Read Historia de España contada para escépticos Online
Authors: Juan Eslava Galán
Tags: #Novela Histórica
Se imponía buscar nuevas rutas comerciales que aseguraran el suministro de especias y oro. El país europeo que encontrase el modo de llegar a Oriente por mar, la única alternativa posible a la ruta terrestre tradicional, podría, además, prescindir de intermediarios. Se haría rico, inmensamente rico.
¿Por dónde llegar a Oriente? El camino más obvio era rodeando África, pero ello implicaba navegar por el Atlántico. Los últimos que habían navegado por el océano habían sido los fenicios y, para mantener el monopolio de sus rutas comerciales, habían fomentado o simplemente inventado las supersticiones marineras que hicieron creer a la posteridad que aquellas aguas eran innavegables: horribles monstruos marinos, mares hirviendo que derretían el calafateado de los barcos, calmas chichas que los inmovilizaban para siempre. Desafiando lo desconocido, los intrépidos marinos portugueses se arriesgaron a explorar las costas de África y organizar sus
rescates
, es decir, sus expediciones comerciales en busca de «oro o plata o cobre o plomo o estaño [...], joyas, piedras preciosas, así como carbunclos, diamantes, rubíes o esmeraldas [...], toda clase de esclavos negros o mulatos u otros [...] y cualquier clase de especiería o droga». ¿Intuye el escéptico lector por dónde van los tiros de la colonización europea que aquí comienza? ¿Ve al europeo dispuesto a exprimir el limón del mundo, una actitud que, a pesar de las apariencias, todavía perdura después de la creación y liquidación de sucesivos imperios coloniales?
Bordeando el continente y fundando sucesivas factorías y colonias comerciales, los portugueses, como los antiguos fenicios, aspiraban a alcanzar, primero, el río del oro (de donde se pensaba que procedía el dorado metal africano que, desde tiempo inmemorial, comercializaban los árabes); después, el país del marfil, otra exportación de lujo, y finalmente, las tierras de la pimienta, ya en la India. Ése era el plan.
¿Y España? Después de la conquista de Granada, los Reyes Católicos decidieron dedicar algunos recursos a la exploración de una ruta alternativa hacia los mercados de las especias. Como Portugal les llevaba la delantera en la ruta africana prestaron oídos a Cristóbal Colón, que proponía la ruta atlántica.
Lo que Colón sugería era llegar a Oriente navegando hacia Occidente. No era una idea descabellada. Puesto que la Tierra es redonda, crucemos directamente el océano en lugar de bordear África. Aquí tienen ustedes una ruta alternativa, que les permitirá llegar a la India antes que los portugueses. Colón, debido a su deficiente cultura, ignoraba cuestiones científicas elementales y basaba su proyecto en cálculos erróneos. Por ejemplo, creía que la circunferencia de la Tierra era mucho menor a como es en realidad, y que el océano sólo tenía 1 125 leguas de anchura (por eso, cuando llegó a América, creía estar en Asia, le sobraba el océano Pacífico). Los cosmógrafos portugueses, y luego los españoles, más entendidos que él, calcularon con mayor exactitud la circunferencia de la Tierra (ya establecida en la antigüedad por Ptolomeo) y cifraron la anchura del océano existente entre Europa y Asia en más del doble, exactamente 2495 leguas. Una carabela no podía recorrer tanta distancia sin escalas intermedias, por lo tanto rechazaron el proyecto. Colón tercamente se mantuvo en sus trece. No les podía revelar que, a pesar de todos los cálculos, él sabía que a setecientas cincuenta leguas exactas de la isla canaria de Hierro había unas islas pequeñas (las Antillas Menores y Haití) y una mayor, Cuba, que él identificaba con Japón (Cipango).
El secreto de Colón era doble: sabía a qué distancia estaba exactamente la tierra al otro lado del océano y conocía la ruta precisa por la que había que llegar a ella y volver con un torpe barco de vela, aprovechando la corriente del Golfo y los vientos alisios, una información que algunos creen que obtuvo de un náufrago al que atendió en la isla de Madeira, el llamado piloto desconocido. Es evidente que Colón reveló este dato en la mesa de negociaciones para convencer a los Reyes Católicos. Por eso, en las capitulaciones, se habla de lo que Colón «ha descubierto en las mares océanas», concediendo al genovés un descubrimiento que todavía está por hacer, pero que ya se da por hecho. Colón sería además almirante vitalicio, virrey y gobernador de las tierras descubiertas, y por si fuera poco, obtendría un tercio de los beneficios y un diezmo de las mercancías. Luego, los Reyes Católicos no respetaron los términos de este fabuloso trato. También es cierto que Colón hizo trampa siempre que pudo. Por ejemplo, ocultó el yacimiento de perlas de la isla Margarita «fasta que sintió que en España se sabía», después de concebir el proyecto de buscarse un socio capitalista y explotarlo en secreto.
¿Quién era Cristóbal Colón y de dónde procedía? No hay año que no salga un erudito local reivindicando para su pueblo o provincia el honor de ser patria de Colón. Por eso, nos lo presentan simultáneamente como balear, gallego, castellano, catalán, francés, inglés, extremeño o andaluz, o incluso como descendiente de judíos españoles, obligado a ocultar su raza.
Todo son ganas de enredar y de buscar misterios donde no los hay. El hallazgo de documentos notariales relativos a su familia ha disipado todas las dudas: Cristóbal Colón había nacido en Génova y era hijo de un humilde tejedor que antes había sido tabernero. Lo que pasa es que era un trepa nato, que se había propuesto ser alguien, y se pasó la vida procurando ocultar sus humildes orígenes.
Colón no fue famoso en su tiempo. El romanticismo lo idealizó como aventurero y perdedor, y el nacionalismo italiano lo erigió en héroe nacional. Como persona, la verdad es que dejaba bastante que desear. Era un tipo sin escrúpulos, vanidoso, soberbio, megalómano, desconfiado, ambicioso y sediento de oro (como tantos genoveses). Era hombre de mundo, baqueteado en el trato con gentes muy diversas. En una carta a su hijo Diego envía una pepita de oro para que se la entregue a la reina Isabel y le aconseja hacerlo en la sobremesa, que es cuando se reciben mejor los regalos.
Colón fue un hombre contradictorio, típico producto de una época a caballo entre la Edad Media y el Renacimiento. «Persona de muy alto ingenio sin saber muchas letras», por una parte estaba mediatizado por sus creencias religiosas, y por otra, se abría a la experiencia del mundo que le suministraba su inteligencia analítica y penetrante, pero a menudo se dejaba llevar por supersticiones o por descabelladas fantasías basadas en la Biblia y en los autores clásicos. Por eso, creyó que había llegado a las costas de Asia e identificó las bocas del Orinoco con el paraíso terrenal, y la zona de Veragua, con las tierras que el rey David mencionaba en su testamento.
En el primer viaje, Colón se las vio y se las deseó para enrolar la tripulación necesaria. En total, fueron ochenta y siete hombres (otros dicen que algunos más), entre los cuales había cuatro condenados a muerte, a los que se les había prometido la libertad, y un intérprete judío converso que sabía hebreo, caldeo y «aun diz que arábigo», y que, como es natural, no se estrenó.
Esperaban llegar a las tierras de la abundancia descritas por Marco Polo unos siglos antes. Pero Marco Polo, siguiendo la ruta de la seda, había visitado realmente China y el Oriente. Por el contrario, las carabelas llegaron a un continente nuevo, completamente desconocido. Ni rastro de india, la de las especias, nada de palacios de jade y tejados de oro, nada de seda y joyas de ensueño. Lo que encontraron fueron unos pocos indios con taparrabos, más pobres que las ratas, ellas con las tetas al aire, todos sonriendo bobaliconamente. Había, sí, algunos productos que con el tiempo se mostrarían de mucho provecho (el maíz, el tomate, la patata, el tabaco), pero lo que Colón buscaba obsesivamente era oro, perlas, pimienta, y de esto, nada. Durante tres meses, Colón recorrió el mar de las Antillas, yendo de isla en isla, atropelladamente, vacilando sobre el rumbo que debía seguir, esperando siempre que la próxima escala fuera el fabuloso Japón.
Pero Japón, China y la India no aparecieron por parte alguna. El resultado de la primera expedición fue desalentador: poco oro y nada de especias, nada de los fabulosos reinos de Japón y China descritos por Marco Polo. Algo había fallado. En España, los cada vez más numerosos enemigos de Colón lo llamaban «almirante de los piojos que ha hallado tierras de vanidad y engaño para sepulcro y miseria de los hidalgos castellanos». Colón, tan mercader como siempre, acarició la idea de esclavizar a los indios para compensar la escasez de oro, pero Isabel la Católica rechazó, disgustada, el plan.
No obstante, la esperanza seguía en pie. En los siguientes viajes, ya no hubo problemas para enrolar voluntarios, antes bien se produjeron colas, y la gente se daba de bofetadas por ir. Las nuevas tierras descubiertas no eran tan ricas como se pensaba pero se había corrido la especie de que las indias «son de muy buen acatamiento y son las mayores bellacas y más deshonestas y libidinosas mujeres que se han visto». Unos años más tarde, cuando el rebelde Roldán desertó de la primera colonia americana y se echó al monte, el programa electoral que pergeña para atraer a la gente a su bando abunda en la misma idea: «En lugar de azadones, manejaréis tetas; en vez de trabajos, cansancio y vigilias, tendréis placeres, abundancia y reposo.»
Es dudoso, por lo tanto, que los conquistadores fueran a América impulsados por el noble ideal de ganar almas para la verdadera fe y tierras para el rey de España, como la historia de nuestra mocedad nos hacía creer. Más bien da la impresión de que se embarcaban en la aventura atraídos por las promesas de ganancias y placer.
Parecía que Castilla le había ganado la partida a Portugal en abrir una ruta corta y fiable hacia las especias de Oriente. Crecieron los recelos y se ahondó la rivalidad entre las dos potencias atlánticas. No obstante, al final, se impuso la razón: mejor pactar que pelearse, porque de un conflicto entre los Estados ibéricos sólo podían salir provechos para el resto de las naciones europeas.
Con la bendición del papa (que era el español Alejandro VI, el tan calumniado Papa Borgia), Castilla y Portugal se repartieron no sólo las tierras descubiertas, sino las por descubrir en el globo terráqueo. Fue muy fácil. Se limitaron a trazar una línea que dividía la esfera en dos mitades, pasando por el meridiano 46. Así, por la cara. Los otros países europeos, deseosos de participar también en el pastel colonial, protestaron airadamente. El rey de Francia comentó: «Antes de aceptar ese reparto quiero que se me muestre en qué cláusula del testamento de Adán se dispone que el mundo pertenezca a los españoles y a los portugueses.» Si alguien salió perdiendo, fueron los españoles, que no podían sospechar que Brasil quedaba a este lado del meridiano 46 y, por lo tanto, les tocaba a los portugueses.
Las nuevas tierras se dividieron en encomiendas o haciendas. A cada encomienda se asignó un grupo de indios, que, bajo la dirección del encomendero, trabajarían la tierra. A cambio el encomendero se comprometía a alimentarlos, cuidarlos y evangelizarlos. En teoría, no estaba mal, pero lo que hicieron los encomenderos fue explotarlos como esclavos. Los pobres indios, como estaban desacostumbrados a trabajos tan fatigosos, morían fácilmente de agotamiento. Los Reyes Católicos, primero, y el Consejo de Indias, después, legislaron a favor de los indios y promulgaron leyes humanitarias. La dura realidad fue que las leyes quedaron en papel mojado y que a seis mil kilómetros de distancia, océano por medio, no había manera de velar por su cumplimiento. «Se acata, pero no se cumple», declaraban cínicamente los encomenderos. Y seguían deslomando a los indios en las minas y los sembrados.
En España hubo violentas diatribas entre los que apoyaban la conquista de las nuevas tierras y los que pensaban que había que respetar la soberanía de los indios. Estos proto-objetores de conciencia se preguntaban: ¿con qué títulos puede España imponer su dominación sobre otras naciones? Al final, se impuso la tesis más conveniente: la coartada de convertir a los paganos a la fe de Cristo. Moralmente, la conquista sólo se justificaba por la obligación de extender el cristianismo y la cultura cristiana entre los pueblos paganos. De hecho, una gran cantidad de misioneros, especialmente dominicos y franciscanos, se encargaron de convertir a las poblaciones indígenas, que eran idólatras o animistas.
El impacto de Europa en el Nuevo Mundo fue devastador. La población indígena del Caribe, los indios taínos y caribes que habitaban aquellas islas y archipiélagos, desapareció en menos de veinticinco años. La causa principal de la extinción de muchos pueblos y culturas indígenas fue biológica: los europeos llevaban consigo una serie de enfermedades desconocidas en América, frente a las cuales los indios se encontraban genéticamente inermes por carecer de anticuerpos. Las epidemias de viruela y sarampión mataron a tres de cada cuatro indígenas. El tifus, la gripe, la neumonía y la rubéola, unidos al hambre y a la explotación, hicieron el resto.
El indio taíno se negó a vivir. Cuando advirtió que no podía sacudirse el yugo de los blancos, optó por escapar de la única manera posible. Los que todavía eran libres dejaron de cultivar la tierra y se condenaron a morir de inanición; los que habían sido esclavizados se suicidaron, a veces por docenas, en las haciendas de los encomenderos; otros se abstenían de sexo o abortaban.
Tampoco los españoles resultaron biológicamente inmunes a los agentes patógenos de muchas enfermedades americanas desconocidas en Europa, especialmente de la sífilis. La mortandad de los primeros colonos era también muy elevada. A los cinco años, el treinta por ciento de la población blanca padecía sífilis, que finalmente se extendió con rapidez por Europa. Al principio, la llamaron
morbo gálico
, endilgando a los franceses la responsabilidad de su propagación.
Exterminada la población india de las Antillas, los colonos los sustituyeron por esclavos negros importados de África, que eran mucho más resistentes y ya se explotaban en Europa desde un siglo antes. Los descendientes de estos negros son los que hoy pueblan las islas del Caribe. El tráfico de esclavos africanos con destino a América no se interrumpió en los cuatro siglos siguientes. Los que hoy componen un estimable porcentaje de la población estadounidense son descendientes de esclavos llevados a las plantaciones de algodón del sur en los siglos XVIII y XIX.