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Authors: Dominique Lapierre

India mon amour (16 page)

BOOK: India mon amour
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Estas fieras llevan una existencia semiacuática. Nadan, se alimentan de pescados, incluso atacan a los cocodrilos, y no dudan en acercarse a las barcas para matar a un pescador. Cuando detectan una presa en un sendero del bosque, la siguen durante días. Se lanzan sobre su víctima siempre por detrás. Para intentar intimidar a estos terroríficos depredadores, los campesinos que van a recoger la miel se ponen en la nuca una máscara de aspecto humano equipada de pilas eléctricas que provocan que los ojos emitan destellos. En muchos puntos de esta reserva, el departamento de bosques ha situado maniquíes conectados a potentes acumuladores eléctricos. Al menor contacto, el animal recibe una descarga de tres mil voltios.

Nadie ha podido explicar todavía la extrema ferocidad de estos animales. Su gusto por la carne humana se podría deber al hecho de que frecuentemente se alimenta de restos humanos procedentes de las hogueras funerarias instaladas a lo largo del Ganges. Dado que la madera cuesta muy cara, los habitantes de la región a menudo no pueden incinerar por completo a sus muertos. Entonces lanzan sus restos al río y la corriente los arrastra hasta las lindes del bosque.

Además de los tigres, la tuberculosis, el cólera, el paludismo, la disentería y todas las enfermedades carenciales causan estragos en estas islas desfavorecidas. Sólo un barco-dispensario podría remediar esta situación, desplazándose de una isla a otra. Además de las intervenciones de urgencia y de los cuidados a los enfermos, permitiría organizar campañas de vacunación y de prevención de la tuberculosis, promover programas de educación, planificación familiar, higiene, desarrollo económico familiar… Este proyecto representaría una auténtica revolución sanitaria y social para la región. A fin de poder cumplir con estas exigencias, la embarcación debería contar con un equipo de radiología con su grupo electrógeno, una instalación quirúrgica rudimentaria y un refrigerador de energía solar para conservar vacunas y medicamentos. El equipo debería contar con dos médicos, varios enfermeros y una tripulación competente.

El coste de semejante proyecto supera en mucho nuestros recursos. ¿Cómo encontrar el equivalente de los cien mil euros necesarios? «Dios proveerá», me repite la Madre Teresa cada vez que le hablo de una situación difícil o que reclama un esfuerzo financiero particular. En el caso de nuestro barco-dispensario, Dios elige como intermediaria a una joven pareja de holandeses propietarios de la empresa Merison, uno de los mayores distribuidores mundiales de artículos de menaje. Alexander van Meerwijk y su mujer han asistido a una de mis conferencias. Han venido a Calcuta a visitar las diferentes organizaciones humanitarias que financiamos. Se han entusiasmado tanto por el trabajo llevado a cabo que deciden conmemorar de una manera muy particular el centenario de su empresa. En lugar de invertir en costosas celebraciones, nos entregan un cheque por la cantidad que necesitábamos, que nos permite acondicionar el barco-dispensario que hoy lleva el nombre de
Merison Van Meerwijk City of Joy Boat Dispensary
. Por desgracia, esta embarcación únicamente puede abarcar una decena de islas. Se necesitarían siete al menos para cubrir toda la zona. Una empresa imposible a causa de su coste y de la dificultad que representaría la gestión de semejante flota en una región tan peligrosa e imprevisible como las bocas del Ganges y del Brahmaputra. De todos modos, al final lograré armar tres embarcaciones más. Una de ellas llevará el nombre de
Pere Roquet
, un generoso banquero del Principado de Andorra. Otro barco será bautizado como
Friends of Italy
, a causa de la participación de la ciudad de Lecco y de otros generosos donantes italianos. Equipadas con instalación de radio VHF, cuatro embarcaciones pueden coordinar hoy intervenciones inmediatas. Una hazaña casi única en la India, y tal vez en todo el Tercer Mundo, que permite que la ayuda humanitaria se adelante a los sufrimientos de algunas de las poblaciones aisladas más desfavorecidas. Con ocasión del terrible ciclón Aila, el 27 de mayo de 2009, nuestros barcos-dispensario se enfrentaron al terrible oleaje para salvar a millares de habitantes en apuros, aportándoles agua potable, víveres y cuidados médicos de urgencia.

Mi amada India no deseaba que mis impulsos de solidaridad se limitaran a los barrios de chabolas de Calcuta y a las regiones desheredadas de la Bengala rural. Un día me envía a un chico de alta estatura, con la frente ceñida por una bandana multicolor. Se llama Satinath Sarangi, pero se le conoce con el diminutivo de Sathyu. Procede de Bhopal, una ciudad de ochocientos mil habitantes situada en el centro del país. Este antiguo ingeniero mecánico ha dedicado su vida a aliviar las aflicciones de los supervivientes de la mayor catástrofe industrial de la historia, la explosión de una fábrica de pesticidas en pleno corazón de Bhopal, que causó treinta mil muertos y envenenó a medio millón de habitantes. Sathyu me dice que, quince años más tarde, hay gente que sigue muriendo mientras que decenas de millares de pobres luchan por recibir cuidados. El muchachote de la bandana multicolor es el líder de este combate. Ha leído
La Ciudad de la Alegría
y ha oído hablar de mi cruzada humanitaria en Bengala. Apela a mi ayuda en nombre de las víctimas abandonadas de esa tragedia.

¡Bhopal! Una joya entre todas las maravillas de la India, pero como está situada fuera de los itinerarios turísticos habituales, pocos extranjeros la conocen. Descubro una profusión de magníficos palacios, de mezquitas sublimes, de soberbios jardines. Capital de un estado más poblado que Francia, la ciudad se distinguió en la historia nacional por su rica cultura musulmana, por sus tradiciones de tolerancia, por el progresismo de sus instituciones. Un esplendor que se extendió a innumerables terrenos. Entre todas las expresiones de esta herencia, Bhopal ha prestado desde siempre una especial atención a la poesía. Perpetuando la costumbre de las Mushairas —veladas de recitaciones que permiten que el pueblo se encuentre con los mayores poetas—, la ciudad organiza varias veces al año monumentales manifestaciones en el Lal Parade Ground, el campo de maniobras de la antigua caballería real. Con los ojos iluminados de felicidad, sesenta y cuatro mil amantes de la poesía suelen escuchar durante noches enteras cómo los poetas cantan a los sufrimientos, las alegrías, las búsquedas eternas del alma. «No llores más, amada mía —implora una de las canciones preferidas por los bhopalíes—. Aunque de momento no es más que polvo y lamentos, tu vida canta ya la magia de tu existencia futura.»

¿«La magia de tu existencia futura»? Una promesa mítica que se transformó en una pesadilla cuando, en 1960 llegó un Jaguar Mark VII de color gris. El hombre que lo conducía representaba al gigante estadounidense de la industria química, Union Carbide. Se llamaba Eduardo Muñoz. Su misión era encontrar un lugar en la India propicio para la construcción de una fábrica para producir un pesticida llamado Sevin, un producto fitosanitario particularmente adaptado a las necesidades de los campesinos indios, cuyos cultivos habitualmente quedaban asolados por insidiosas plagas de insectos. Bhopal ofrecía a los ojos del representante de Carbide todas las bazas posibles: situación céntrica, excelente comunicación viaria, ferroviaria y aérea; abundantes recursos en agua, electricidad y mano de obra.

Los dirigentes de la ciudad desplegaron la alfombra roja más hermosa. La llegada de una multinacional del prestigio de Union Carbide era, para la ciudad y la región, una bendición extraordinaria. Y sin embargo, según la lógica, la demanda estadounidense se tendría que haber rechazado. Según el plan de urbanismo fijado por las autoridades municipales, ninguna industria que emitiera residuos tóxicos podía implantarse en lugares donde los vientos dominantes pudieran enviar estos residuos hacia zonas densamente habitadas. Y esto es lo que sucedía en el caso del emplazamiento elegido, en el que los vientos habituales soplaban de norte a sur, es decir, hacia los barrios superpoblados de la ciudad vieja. Pero los enviados estadounidenses de Carbide engañaron a sus interlocutores indios ocultándoles que el pesticida producido por la futura fábrica debía elaborarse a partir del gas más mortal jamás inventado por la industria química: el isocianato de metilo. Los estadounidenses tenían la conciencia tranquila. En Institute, en Estados Unidos, donde habían diseñado el modelo de la fábrica india, los responsables de Carbide afirmaban que los sistemas de seguridad permitían controlar todos los riesgos del isocianato de metilo. Llegaron a afirmar que la factoría de Bhopal sería «tan inofensiva como una fábrica de bombones».

Una «inofensiva fábrica de bombones» que sembró el apocalipsis. La explosión, en la noche del 2 al 3 de diciembre de 1984, de dos depósitos que contenían cuarenta y dos toneladas de isocianato de metilo proyectó hacia la superpoblada ciudad una nube mortal que sumió en el desastre más atroz a la alegre ciudad de la poesía.

¿Por qué? ¿Por qué una aventura industrial que había comenzado como un cuento de hadas había terminado con semejante pesadilla? Iba a consagrar dos años más en mi amadísima India a descubrirlo.

En principio, el hecho de que Estados Unidos quisiera poner la quintaesencia de su tecnología al servicio de unos campesinos del Tercer Mundo martirizados por los insectos no tenía nada de anormal. Pero que este proyecto se realizara sin que se calcularan las necesidades exactas de pesticidas del mercado local, lo condenaba a un fracaso económico. Construida para producir cinco mil toneladas anuales de Sevin, cuando la India sólo podía absorber la mitad como máximo, esa «fábrica de bombones» estaba condenada fatalmente a perder dinero. A esta oscura realidad financiera se había sumado el peligro que representaba la producción en las mismas instalaciones de toneladas de isocianato de metilo necesarias para la producción de tanto pesticida. Un día, un visitante alemán, horrorizado por la cantidad de este gas mortal almacenado en la fábrica, exclamó: «¡Bhopal vive sobre una bomba atómica!»

Deseosos de reducir las pérdidas financieras, los responsables de Carbide emprendieron entonces toda una batería de recortes orientados a ahorrar. Como siempre sucede en estos casos, las primeras medidas se centraron en los gastos más fáciles de reducir: los de seguridad. Se dejaron de reponer tubos o aparatos defectuosos, se sustituyó a los mejores ingenieros por personal menos costoso, pero fatalmente menos cualificado. Finalmente, para ahorrar unos cien miserables dólares al día en facturas de electricidad, se cortó la refrigeración de los tres depósitos que contenían el gas, cuando debe mantenerse imperativamente a una temperatura de cero grados. La noche de la catástrofe, el termómetro marcaba 24 ºC. Incluso las alarmas sonoras que teóricamente debían avisar en el caso de que se registrara un calor anormal en los depósitos se habían desactivado. Por su parte, la manga de aire que debía indicar a los habitantes la dirección del viento no se podía ver.

Será preciso esperar veintiséis años para que un tribunal indio condene finalmente a varios responsables de la espantosa tragedia. Pero las penas impuestas —dos años de cárcel susceptibles de libertad bajo fianza, y el equivalente a menos de mil euros de multa— les parecieron un insulto a los supervivientes de la catástrofe, que inmediatamente iniciaron una violenta campaña de rebelión. Entre los condenados no había ningún estadounidense. Warren Anderson, el gran jefe de Union Carbide durante la tragedia, vive desde hace más de un cuarto de siglo una apacible jubilación en su lujosa propiedad de Connecticut. Estados Unidos no permitirá jamás la extradición de este capitán de la industria hacia un país del Tercer Mundo. Por su parte, la India está demasiado preocupada por atraer a otras empresas estadounidenses hacia su territorio como para desear que el principal responsable del desastre de esta desdichada ciudad acabe ante la justicia.

¡Pobre Bhopal, donde tantas mujeres siguen padeciendo múltiples cánceres, donde tantos niños siguen naciendo con el cerebro incompleto o los miembros atrofiados, donde tantos hombres siguen siendo víctimas de cegueras brutales o de colapsos respiratorios! Donde decenas de toneladas de residuos tóxicos dejados por la explosión siguen envenenando el agua de las napas freáticas que los habitantes de los asentamientos de chabolas cercanos a la antigua fábrica están condenados a beber.

El libro que publico en 2001 con Javier Moro,
Era medianoche en Bhopal
, conoce tal éxito mundial que impide que se construyan al menos otras cinco fábricas como la de Bhopal en todo el planeta. Sobre todo, me permite responder a la demanda desesperada del hombre de la bandana multicolor que vino a verme en Calcuta. Gracias a los derechos de autor y a la contribución de la fundación suiza Pro Victimis, puedo ofrecer a los supervivientes de la tragedia una clínica ginecológica ultramoderna que hoy atenúa los sufrimientos de millares de mujeres totalmente abandonadas por la ayuda oficial. También colaboro con dos comunidades de víctimas sin recursos abriendo una escuela para sus niños, dispensarios y talleres de aprendizaje para las mujeres. Sigue siendo únicamente una gota de agua en el océano de las necesidades de la miseria india. Es cierto, pero frente a la adversidad, siempre pienso en unas palabras de la Madre Teresa: «Sin esta gota de agua, el océano no sería el océano.»

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