Agarrando sus manos, yací junto a él en su corto y estrecho camastro y lo arrinconé contra la pared de piedra. Lo examiné con varios tentáculos sensoriales, estudiándolo, pero no controlándolo. Detuve su ronco gritar enroscando un brazo sensorial alrededor de su cuello y luego moviendo el mismo para tapar su boca. Me mordió, pero sus nada afilados dientes humanos no podían hacerme daños graves. Mis brazos sensoriales existían para proteger los delicados órganos reproductores que había dentro. La carne que los cubría era la más dura que podía hallarse en mi cuerpo.
El macho que yo retenía debía encontrarse en aquella pequeña caverna más a gusto de lo que estaría la mayor parte de gente. Él mismo era diminuto, la mitad del tamaño de la mayoría de machos normales. Y, además, tenía alguna enfermedad de la piel que había convertido su rostro, las manos y buena parte del resto de su cuerpo en una ruina. No tenía cabellos. Su piel era tan escamosa como la de algunos peces que había visto. Su nariz estaba distorsionada: aplastada por haber sido rota varias veces, y eso aún aumentaba su aspecto de pescado. Extrañamente, estaba libre del mal genético que tenían Jesusa, Tomás y tanta otra gente del pueblo. Pero ya resultaba bastante grotesco sin él.
Lo examiné más detenidamente, disfrutando de su novedad. Para cuando hube terminado, había dejado de debatirse y yacía inmóvil en mis brazos. Aparté mi brazo sensorial de su boca, y no gritó.
—¿Vives aquí por el aspecto que tienes? —le pregunté.
Me maldijo durante un buen rato. Pese a su tamaño tenía una voz profunda, ronca y rasposa.
No dije nada. Teníamos toda la noche.
Al cabo de un rato muy largo, aceptó:
—De acuerdo, sí, estoy aquí por el aspecto que tengo. ¿Tienes alguna otra pregunta estúpida?
—No tengo tiempo para hacerte crecer. Pero, si quieres, puedo curar el problema de tu piel.
Silencio.
—¡Dios mío! —susurró al fin.
—No te hará daño —le dije—. Y puedo haber terminado por la mañana. Si tienes miedo de seguir aquí cuando estés curado, puedes venirte con nosotros cuando nos marchemos. Entonces sí que tendría tiempo de hacerte crecer…, si es que quieres crecer.
—La gente de mi edad no crece —me dijo.
Aparté pedazos de piel escamosa, muerta, de su rostro.
—¡Oh, sí! —afirmé—. Nosotros podemos ayudar a crecer a la gente de tu edad.
Tras otra larga pausa me dijo:
—¿Está bien el pueblo?
—Sí.
—¿Qué le pasará?
—A no tardar mucho, mi gente vendrá y le dirá a tu pueblo que no tiene que vivir en cuerpos deformes, ni aislado, ni sumido en el miedo. Tu gente ha estado lejos de todo durante demasiado tiempo. No saben que hay otra colonia, más grande, de humanos sanos y fértiles, que viven y se desarrollan sin los oankali.
—¡No te creo!
—Lo sé. Pero es cierto. ¿Quieres que te cure?
—¿Puedo… verte?
—Al alba.
—Podría prender un fuego.
—No.
Agitó la cabeza, que rozó contra mi cuerpo.
—Debería estar más asustado de lo que estoy. ¡Dios mío, debería estar cagándome de miedo! Y, de todos modos, ¿qué es lo que eres, exactamente?
—Un construido. Una mezcla de humano y oankali. Un ooloi.
—Ooloi…, los raros, macho y hembra en el mismo cuerpo.
—No somos ni macho ni hembra.
—Eso decís vosotros. —Suspiró—. ¿Piensas tenerme agarrado toda la noche?
—Si he de curarte, deberé hacerlo.
—¿Por qué estás aquí? Has dicho que tu gente vendrá más adelante…, ¿qué es lo que haces tú aquí?
—Nada malo. ¿Quieres tener cabello?
—¿Cómo?
Esperé. Había escuchado la pregunta. Ahora que la absorbiese. El cabello era fácil. Podía dárselo como quien no quiere la cosa.
Puso su cabeza contra mi pecho.
—No lo entiendo —me dijo—. Ni siquiera entiendo… mis sentimientos.
Mucho más tarde, me dijo:
—¡Naturalmente que quiero cabello! ¡Y quiero piel, no escamas! ¡Quiero cabello y quiero ser más alto! ¡Quiero ser un hombre!
Mi primer impulso fue señalarle que era un hombre: sus órganos masculinos estaban bien desarrollados. Pero comprendía lo que quería decir.
—Te llevaremos con nosotros cuando nos vayamos.
Y estuvo feliz. Al cabo de un rato, se durmió. No tuve que drogarlo del modo que normalmente hacían los ooloi con los resistentes. Una vez hubo pasado su primera sorpresa y miedo, me había aceptado mucho más rápidamente de lo que lo habían hecho Jesusa y Tomás…, claro que, cuando los había encontrado a ellos, yo sólo era un subadulto. Y un ooloi adulto, un ooloi construido, tenía que ser más capaz de manejar a los humanos. O quizá fuese que este hombre —ni siquiera le había preguntado su nombre, ni él a mí el mío— era especialmente susceptible a la sustancia ooloi que yo no podía evitar inyectarle. A su manera humana había estado ansioso, realmente hambriento, de cualquier contacto. ¿Cuánto tiempo había pasado sin que nadie hubiera estado dispuesto a tocarle… excepto, quizá, para partirle la nariz? Se necesitaría un ooloi para impedirle romper él a su vez unas cuantas narices, una vez fuese lo bastante alto como para llegar hasta ellas. Probablemente lo habían tratado mal. No se apartaba de la normalidad humana del mismo modo que el resto de la gente del poblado, y los humanos se sentían genéticamente inclinados a ser intolerantes hacia las diferencias. Podían sobreponerse a esa inclinación, pero el que no lo lograsen era una realidad del Conflicto Humano. Era muy significativo el que este hombre estuviera dispuesto a abandonar su hogar con alguien que le habían enseñado a considerar como el mismísimo diablo…, alguien a quien, aún, ni siquiera había visto.
Por la mañana le había dado al humano de la caverna una nueva y lisa piel y los inicios de una buena cabellera.
—Me llevará más tiempo repararte la nariz —le dije—. No obstante, cuando lo haya hecho podrás respirar mejor, incluso con la boca cerrada.
Inspiró profundamente por la boca y me miró, luego se miró a sí mismo y me volvió a mirar. Se frotó con una mano la pelusa que le estaba saliendo, y luego puso esa mano frente a sus ojos y la estudió. No le había dejado despertarse hasta que yo mismo me había levantado, abierto la puerta a la luz del alba y hallado la corta y gruesa arma de fuego por la que había estado tanteando la noche anterior. La había vaciado de cartuchos y lanzado montaña abajo. Luego lo había despertado.
El verme le había alarmado, pero ni una sola vez tendió la mano hacia el escondrijo del arma.
—¿Cómo te llamas? —le pregunté.
—Santos. —Su voz era ahora un ronco susurro más que un ronco gruñido—. Santos Ibarra Ruiz. ¿Cómo has hecho esto? ¿Cómo es posible?
Se pasó los dedos de la mano derecha sobre el brazo izquierdo, y pareció gozar con el tacto de su piel.
—¿Creíste que anoche soñabas? —le pregunté.
—No he tenido tiempo para creer nada.
—¿Quién subirá hoy aquí?
Parpadeó.
—¿Aquí? Nadie.
—¿Quién visitará la cabaña de abajo?
—No sé. No les presto demasiada atención. ¿Vas a ir ahí abajo?
—En algún momento. Si lo deseas, puedes desayunar.
—¿Cómo te llamas tú?
—Khodahs.
Asintió con la cabeza.
—Había oído que algunos de los de tu especie tenían cuatro brazos. No me lo había creído.
—Los ooloi los tenemos.
Miró un momento mis brazos sensoriales, luego preguntó:
—¿Realmente me vas a llevar contigo y me harás crecer?
—Sí.
Sonrió, mostrándome varios dientes malos. También se los arreglaría…, haría que le cayesen y le creciesen otros.
Más tarde, aquella mañana, fuimos a la cabaña de piedra. El hombre y la mujer estaban allí compartiendo su desayuno con Aaor. Santos y yo los sobresaltamos, pero parecían estar cómodos con mi compañero de camada. Y éste parecía hallarse mejor que nunca desde su primera metamorfosis. Parecía estable y seguro en sí mismo. También parecía satisfecho.
—¿Vendrán con nosotros? —le pregunté en oankali.
—Vendrán —me contestó en español—. He empezado a curarlos. Y les he hablado de ti.
Los dos humanos me miraron con curiosidad.
—Éste es Khodahs, mi compañero de camada más íntimo —dijo Aaor—. Sin él, yo ya estaría muerto.
En realidad les dijo «mi hermano-hermana más íntimo», porque así era la mejor manera en que podíamos definirlo en un idioma humano. No era de extrañar que Santos y muchos otros creyesen que éramos hermafroditas.
—Ellos son Javier y Paz —me informó Aaor—, y ya eran pareja.
También eran parientes cercanos, claro. Se parecían tanto entre ellos como ocurría con Jesusa y Tomás, y se parecían también a éstos: gente fuerte, de tez oscura, cabello negro y grandes pechos.
Nos dieron frutos secos, té y pan a Santos y a mí. Javier y Paz parecían muy interesados en Santos. Naturalmente, también era pariente de ellos.
—¿Te sientes bien, Santos? —le preguntó Paz.
—¿Y a ti qué te importa? —le espetó Santos.
Paz me miró.
—¿Para qué lo quieres? —me preguntó—. Le das los buenos días y él te escupe a la cara.
—Necesita más curación de la que puedo darle aquí —le contesté. Volví la cabeza, para que supiera que lo estaba mirando a él—. Tendrá menos motivos para escupir cuando haya acabado con él, así que quizá no lo haga tanto. Quizás entonces le encuentre alguien con quien atriarse.
Me miró mientras hablaba, luego dejó que sus ojos se apartasen de mí. Y se quedó mirando, creo que sin verla, la rugosa superficie de la mesa de madera.
—¿Vendrá alguien hoy aquí arriba? —le pregunté a Paz.
—No —me respondió—. Hoy aún nos toca guardia a nosotros. Juana y Santiago vendrán mañana a relevarnos.
Santos habló brusca y atropelladamente:
—¿Realmente vais a iros con ellos?
—Naturalmente —le respondió Paz.
—¿Por qué? Deberíais tenerles miedo. Deberíais estar aterrorizados. Cuando éramos niños, nos contaban que el demonio tenía cuatro brazos.
—Ya no somos niños —intervino Javier—. Mira mi mano derecha.
La alzó, lisa y de color marrón pálido.
—Tengo de nuevo una mano derecha. Ha sido una garra paralizada durante años, y ahora…
—¡No es bastante!
Javier abrió la boca, con expresión repentinamente irritada. Luego, sin hablar, volvió a cerrarla.
—Yo quiero ir —dijo con tranquilidad Paz—. Estoy harta de contarme a mí misma mentiras acerca de este lugar y de ir viendo morir a mis hijos.
Se apartó su muy largo cabello negro de la cara. Mientras estaba sentada en la mesa, los mechones de su cabello llegaban, por sobre sus espaldas, hasta el suelo.
—Santos, si hubieras visto a nuestro último niño, antes de que muriese, le hubieras dado gracias a Dios por lo bien que te había hecho a ti…, y hablo de antes de tu curación.
Santos apartó la vista de ella, avergonzado pero testarudo.
—Sé todo esto —dijo—, y no pretendo ser cruel. Lo sé, pero…, toda la vida nos han estado enseñando que los alienígenas nos destruirían si nos encontraban. ¿Por qué nos hemos olvidado con tanta rapidez de nuestros miedos y de nuestras creencias?
Javier suspiró.
—No lo sé. —Miró a Aaor—. No son tan terribles, ¿verdad? Y resultan… muy interesantes. No sé por qué.
Alzó la vista.
—Santos, ¿realmente crees que aquí estamos construyendo un nuevo pueblo?
Santos negó con la cabeza.
—Eso jamás lo creí…, tengo ojos. Pero no es motivo para consentir el irnos con una gente de la que siempre nos han dicho que era malvada.
—¿Tú consientes en hacerlo?
—…Sí.
—Entonces, ¿qué más hay que decir?
—Pero, ¿por qué están aquí? —Se volvió hacia mí—. ¿Por qué estáis aquí?
—Para conseguirle cónyuges humanos a Aaor —le expliqué—. Y, ahora, tengo además que recuperar a mis propios cónyuges humanos. Se trata de…
—Jesusa y Tomás, lo sabemos —me interrumpió Paz—. Aaor nos ha dicho que están presos abajo. Podemos mostraros dónde es probable que los tengan retenidos, pero no sabemos cómo podréis sacarlos de allí.
—Enseñádnoslo —les dije.
Fuimos fuera, a un lugar desde donde el poblado humano se extendía bajo nosotros, semejante a una maqueta hecha por los humanos. Los edificios parecían pequeños en la distancia, pero podían ser vistos todos. En realidad, se veía toda la meseta edificada.
—¿Ves ese edificio redondo de ahí? —dijo Javier, señalando.
Al principio no lo vi; había tantos edificios grises con techos de paja gris amarronada, todos diminutos en la distancia… Luego lo vi claro: un semicilindro de piedra, construido contra una pared.
—En él hay habitaciones, y también las hay debajo —dijo Paz—. A los presos los tienen ahí. Los ancianos creen que la gente que sale del pueblo debe de ser mantenida en solitario durante un tiempo e interrogada, para que prueben ser quien dicen ser, y que no han traicionado al pueblo.
Se detuvo y miró a Javier.
—Seguro que dirán que nosotros hemos traicionado al pueblo.
—Nosotros no hemos traído aquí a los alienígenas —dijo él—. Y, además, ¿para qué nos necesita el pueblo…, para producir más niños muertos?
—Si nos atrapan, no dirán eso.
—¿Qué es lo que os harían? —le pregunté.
—Matarnos —susurró Paz.
Aaor se colocó entre ellos, con un brazo sensorial sobre cada uno.
—Khodahs, ¿podemos sacarlos de aquí, y luego volver a por Jesusa y Tomás?
Miré abajo, hacia el poblado, a los centenares de terrazas verdes.
—Temo por ellos. Cuanto más tiempo estemos separados, más probable es que se traicionen. Si nos hubieran dicho… Paz, ¿la gente vigilaba el cañón desde aquí antes de que Tomás y Jesusa se fueran?
—No —me contestó—. Hacemos esto porque ellos se fueron. Los ancianos tenían miedo de que fuéramos invadidos. Fabricamos muchos rifles nuevos y mucha munición, y apostamos más centinelas. Muchos centinelas más.
—En realidad, éste no es un buen lugar desde el que vigilar —dijo Javier—. Estamos demasiado arriba, y el cañón es demasiado arbolado. Si hubiera alguien allá, tendría que hacer un esfuerzo para llamar nuestra atención… Como prender un fuego o algo así.
Asentí con la cabeza. Habíamos estado haciendo acampadas sin prender fuego durante los días anteriores a llegar al pueblo. Y, sin embargo, habíamos sido descubiertos. Nuevos centinelas. Más vigilancia.