las cincuenta y cuatro islas del golfo de Bengala, frente al delta del Ganges y del Brahmaputra. Estas islas, enormemente pobladas, siempre son las primeras víctimas de los ciclones que devastan periódicamente el nordeste de la India. La tierra, salina, sólo ofrece una única y mísera cosecha de arroz al año. Para impedir que las familias mueran de hambre, numerosos campesinos se ven obligados a ir a buscar miel silvestre al inmenso bosque de manglares de los Sunderbans que bordea sus islas, a lo largo de la frontera con Bangladesh. Esta zona, diariamente cubierta por la marea, está habitada por una especie de tigres particularmente peligrosos. Cada año, numerosas decenas de recolectores de miel silvestre, como el padre de la joven Shanta, a la que conocimos en la Ciudad de la Alegría, perecen devorados por estos tigres.

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