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Authors: Juan Eslava Galán

Tags: #Novela Histórica

Historia de España contada para escépticos (18 page)

BOOK: Historia de España contada para escépticos
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La economía del reino se reactivó gracias a la naciente burguesía de las ciudades y a pesar de la turbulenta nobleza, que anclada en sus costumbres militares despreciaba el comercio. Desde Alfonso X, la gran fuente de divisas y riquezas fue la Mesta, una poderosa sociedad ganadera, que explotó enormes rebaños de oveja merina entre Andalucía, Castilla y Extremadura. Esto favoreció un activo comercio de lana con los centros textiles de Flandes, Inglaterra y Francia. También se exportaba mucho hierro en bruto de Vizcaya. (Ya Europa comienza a explotar a España; nosotros suministramos la materia prima, y ellos hacen el gran negocio, vendiéndola a altos precios convertida en mantas, tocas y armaduras. ¿Me siguen?) Con todo, el negocio era bueno, aunque podía haber sido mucho mejor, y dio para construir grandes catedrales góticas, entre ellas las de Burgos, Segovia, León y Burgo de Osma. ¿Reinvertirlo en crear algo de infraestructura industrial? No, en eso no pensaron.

Volvamos al contencioso entre Alfonso X y su hijo Sancho. Al final, el hijo rebelde se salió con la suya y heredó la corona. En su pecado llevó la penitencia porque su reinado fue una trabajadera incesante; por una parte, frenando a una nueva invasión de fundamentalistas africanos, los benimerines (o meriníes), y por otra, a los partidarios de su persistente sobrino, que intentaban derrocarlo.

En este tiempo sucedió el famoso episodio de la defensa de Tarifa por Guzmán el Bueno, cuyo hijo degüellan los benimerines por haberse negado el padre a rendirles la plaza. El escéptico lector hará bien en poner en cuarentena tan romántico episodio, que unos historiadores aceptan y otros rechazan.

A Sancho le sucedió su hijo de diez años, Fernando IV el Emplazado, cuyo curioso sobrenombre se debe a otra leyenda. El desafortunado rey se dirigía a poner sitio al castillo de Alcaudete cuando comparecieron ante él dos sospechosos de asesinato, los hermanos Carvajales. Como tenía prisa, los condenó a muerte sobre indicios insuficientes y, aprovechando que estaban en Martos, ciudad famosa por su peña, decidió que la ejecución consistiría en despeñar a los reos en sendas jaulas de hierro desde la altísima peña. Los condenados, viendo que los mataban con tuerto, protestaron, aseguraron que eran inocentes y emplazaron al monarca a juicio de Dios para que, en el plazo de un mes, compareciera ante el tribunal divino. En efecto, al mes justo de la ejecución, el rey murió, en Jaén, durante una siesta, antes de cumplir los veintisiete años. Algunos historiadores antiguos insisten en que su poco juicio en comer y beber le acarrearon la muerte, pero la leyenda es tan persistente que incluso ha dejado, al pie de la peña de Martos, una columna de piedra rematada en cruz que señala el lugar donde se detuvieron las jaulas de los condenados después de rodar por la escarpada ladera. El dibujante francés Gustavo Doré la plasmó en un evocador grabado de su viaje por España. En realidad, la leyenda, aunque bella y romántica, parece ser una patraña. El joven rey de Castilla era un muchacho enclenque, que probablemente falleció de una vulgar trombosis coronaria, como cualquier hijo de vecino. Otra cosa sería que Dios hubiese permitido, incluso provocado, la trombosis al mes justo del emplazamiento, lo que bien pudo hacer dada su omnipotencia y lo inescrutable de sus designios.

A rey muerto, rey puesto. Alfonso XI, el siguiente monarca, ascendió al trono cuando era un mamoncete de un año, pero tenía una abuela emprendedora, que le administró juiciosamente el patrimonio. Su reinado fue largo, ajetreado y fecundo. Además de contener a la nobleza levantisca, un mal endémico en toda la Baja Edad Media, derrotó memorablemente a una coalición de moros marroquíes y granadinos en la batalla del Salado y arrebató al moro africano su cabeza de puente de Algeciras. Estas dos hazañas alejaron para siempre (¿para siempre?) el peligro de una reconquista de España por el islam. Por lo menos, de una reconquista violenta, porque de la conquista pacífica, por infiltración, Dios dirá, que arrieritos somos, paisa, y por el camino nos encontraremos.

CAPÍTULO 38
Pelotas de hierro como manzanas grandes

En esta memorable toma de Algeciras, que fue declarada cruzada y a la que concurrieron caballeros y aventureros de toda Europa, los moros usaron una nueva arma de gran futuro: la artillería. Los toscos cañones o truenos arrojaban
pellas de fierro
del tamaño de una manzana grande, de trayectoria un tanto errática, sin puntería. Tampoco alejaban mucho, y era más el ruido que las nueces, pero el impacto psicológico debía ser considerable. «Los ornes avían muy grand espanto, ca en cualquier miembro de orne que diese, llevábalo a cercén, como si se lo cortasen con cuchiello: et quanto quiera poco que orne fuese ferido della, luego era muerto, et non avía cerurgía nenguna que le podiese aprovechar: lo uno porque venía ardiendo como fuego, et lo otro porque los polvos con que la lanzaban eran de tal natura, que cualquier llaga que ficiesen, luego era el orne muerto; et venía tan recia que pasaba un orne con todas sus armas.» Aunque acojonados, los cristianos se mantuvieron firmes y al final ganaron la plaza. En este país el que aguanta gana, como decía el maestro Cela.

Algunos autores aseguran que los primeros cañones europeos habían tronado en 1331 en la expedición del moro granadino contra Alicante y Orihuela. El lector más patriota que escéptico disimule su frustración, pero existen dos manuscritos, uno florentino y otro inglés, fechados en
1326,
que hablan ya de cañones. Estos primitivos cañones europeos eran de pequeño tamaño y más adecuados para lanzar flechas de hierro que pellas.

No está claro quién inventó la pólvora ni si fue inventada simultáneamente en distintos lugares de Europa, pero lo cierto es que los chinos (que como se sabe, y mientras no se demuestre lo contrario, lo han inventado todo) la venían usando desde hacía siglos. A Europa pudo llegar de mano de los mercaderes árabes. Sin embargo, los alemanes, siempre tan suyos, reclaman la paternidad del invento para el fraile teutón Berthold Schwarz y el primer empleo de artillería para el sitio de Metz, en 1324. Los italianos aducen que la gloria de haber disparado el primer cañón es suya, en Cividale, en 1331. Tampoco es para partirse la cara disputando la paternidad de un invento mucho más dañino que provechoso. Sin embargo, nadie se disputa la benéfica invención de la rueca o del gazpacho, para que se vea cómo somos.

Conquistada Algeciras, no quedaban ya puertos donde pudiera desembarcar el moro africano (aunque los benimerines retenían todavía Gibraltar). Además, la marina castellana vigilaba las aguas del Estrecho.

Alfonso XI, como su abuelo, también miró a Europa, o quizá fuera Europa la que lo miró a él, pues Francia e Inglaterra, en trance de llegar a las manos, se disputaban la amistad de Castilla, ya gran potencia y en plena expansión del comercio lanero con Flandes. Mientras los reyes de allende lo cortejaban, Alfonso XI cortejaba a las mujeres de aquende porque había salido muy faldero y doñeador.

Tenía diecinueve años cuando conoció en Sevilla a la mujer más hermosa del reino, doña Leonor de Guzmán, viuda, algo mayor que él, y quedó tan prendido de sus reposados encantos y de sus ojos garzos que ya no supo vivir sin ella; le puso casa y corte, y la hizo tratar como a una reina. Leonor le dio nueve hijos, ocho varones y una hembra.

Como la historia la escriben los mandados, véase cómo la crónica justifica la infidelidad del monarca: «porque el Rey era muy acabado hombre en todos sus fechos, témase por muy menguado porque non avia fijos de la Reina; et por esto cató manera como oviese fijos de otra parte», es decir, de la sevillana. Tan romántica historia acabó trágicamente porque, en cuanto el rey murió, la reina, que llevaba muchos años criando odio contra la favorita, la hizo apresar y ejecutar.

CAPÍTULO 39
Ni quito ni pongo rey

La reina, aunque tarde, concibió y parió un heredero, Pedro I el Cruel. Lo del apodo está justificado, porque era un desequilibrado con tendencias homicidas, pero es seguro que la historia lo hubiese tratado mejor de haber vencido. Este déspota reinó durante diecinueve años, nunca quieto, siempre de un lado para otro, y por donde iba dejaba un rastro de cadáveres de enemigos o de amigos caídos en desgracia. Por cierto, uno de ellos fue el que, antes de morir, dijo aquellas terribles y aleccionadoras palabras: «Ésta es Castilla, que faze los hombres y los gasta.»

Quizá el lector recuerde, e incluso observe en su conducta, el sabio y crudo refrán que aconseja: «Donde tengas la olla no introduzcas la polla.» Pedro I, aunque burgalés de pura cepa, ignoraba el refrán castellano y echó a perder una alianza con Francia al desairar a su esposa, Blanca de Borbón, sobrina del poderoso rey francés, a la que dejó compuesta y sin novio dos días después de la boda para galopar al lado de su amante, María de Padilla, sin la cual no podía vivir. Esta María era menudita de cuerpo, que así gustaban entonces las mujeres, acuérdense del Arcipreste en su elogio a las «dueñas chicas» que lo tienen todo tan a mano.

¿Y la francesita? La desventurada no es que fuera fea, que era «blanca e ruvia, e de buen donayre», pero se conoce que Pedro sólo tenía ojos para la otra. Triste y malcasada, vivió el resto de sus días virtualmente presa, de castillo en castillo, y a los ocho años murió, probablemente no de muerte natural, sino a manos de los ejecutores de Pedro, que solían ultimar a sus víctimas de un mazazo en la cabeza, con la sutileza que usaba el jefe. Tuvo el rey otra esposa a la que no le fue tan mal, una dama noble llamada Juana de Castro (por cierto, hermana de Inés de Castro, la de «reinar después de morir», del drama portugués). La señora, viuda de muy buen ver y, a lo que parece, ambiciosilla y deseosa de codearse con la
jet
, se resistió calculadoramente a las solicitudes reales, con el consabido argumento de que yo soy una mujer decente y el hombre al que yo me entregue tendrá que pasar antes por la vicaría. «¿Será por vicarías? —se dijo don Pedro-: ¡Castilla está llena de ellas!» Así que, más encalabrinado que nunca, ordenó a los obispos de Salamanca y Ávila que convencieran a la viudita de que su matrimonio con la reina no era válido y que, por tanto, bien podría casarse con quien le pluguiere. Se casaron, pasaron la noche juntos, empleándose a fondo, y a la mañana siguiente, si te vi no me acuerdo. La dejó plantada y no volvió a acordarse de ella. Ella de él, sí, que quedó preñada.

El mayor de los hijos engendrados por la amante de Alfonso XI, doña Leonor de Guzmán, era Enrique de Trastámara. Apoyado por una facción nobiliaria que quería sacar pesca del río revuelto, el bastardo disputó el trono a su hermanastro Pedro I, e inmediatamente la volátil Castilla se escindió en una guerra civil, otra. En cierto modo, y reduciendo las cosas a sus debidas proporciones, esta guerra puede considerarse un episodio de la guerra de los Cien Años que disputaban Francia e Inglaterra.

En un principio, Pedro, con ayuda de las tropas inglesas del Príncipe Negro, logró derrotar a Enrique, que a su vez contaba con el auxilio de los franceses, pero al final el bastardo ganó la partida y asesinó a Pedro en una emboscada que le preparó en su tienda, frente al castillo de Montiel. El escéptico lector hará bien en no conceder demasiado crédito a la versión que sostiene que los dos hermanos se enzarzaron en agria disputa y que cuando rodaron por el suelo, daga en mano, Pedro encima de su enemigo en posición aventajada, Beltrán Duguesclín, el jefe de los mercenarios franceses que apoyaban a Enrique, lo sostuvo para que el otro lo apuñalara mientras se justificaba ante la historia diciendo: «Ni quito ni pongo rey: sólo ayudo a mi señor.»

El bastardo usurpador, ya instalado en el trono, sobornó a la nobleza con dádivas y privilegios, por eso lo llamaron «el de las Mercedes». A los Trastámara de la dinastía que él inaugura nunca se les desprendió el tufillo de usurpadores. Por eso, psicológicamente, compensaban su ilegitimidad alardeando de escudo de armas o logotipo, pues pusieron de moda la heráldica decorativa. Un hijo y sucesor de Enrique el de las Mercedes, Juan I, reclamó Portugal por derecho de boda y fue derrotado por los portugueses en Aljubarrota, la
batalha
por excelencia de la historia lusa y símbolo de su independencia frente a España.

En los reinados siguientes asistimos al sempiterno pulso entre la monarquía, que quiere limitar los privilegios de la nobleza, y la nobleza, que más bien quiere ensancharlos. Así, hasta llegar al reinado del degenerado Enrique IV el Impotente, cuya vida, que daría cumplidamente materia para un culebrón televisivo, mejor será dejar para más adelante.

CAPÍTULO 40
Los peces portan las barras de Aragón

En la corona de Aragón, que en realidad era una inestable confederación de aragoneses, catalanes y valencianos, cada cual con sus costumbres y su humor por más que Jaime II los declarara indisolubles, también se produjo el pulso entre reyes y nobles privilegiados que hemos visto en Castilla, sólo que aquí lo perdieron los reyes. Ya desde Jaime I, los nobles tenían derecho a su propio juez o justicia, pero no contentos con ello aprovecharon que Pedro III estaba ocupadísimo conquistando Sicilia para rebelarse contra su autoridad y obligarlo a aceptar, además, Cortes anuales y fiscalización del gobierno. En el siglo XIV incluso nació una comisión permanente que controlaba los impuestos reales, origen de la Generalitat, que, con el tiempo, se convertiría en símbolo de las libertades catalanas frente al absolutismo real.

Ya vemos que los reyes aragoneses estuvieron bastante supeditados a sus magnates y a sus ciudades. Naturalmente, estas trabas los dejaron en inferioridad de condiciones respecto a sus vecinos, castellanos o franceses. La próspera Barcelona, actuando virtualmente como ciudad-Estado, no inferior en pujanza e iniciativa a las repúblicas italianas, la gobernaban cinco concejales y el Consell de Cent.

Hacia el final de la Edad Media, la vocación mediterránea de Aragón dio lugar a la incorporación más o menos permanente de Sicilia, Cerdeña, Mallorca y hasta la mitad sur de Italia, el reino de Nápoles. La cosa empezó cuando Pedro III reclamó los derechos de su mujer, que era de la familia Hohenstaufen, a Nápoles y Sicilia contra el rey de Francia, Carlos de Anjou, al que el papa había entregado la isla graciosamente. Por entonces, unos oficiales franceses registraron de modo inconveniente a una novia siciliana que iba a bodas, y la afrenta desencadenó una sublevación popular contra los ocupantes. Aprovechando la coyuntura, el aragonés desembarcó, ocupó la isla en un paseo militar y los sicilianos lo aclamaron rey. El papa lo excomulgó y hasta organizó una cruzada contra él, pero la convocatoria fue escasa, que ya no estaba Europa para cruzadas.

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