—¿Quién hablará en vuestro nombre? —le pregunté a la multitud. Si hubiesen sido oankali o construidos, jamás hubiera hecho una pregunta así. Le hubiera expuesto mi caso a cualquiera, y el pueblo se hubiese reunido después, persona a persona, o a través de sus organismos-pueblo, y hubiera surgido un consenso.
Pero aquella gente eran humanos, así que tenía que hallar a sus líderes.
Dos machos se adelantaron de entre la multitud.
—¿Ancianos? —les pregunté.
Uno de ellos asintió con la cabeza. El otro se me quedó mirando con obvia repugnancia.
—No quiero hacer ningún mal —dije—. Sólo ocurrirán daños si me disparáis. ¿Aceptáis esto?
—Quizá —dijo el que había asentido.
Me encogí de hombros.
—Examinad vuestros propios recuerdos. —Y me mantuve callado, dejándoles con sus memorias. Mientras, sin llamar la atención al gesto, aparté mis manos de los dos hombres que tenía frente a mí. No se movieron.
—¿Para qué quieres a Jesusa y Tomás? —me preguntó el anciano que sentía repugnancia.
—Son mis cónyuges.
Hubo una súbita oleada de sorprendidos murmullos entre la gente. Oí interrogaciones e incredulidad, amenazas y maldiciones, horror y disgusto.
—¿Y por qué tenéis que estar tan sorprendidos? —les pregunté—. ¿Por qué creíais que los he venido a buscar? ¿Por qué otra cosa estaría dispuesto a arriesgarme a que me mataseis? —Hice una pausa, pero nadie habló—. Nos preocupamos tanto por nuestros cónyuges como vosotros podáis hacerlo por los vuestros.
—Sería mejor para ellos que los matásemos antes que entregártelos —dijo el anciano de la repugnancia.
—Tu gente casi se destruyó a sí misma en la guerra —le recordé—. ¿Es que aún no habéis tenido bastantes muertes?
—¡Es tu gente la que nos quiere matar a todos! —dijo alguien desde la multitud.
Hablé de nuevo, entre renovados murmullos:
—Mi pueblo va a venir aquí, pero mi pueblo no os matará. No mató a vuestros ancianos: los arrancó de entre las cenizas de su guerra, los curó, se unió con aquellos que lo desearon voluntariamente, y dejó que los demás se marchasen. Si mi pueblo fuera un pueblo de asesinos, vosotros no estaríais aquí. —Hice una pausa para dejarles pensar—. Y no habría una colonia humana en el planeta Marte, en donde los humanos viven y se reproducen totalmente en libertad, lejos de nosotros. Los humanos que hay allí son saludables y prosperan. Cualquier humano que desee unirse a ellos es curado, se le devuelve la fertilidad si ello es necesario, y se le transporta.
Lo que sucedió a continuación fue totalmente irracional, pero luego pensé que, de algún modo, debería de haberlo previsto.
La cara del anciano que sentía repugnancia se retorció con ira y asco. Me maldijo, suplicó a su Dios que me condenase a algún tipo de castigo eterno, y luego disparó su arma.
Uno de los dos centinelas humanos que yo había tenido cogidos, y luego soltado, saltó, interponiéndose entre mi cuerpo y el arma del anciano.
Un instante más tarde el guardia estaba tendido en el suelo, moribundo, y los dos ancianos se peleaban por la posesión del rifle del asqueado.
Vi cómo el anciano asesino era dominado por su compañero y dos jóvenes deformados. Luego, me eché al suelo al lado del agonizante.
—Apártalos de mí —le dije al centinela que quedaba—. Su corazón está dañado. Puedo salvarlo, pero sólo si me dejan en paz.
No presté más atención a lo que hacían. El guardia herido necesitaba de toda mi concentración. Según la experiencia médica de los humanos, ya se le podía dar por muerto: la bala de gran calibre disparada a bocajarro le había atravesado el corazón y le había salido por la espalda tras pasar rozándole la espina dorsal. Tenía más que suficiente con ocuparme en mantenerlo con vida mientras le reparaba el corazón. Los humanos no me asesinarían. El momento para hacerlo ya había pasado.
Cuando acabé la curación, estaba hambriento. Casi me sentía débil de tanta hambre que tenía. Y el aroma de Jesusa y Tomás, tan cercanos, me atormentaba. No podía dejar que los humanos me tuvieran mucho más tiempo separado de ellos.
Comencé de nuevo a prestar atención a lo que me rodeaba, y me encontré mirando a los ojos del hombre al que acababa de salvar la vida.
—Me dispararon —dijo—. Lo recuerdo…, pero no me hace daño.
—Estás curado —le dije. Le abracé—. Gracias por escudarme con tu cuerpo.
No dijo nada. Se sentó cuando yo lo hice, y miró a la gente que se había reunido a nuestro alrededor y aguardaba sentada. Estábamos en el centro de un anillo de ancianos y de machos fértiles de ya una cierta edad…, gente que tenía aspecto de viejos, pero que no lo eran tanto como los ancianos, pese a su aspecto juvenil. No había hembras presentes.
—Dadme algo de comer —les dije—. Vegetales, nada de carne.
Nadie se movió ni habló.
Miré al centinela al que acababa de curar.
—Tráeme algo, por favor.
Asintió con la cabeza. Nadie le impidió que saliese, a pesar de que todos estaban armados.
Seguí quieto, sentado, y aguardé. Al cabo, los humanos empezarían a hablarme. Ahora estaban jugando a un juego, tratando de ponerme nervioso, tratando de colocarme aún en mayor desventaja de la que ya estaba. Un pequeño juego humano, jerárquico. Quizá no dejasen volver a entrar a mi guardia. Bueno, yo estaba inconfortablemente hambriento, pero no desesperadamente hambriento. Y no conocía lo bastante bien su juego como para jugar al mismo. Probablemente, en algún momento, les daría placer el decirme lo que pensaban hacer conmigo. No tenía ninguna prisa por oírlo. No esperaba que me gustase.
Casi me quedé dormido. Mi centinela regresó con un plato de judías estofadas y algunos granos y frutas que no reconocí. Una buena comida. Le di las gracias y le hice que se marchase, porque tenía miedo de que abogase por mí y se metiese en problemas.
Algo más tarde llegó Francisco. Había otros tres ancianos con él. Por su aspecto, debían de ser los machos más viejos del poblado. Tenían el cabello cano y sus rostros estaban surcados por profundas arrugas. Uno de ellos caminaba con una muy visible cojera. Los otros dos estaban encorvados y artríticos. Posiblemente ya eran viejos antes de la guerra.
Esos cuatro se sentaron frente a mí, y Francisco habló con voz tranquila:
—¿Estás bien?
Lo miré, tratando de imaginar cuál era su situación. ¿Por qué había venido? Ya era demasiado tarde para que interpretara el papel que había prometido hacer. Estaba manteniéndose muy tenso y, sin embargo, intentando parecer relajado. Decidí no reconocerlo…, al menos por el momento.
—Mis cónyuges aún siguen presos —dije.
—Pronto te dejaremos verlos. Primero queremos que sepas lo que hemos decidido.
Esperé.
—Has dicho que tu pueblo va a venir aquí.
—Sí.
—Los esperarás aquí. —Su cuerpo se inclinó hacia mí, lleno de tensión reprimida. Era importante para él que yo aceptase lo que me estaba diciendo.
Me mantuve en silencio, apartando mi cara de él, para poderlo observar sin que se sintiese observado. No había triunfo en él, ni arrogancia, ninguna señal de que estuviese haciendo otra cosa que comunicarme lo que su pueblo había decidido…, y, quizá, esperar que yo no fuera a delatarle.
—Los guardias han capturado a tu compañero —dijo Francisco, en el mismo modo pausado—. Pronto lo traerán aquí.
—¿Aaor? —pregunté—. ¿Está herido? ¿Ha resultado alguien herido?
—Nada grave. A tu compañero le pegaron un tiro en una pierna, pero parece haberse curado él mismo. Uno de los nuestros que vosotros habíais manipulado resultó ligeramente herido.
—¿Quién? ¿Cuál?
—Santos Ibarra Ruiz.
Naturalmente. Agité la cabeza. Alguien del grupo de ancianos gruñó.
—¿Se encuentra bien? —pregunté.
—Nuestros guardias los descubrieron porque lo oyeron a él: estaba discutiendo con alguien del grupo de tu compañero —me explicó Francisco—. Cuando fueron a investigar y los tomaron prisioneros, Santos mordió a uno de ellos. Lo dejaron sin sentido de un golpe. No tiene nada más que un chichón y un buen dolor de cabeza.
Santos había delatado al grupo de Aaor. ¿Quién lo iba a hacer si no era Santos? ¿Cuántas vidas habría destruido o puesto en peligro?
—¿Qué es lo que les sucederá a los humanos a los que hemos… manipulado? —pregunté.
—Aún no lo hemos decidido —contestó Francisco—. Probablemente nada.
—Deberíamos colgarlos —murmuró alguien—. Se suponía que estaban de guardia…
—Los cazaron por sorpresa —dijo Francisco—. Si yo no hubiese decidido bajar a dormir en mi cama, posiblemente también me hubieran atrapado a mí.
Así que era por esto por lo que aún estaba libre. Había convencido a su gente de que habíamos llegado después de que él se hubiera marchado. Esa historia quizá le protegiese y le permitiese ayudar a los otros. Su cuerpo demostraba estar poco a gusto con la mentira, pero la había contado bastante bien.
—¿Haréis que Aaor también se quede? —pregunté.
—Sí. No se le hará daño, a menos que trate de escapar. Ni tampoco a ti. Nuestro pueblo cree que el tenerte aquí cuando llegue tu gente servirá para garantizar nuestra seguridad.
Asentí con la cabeza.
—¿Ha sido idea tuya?
El anciano de la cojera intervino:
—¡No importa de quién haya sido idea! Te quedarás aquí…, y si tu gente no viene, quizá se nos ocurra qué hacer contigo.
Me volví hacia él:
—Por ejemplo, puedes usarme para curarte la pierna —le dije con voz suave—. Debe de hacerte mucho daño.
—¡Nunca me pondrás tus venenosas manos encima!
Lo haría. Claro que lo haría. Si nos hacían quedar a Aaor y a mí allí, nada iba a impedirles el usarnos para liberarse de sus muchos problemas físicos.
—Esto no ha sido idea mía —dijo Francisco—. Lo único que yo dije era que no había que fusilarte. ¿Sabes?, a mucha gente de aquí le gustaría hacerlo.
—Eso sería un grave error.
—Lo sé. —Hizo una pausa—. Fue Santos el que sugirió que te retuviésemos aquí.
No me eché a reír a carcajadas. Las carcajadas hubiesen hecho que los ancianos se sintieran más suspicaces de lo que ya lo estaban. Pero, en mi interior, me desternillé de risa: Santos hacía más que compensar su error. Sabía exactamente lo que estaba haciendo. Sabía que su gente utilizaría la habilidad curativa de Aaor y mía, y olería nuestros aromas, y así, cuando finalmente llegase mi gente, la suya la recibiría sin hostilidad. En cierta manera, como había afirmado Francisco, yo iba a asegurar la seguridad del pueblo montañés: la gente que no lucha no se mete en ningún lío…, de hecho, una vez que el transbordador captase los aromas de Aaor y mío, ni siquiera los gasearía.
—Traed a Aaor —dije.
—Aaor ya viene. —Francisco hizo una pausa—. Si intentas algo, si asustas en algún modo a esta gente, te dispararán. Y no dejarán de disparar hasta que no quede ya nada vivo en ti.
Asentí. Quedaría mucho de vivo en mí, pero desde luego aquello no sobreviviría como yo. E incluso podría hacer daño allí…, como una enfermedad. Era mejor que nosotros muriésemos en la nave o en uno de nuestros pueblos: así, nuestra sustancia era absorbida, sin problemas, por el organismo mayor. Si no sucedía así, las organelas oankali hallaban cosas que hacer por sí mismas.
Aaor fue traído por jóvenes guardias. Miré sus piernas en busca de una señal de bala, pero no hallé ninguna. Los humanos le habían dejado curarse por completo antes de traerlo aquí.
Vino hasta donde yo estaba y se sentó a mi lado en el suelo de piedra. No me tocó.
—Quieren que nos quedemos aquí —dijo en español.
—Lo sé.
—¿Debemos hacerlo?
—Sí, naturalmente.
Asintió con la cabeza.
—Yo también pensé lo mismo. —Dibujó con la boca algo que podría ser considerado una sonrisa—. Tenías razón en lo que decías acerca de que te disparasen; no quiero volver a pasar por esa experiencia.
—¿Dónde están tus cónyuges?
—No muy lejos de aquí, en su casa…, bajo guardia.
Me enfrenté de nuevo a Francisco.
—Aceptamos quedarnos aquí hasta que llegue nuestra gente, pero Aaor tiene que vivir con sus cónyuges. Y yo debo de hacerlo con los míos.
—¡Os quedaréis aquí, presos en la torre! —dijo uno de los chupados ancianos—. ¡Los dos! ¡Os quedaréis aquí bajo guardia! ¡Y no tendréis cónyuges!
—Viviremos en casas, como la gente —le contesté con suavidad.
Alguien escupió las palabras:
—¡Cuatro brazos! —Y otro alguien murmuró:
—¡Animales!
—Viviremos con la gente que vosotros sabéis que son nuestros compañeros —continué—. Si no es así, nos convertiremos… en muy peligrosos, tanto para nosotros mismos como para vosotros.
Silencio.
Probablemente mi aroma y el de Aaor no podían convertir rápidamente a aquella gente sin un contacto directo, pero nuestros aromas sí contribuían a que estuvieran más dispuestos a creer cualquier cosa que les dijésemos. Y podíamos persuadirles a hacer aquello que ellos ya sabían que era lo que realmente debían hacer.
—Viviréis con vuestros compañeros —dijo Francisco, por encima de muchos murmullos—. La mayoría de nosotros aceptamos eso. Pero, sea donde sea que viváis, será bajo guardia. Es preciso.
Miré de reojo a Aaor.
—De acuerdo —dije—. Vigiladnos. No hay necesidad de ello, pero si eso os da tranquilidad, lo soportaremos.
—¡Guardias para impedir que la gente acepte vuestro veneno! —musitó el anciano tullido.
—Ahora traedme a mis compañeros —dije en voz muy queda, tanto, que la gente se inclinó hacia delante para oírme—. Los necesito, y ellos me necesitan a mí. Nos mantenemos sanos unos a otros.
—Dejadlos estar juntos —complementó lo dicho Aaor—. Dejadlos reconfortarse unos a otros. Ya llevan días separados.
Discutieron un rato más, con su hostilidad disminuyendo como una herida que cicatriza. Al final, el mismo Francisco soltó a Jesusa y Tomás. Salieron de las habitaciones en que habían estado prisioneros y me colocaron entre ellos, y los ancianos y los viejos fértiles nos contemplaron con conflictivas emociones: miedo, ira, envidia y fascinación.
Nos quedamos.
Y, pese a nuestros guardianes, curamos a la gente. Y curamos a los guardianes.
Primero vino a nosotros la gente joven, y se fueron sin sus tumores, pérdidas sensoriales, cojeras, parálisis… La gente nos traía a sus hijos. Jesusa, Tomás y yo compartíamos una casa de piedra con Aaor, Javier y Paz. Una vez aposentados, Jesusa salió en busca de toda la gente que recordaba que tenían hijos deformes o impedidos. Y les estuvo convenciendo hasta que empezaron a traérnoslos. A menudo, la pequeña casa estaba repleta de niños curándose.