Read Historia de España contada para escépticos Online
Authors: Juan Eslava Galán
Tags: #Novela Histórica
Las ruinas de Medinat al-Zahra están abiertas al público a cinco kilómetros de la moderna Córdoba.
Abd al-Rahman III reinó cincuenta años, siete meses y tres días. Cuando falleció, encontraron entre sus papeles personales una lista de los días felices de su vida: solamente catorce, y no seguidos.
El sucesor de Abd al-Rahman III, su hijo al-Hakam II (961976), se encontró el Estado fuerte, una hacienda saneada, un país próspero, una corte brillante y un ejército capaz de mantener a raya tanto a los cristianos en el norte como a las levantiscas tribus marroquíes. Además, hombre de suerte, su reinado coincidió con una prolongada crisis interna del reino leonés. Reyes y condes siguieron pasando por taquilla para dejar sus impuestos en las arcas cordobesas, y al-Hakam II invirtió el superávit en obras públicas, en la ampliación de la mezquita de Córdoba y hasta en pagar la friolera de mil dinares por el
Libro de los Cantares
del célebre poeta Abul-l—Farach al-Isfahaní. Los bibliófilos tenemos por nuestro santo patrón a este moro suave que llegó a reunir una biblioteca de unos cuatrocientos mil volúmenes, que, según dicen los cronistas, había leído en su mayoría. Caso semejante de capacidad lectora en un político no vuelve a repetirse hasta don Alfonso Guerra, salvando distancias. Lo que se le puede reprochar es que, con tanta atención a la cultura, descuidara el gobierno del reino y, sobre todo, que lo dejara en las manos débiles e inexpertas de su hijo Hisham. Con este jovenzuelo ya no pudo Córdoba seguir funcionando por pura inercia, porque el Estado quedó a merced de diferentes grupos de presión, que lo condujeron a la anarquía y dieron al traste con la gran obra de los Abd al-Rahmanes.
Este Hisham que sale ahora era, por cierto, hijo de una concubina de origen cristiano y navarro, llamada Subh. Los altos mandatarios y en general los musulmanes de posición desahogada apreciaban mucho a las mujeres cristianas, especialmente si eran rubias, de piel blanca y gordas. Debe ser por la novedad, igual que los lechosos anglosajones se prendan de las morenazas mediterráneas. Esto explica que en los mercados de esclavas hubiera un intenso tráfico de cristianas rubias procedentes principalmente de Galicia y del Cantábrico, pero también del norte de Europa.
Naturalmente, había mercaderes desaprensivos que daban gato por liebre, vendiendo musulmana libre por esclava cristiana. «Disponen de mujeres ingeniosas y muy bellas que hablan a la perfección la lengua romance y se visten como cristianas. Pide el cliente esclava recién importada del país cristiano y después de darle largas (para aumentar su deseo) se la presenta diciéndole que acaba de recibirla de la Frontera Superior. Ella se va con el comprador. Luego, si está satisfecha del trato y de la casa, le pide que la liberte y se case con ella. En caso contrario, da a conocer la verdad: que es una mujer libre, y el cuitado no tiene más remedio que dejarla en libertad y perder su dinero.»
Hisham II gobernó en medio de las intrigas cortesanas, entre altos funcionarios que rivalizaban por el poder. El que se impuso a todos ellos fue Almanzor, un miembro de la pequeña nobleza, que empezó de simple escribiente, aprovechando que tenía buena letra (la caligrafía se apreciaba mucho), y fue escalando puestos en la administración, desde subsecretarías como la de director de la Fábrica de Moneda y Timbre hasta ministerios como el del Tesoro. Es probable que su meteórica ascensión se debiera también a su amistad con la esposa favorita del califa, la bella Subh, la navarra.
Almanzor gobernó, prácticamente, como rey absoluto y relegó al joven, piadoso y algo bobo Hisham II al papel de mero comparsa. Como todo dictador, aspiró a perpetuar su memoria en un monumento imperecedero que pregonara su grandeza. El suyo fue una nueva ciudad palaciega y administrativa, Medinat al-Zahira, totalmente innecesaria, puesto que ya existía Medina- al-Zahra.
La verdadera vocación de Almanzor (título que significa «el victorioso») fue la militar. No sólo mantuvo a raya a los cristianos del norte, sino que los afligió durante veinte años con sus cerca de cincuenta expediciones, que asolaron la tierra enemiga desde Galicia a Barcelona. El esfuerzo dejó extenuada a Córdoba, como esos países que invierten en armas un porcentaje excesivo de su producto interior bruto y, a la larga, quiebran y quedan exhaustos. La otra consecuencia fue que el reino de León, repetidamente asolado por ataques casi anuales, no volvió a levantar cabeza, mientras que Castilla, que socialmente estaba más preparada para vivir en pie de guerra, no sufrió tanta merma.
La expedición más célebre de Almanzor destruyó Santiago de Compostela el verano de 997. Fue una afrenta a toda la cristiandad porque el sepulcro del apóstol se había convertido en un centro de peregrinación famoso. Almanzor expolió las campanas de la basílica, que transportó a Córdoba a hombros de cautivos, y allá quedaron sirviendo de lámparas en la mezquita, hasta que, tres siglos después, Fernando III conquistó Córdoba y las devolvió a Santiago a hombros de cautivos musulmanes. (Ojo por ojo, y eso que era santo.)
El escéptico lector quizá recuerde de los textos de su mocedad que finalmente Almanzor el Victorioso fue derrotado en la batalla de Calatañazor, y aunque logró escapar con vida a uña de caballo, el disgusto que se llevó fue de tal calibre que murió a los pocos días. No hay nada de eso. En el año 1002. Almanzor, que en su vejez seguía al pie del cañón, tuvo que interrumpir su campaña anual al sentirse enfermo. Su salud se agravó rápidamente y expiró a los pocos días en la plaza fronteriza de Medinaceli.
Entonces, ¿y lo de Calatañazor, donde Almanzor perdió su tambor?
De Calatañazor no hay nada. La noticia de la fabulosa derrota sólo aparece dos siglos más tarde para demostrar a la castigada grey cristiana que el profanador de Santiago no quedó sin castigo. Para que se vea lo viscerales que son a veces los historiadores: el prestigioso arabista García Gómez, aun rechazando como fabuloso el encuentro de Calatañazor, alude a otro en Cervera, donde los musulmanes pasaron momentos de apuro antes de poner en completa desbandada al ejército cristiano, y escribe: «Aun cuando sea sin victoria, la gloria del conde de Castilla crece aún más a nuestros ojos [...]. En Calatañazor perdió Almanzor su alegría, aun cuando fuera sin derrota.» Y se queda tan fresco. El que no se consuela es porque no quiere.
Almanzor había reclutado grandes cantidades de mercenarios bereberes y había mimado a sus jefes hasta provocar los celos de la aristocracia árabe. Mientras la victoria le sonrió todo fue bien, pero el mantenimiento de tan costosa máquina militar pesaba tremendamente en la economía del califato. Por otra parte, la agresividad musulmana contribuyó a que los reinos y condados cristianos superasen sus diferencias y se uniesen contra el enemigo común. A la muerte de Almanzor las cosas no prometían ser tan fáciles como antes.
En Córdoba, el poder omnímodo del dictador se había transmitido primero a su hijo primogénito, Abd al-Malik, y, después, al hermano de éste, Abd al-Rahman, llamado Sanchuelo, un tipo tan osado que obligó al califa, ya reducido a mero objeto decorativo, a abdicar en él.
Los legitimistas omeyas se levantaron en armas, saquearon y destruyeron la ciudad de Almanzor y asesinaron a Sanchuelo. Fue el comienzo del fin.
El brillante estado cordobés quedó en manos de los bárbaros, como antaño Roma, porque la aristocracia árabe andalusí despreciaba unánimemente a los jefes bereberes. La situación se tornó tan inestable que en el espacio de veinte años se sucedieron diez califas en Córdoba. Los mercenarios bereberes destruyeron y saquearon Medinat al-Zahra, la ciudad omeya, y la despojaron de sus mármoles y de sus columnas. También, lo que son las cosas, como en el caso de Roma.
Un viejo proverbio árabe reza: «Si eres martillo, golpea; si eres yunque, aguanta.» Desde Abd al-Rahman, Córdoba había sido martillo de los cristianos; bajo Almanzor fue incluso martillo pilón, pero en cuanto el poder central declinó, el califato se transformó en yunque y los antaño acogotados reyes cristianos se crecieron y tomaron cumplida revancha. Fue una decadencia tan rápida que el mismo conde catalán al que Almanzor había derrotado y destruido Barcelona pudo darse el gustazo de saquear Córdoba.
El último califa fue derrocado por un motín popular y se refugió entre los cristianos, en Cataluña, donde murió en dorado exilio. La España musulmana quedó fragmentada en una serie de cantones independientes, donde los jeques árabes, los generales bereberes y los caudillos de mercenarios eslavos fundaron fugaces dinastías: Granada, Jaén, Medina Sidonia, Ceuta... Hubo hasta veinte de estas taifas o partidos independientes. ¿Un precedente de las actuales autonomías? Las taifas más importantes, la de Sevilla, regida por árabes, y la de Granada, en manos de bereberes, se disputaron la primacía.
Los reinos de taifas heredaron las refinadas formas culturales de la Córdoba califal y rivalizaron por rodearse de cortes, en las que destacaban los poetas, los músicos y los artistas. Se gastaban alegremente los dineros públicos en boatos y relumbrones culturalistas, mucho poeta, mucho músico, mucho monumento para prestigiar la dinastía, mientras otros capítulos fundamentales quedaban desatendidos; sobre todo, el principal en los malos tiempos aquellos, el militar. Cada reino disponía de su diminuto e inoperante ejército, pero eran incapaces de coordinarse para enfrentarse al enemigo común. La balanza del poder militar se desequilibró. Les llegaba el turno a los envalentonados cristianos de exigir impuestos anuales a los moros.
Parecía que el viento de la historia soplaba a favor de leoneses, navarros y catalanes, y que sólo era cuestión de tiempo que expulsaran al islam de España. Pero de pronto cambió el viento y sopló a favor del moro enemigo.
Junto al esplendor fugaz de las cortes de los reyezuelos taifas, donde se bebe en abundancia el vino tan prohibido por el Corán, destaca, en poderoso claroscuro, el colectivo de los alfaquíes, es decir, el clero musulmán. Aquellos varones severos se escandalizaban de la decadencia de las buenas costumbres, de las fiestas, de las chanzas, y hasta de los poetas que en lugar de componer obras edificantes dedicaban su arte a pergeñar poemas de amor o a recitarlos en los festines cortesanos, a la luz de la luna, noches cálidas y propicias a la embriaguez y a la carne, noches embalsamadas por jazmines y damas de noche mientras el bello efebo, al que apenas renegrea el bozo, escancia vino dulce y sonríe.
Aquello no podía acabar bien.
La avaricia rompe el saco. Algunos reyes cristianos pensaron que aquella saneada renta que obtenían de las parias era una miseria y que el negocio verdadero radicaba en poseer las ciudades famosas del moro, con sus zocos, sus barrios artesanos, sus palacios, sus jardines, sus huertas y sus almunias. Alfonso VI de Castilla conquistó Toledo, estableció en ella su capital y se tituló, un tanto ampulosamente, emperador de las Dos Religiones, lo que, lejos de tranquilizar a los musulmanes, los inquietó, pues traslucía su propósito de unir bajo su mando la España cristiana y al-Andalus.
Ya estaba la frontera en el río Tajo, a pocas jornadas de las feraces huertas del Guadalquivir. Los reyezuelos musulmanes se preocuparon, especialmente al-Mutamid, el de Sevilla, cuando Alfonso VI invadió su reino como represalia por la ejecución de un funcionario cristiano. Entonces, al-Mutamid cometió el error de llamar en su auxilio a los almorávides africanos.
Los almorávides eran unos aguerridos bereberes del desierto. Se protegían la cabeza del polvo y de la arena con un envoltorio negro o violeta, el
lizam,
que al desteñir con el sudor les manchaba la piel (sus descendientes lo siguen usando hoy y, por eso, los llaman
hombres azules
). El poema de Fernán González los pinta al natural:
más feos que Satán con todo su convento cuando sale del infierno sucio e carboniento.
¿De dónde habían salido aquellos demonios? En 1038 un fogoso predicador de Cairuán, Ibn Yasin, inflamó las tribus bereberes saharianas en una ola de fundamentalismo. Ibn Yasin era un místico (aunque sorprendentemente se casaba y divorciaba varias veces al mes) y despreciaba las minucias del mundo, pero nombró caudillo del movimiento a uno de sus más fieles seguidores, el jeque Yahya ibn Umar. Al poco tiempo, había conquistado los centros caravaneros que desde la época de los romanos controlaban el comercio de oro sudanés (que surtía a Europa) y los nuevos yacimientos de Ghana, al sur del Sáhara, descubiertos más recientemente. Después conquistaron las fértiles tierras del Magreb o lograron que sus jeques y caudillos abrazaran la causa almorávide.
El tercer sultán almorávide, Yusuf Ibn Tashufin, dueño de todo el norte de África, fundó su capital en Marraquech y reunió bajo su mando un poderoso ejército mercenario, fiel al Estado más que a ninguna tribu determinada. Podía ser la solución, pensó el atribulado reyezuelo de Sevilla, llamar en su ayuda a los primos de África para que le bajaran los humos al rey de Castilla.
Los otros reyezuelos andalusíes advirtieron a al-Mutamid que el remedio podía ser peor que la enfermedad. «Si llamas a esos fanáticos del otro lado del Estrecho, labrarás tu ruina y la de todos nosotros; se nos quedarán con todo.» Pero al-Mutamid era de los que prefieren perder los dos ojos con tal de dejar tuerto al enemigo, y se mantuvo en sus trece: «Mejor camellero en África que porquero en Castilla.»
Palabras proféticas. Los almorávides desembarcaron en Algeciras y, después de reagruparse en Sevilla, ascendieron por la antigua Vía de la Plata (¿recuerda el lector aquel camino por el que bajaba de Galicia el estaño de Tartessos y luego el comercio romano?). Alfonso VI les salió al encuentro en Zalaca, unos kilómetros al norte de Badajoz, pero resultó completamente derrotado. Los almorávides emplearon una arma psicológica hasta entonces desconocida en España: los tambores, cuyo ronco sonido quebraba los nervios por igual a los cristianos y a sus caballos (luego, las cajas de guerra serían adoptadas por todos los ejércitos hasta después de Napoleón).
Después de todo, Alfonso VI resultó afortunado. Ibn Tashufin no pudo, o no quiso, explotar su victoria. En lugar de avanzar hacia el interior de Castilla, ya desguarnecida, se atuvo a lo pactado con al-Mutamid y regresó a Marruecos.