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Authors: Juan Eslava Galán

Tags: #Novela Histórica

Historia de España contada para escépticos (36 page)

BOOK: Historia de España contada para escépticos
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Sepa el escéptico y quizá algo sorprendido lector que desde el punto de vista dinástico no es mayor problema que Alfonso XII fuera hijo adulterino, pues, como se sabe, la ley española, fiel al código napoleónico, sostiene que todo hijo nacido dentro del matrimonio tiene por padre al marido. Ahora, con tanta prueba genética, no sabemos en qué acabará la cosa.

Por cierto que, para que se vea el carácter llano y borbónico de la reina, al ginecólogo que auscultándola predijo que estaba embarazada de un varón (Alfonso XII) le concedió el título de marqués del Real Acierto.

Dos influencias predominantes hubo en la
corte de los milagros
, como se llamó despectivamente a la de Isabel II: el confesor de la reina, el padre Claret, un minúsculo y enjuto clérigo, atormentado a causa de la permisividad sexual de los nuevos tiempos, y sor Patrocinio de las Llagas, una monja histérica y falsaria, que había sido procesada por fingidora de milagros y que, aprovechando que la reina, simplona y entregada, era incapaz de negarle un favor, se convirtió en una pía agencia de empleo, que colocaba a sus recomendados en los mejores puestos de la administración pública (haciendo con ello desleal competencia a la reina madre).

Muchos generales

Al final de la regencia de la reina, el general Espartero había gobernado dictatorialmente, con las Cortes disueltas. Un pronunciamiento lo derrocó y restituyó una sombra de gobierno parlamentario que nuevamente desembocó en dictadura, esta vez con el general Narváez. Y después de Narváez, en 1854, tras otro pronunciamiento, gobernó el general O'Donnell, que llegó a un acuerdo con Espartero, para encabezar dos partidos que se alternaran en el poder, la Unión Liberal de O'Donnell y los moderados de Narváez. La política nacional no era aburrida ni previsible porque a los endémicos pronunciamientos, con su secuela de movilizaciones funcionariales, destierros de unos y regresos triunfales de otros, había que sumar una guerra en África (en la que Juan Prim tomó Tetuán), y otra en el Pacífico.

Hacia mediados de siglo la economía del país comenzó a prosperar y las inversiones de capital extranjero, especialmente francés, hicieron posible un cierto despegue económico: se abrieron fábricas textiles en Cataluña y acerías en el País Vasco, se intensificó la explotación minera, se tendieron ferrocarriles. En este ambiente propicio, surgieron los primeros especuladores, como el marqués de Salamanca, y una oligarquía de industriales enriquecidos, que constituyeron dinastías bancarias y empresariales, algunas de las cuales perduran todavía.

La reina, envalentonada, arrinconó a los elementos progresistas y provocó con ello una terrible marejada en las medanosas aguas de la política nacional. El papa, siempre al quite, apoyó la nueva orientación de la monarquía, tan conveniente para los intereses de la Iglesia. Años antes se había resistido a bautizar a Alfonso XII por ser hijo adulterino, pero echando pelillos a la mar, y comprendiendo que, si la monarquía caía, la Iglesia perdería su secular aliado, no vaciló en apoyar a Isabel, y hasta la condecoró con la más alta distinción vaticana, la Rosa de Oro. «Santo Padre, ¡es una
puttana
!», objetó un cardenal de la curia. A lo que Pío IX replicó: «
Puttana, ma pia
(Puta, pero piadosa).»

El ala progresista, en vista del viraje autoritario de Isabel, se agrupó a la sombra del general Prim, que odiaba a los Borbones, y de los destacados generales Serrano y Domínguez. En 1868, triunfó el pronunciamiento de una parte del ejército, secundado por el pueblo, en lo que se ha llamado
Gloriosa revolución.
El voluble y tornadizo pueblo, por el que Isabel se creía adorada, se echó a la calle al grito de «Abajo la Isabelona, fondona y golfona», y el general Serrano, antiguo amante de Isabel, derrotó a las tropas de la reina en la batalla del Puente de Alcolea (aun existe el puente, bello y de piedra, cerca de Córdoba). Así terminaron los marchitos esplendores de la
corte de los milagros.
Isabel, que estaba veraneando en San Sebastián, sólo tuvo que recorrer unos kilómetros para ponerse a salvo en Francia: «Creía tener más raíces en este país», declaró al traspasar la frontera.

CAPÍTULO 79
Un gafe en el trono

El vacío de poder que la huida de la reina dejaba lo ocuparon prestamente una serie de juntas, que desmembraron el país en taifas regidas por movimientos federales de signo anarquista. Mal comenzaba la Gloriosa Revolución, pero con un poco de aplicación todavía se podía empeorar bastante.

Se empeoró, claro.

Los generales, algo alarmados por el sesgo que tomaban las cosas, pensaron que había que instaurar una monarquía constitucional que les permitiera seguir mandando. Con una mano, ofrecieron al país la marchita zanahoria de la Constitución de 1869, con sufragio universal, libertad religiosa y todo, mientras con la otra descargaban garrotazos sobre los partidarios de la República.

Y comenzó la patética peregrinación por las casas reales europeas en busca de un monarca constitucional. Había que andarse con pies de plomo porque el equilibrio de poderes entre las superpotencias (Francia, Alemania e Inglaterra) era más sutil que nunca y cualquier posible elección amenazaba con desencadenar una tormenta política o, peor aún, una guerra. Después de mucho negociar, se alcanzó, por fin, una fórmula de consenso, y Prim encontró a un pelele que se dejaría manipular por los militares a cambio de la corona de España, el duque de Aosta, Amadeo I de Saboya.

Presencia tenía Amadeo, y embutido en su uniforme, con los bordados y las charreteras, parecía un figurín, pero aparte de la presencia era hombre de escasas luces y, lo peor de todo, peligrosamente gafe.

Lo que no se puede objetar es que no estuviera por agradar. En un paseo en carroza por Madrid, el secretario y cicerone que lo acompañaba le indicó que pasaban cerca de la casa de Cervantes, y él respondió sin inmutarse: «Aunque no haya venido a verme, iré pronto a saludarlo.» Para que se vea la maldad de la gente, basándose en este dato, algunos detractores propalan que era hombre de pocas letras. Cabría replicar que casi todos los reyes de España lo han sido y ello no les ha impedido reinar, pero además, en el caso de Amadeo, es falso, puesto que era muy aficionado a las novelas pornográficas francesas.

En cualquier caso, tampoco permaneció en el país el tiempo suficiente como para visitar a Cervantes porque el mismo día de su llegada unos desconocidos asesinaron a Prim, que era su principal valedor. Era sólo cuestión de tiempo que republicanos y carlistas lo derrocaran. Intentó formar un gobierno de coalición en el que figuraran progresistas y radicales, pero los conservadores se negaron a pactar con sus adversarios y abandonaron el proyecto. Amadeo se vio obligado a abdicar, y las Cortes proclamaron la República por primera vez.

Las Cortes podían ser republicanas, pero en las provincias algunas juntas proclamaron el Estado federal. Nueva división del país en cantones, especialmente el de Cartagena, que fue el más ruidoso y decidido.

Cundieron la anarquía y el desorden, y los elementos conservadores y moderados capitalizaron el descontento del ejército, que se sentía agraviado, y lo atrajeron a la oposición. El general Pavía sacó a los diputados de las Cortes y entregó el poder al general Serrano para que formase un gobierno de salvación. El general Serrano sometió a los carlistas, nuevamente rebelados.

CAPÍTULO 80
La Restauración

Mal porvenir se presentaba a un país aquejado de mil problemas y al borde de la guerra civil, fragmentado en cantones y agravado por dos guerras mal curadas que se repitieron, la de los independentistas cubanos y la de los carlistas. La Primera República fue una ficción que duró medio año. No es que fracasara, es que sólo existió sobre el papel, porque el poder siempre estuvo en manos de generales de uno u otro signo.

Los militares comenzaron a plantearse la posibilidad de una restauración borbónica, especialmente después de que Isabel II, políticamente quemada, abdicase en su hijo Alfonso XII. Antonio Cánovas del Castillo dirigió la operación con mano maestra, y la burguesía agraria e industrial, interesada en el regreso de la monarquía, la financió.

Los militares partidarios de la Restauración comenzaron a ocupar los cantones. El de Cartagena opuso una resistencia tan heroica como inútil, que inspiraría una excelente novela de Ramón J. Sender. El general Martínez Campos dio un golpe de Estado y proclamó la restauración de la monarquía en Alfonso XII de Borbón.

El hijo de Isabel II era un chico moreno, bajito, no mal parecido, con el rostro menudo y enmarcado por grandes patillas, a la moda prusiana. De salud andaba solamente regular. Tenía afición a las mujeres, no se sabe si por tuberculoso o por Borbón, y también le gustaba codearse con el populacho en tabernas y colmaos, como a su abuelo Fernando VII.

Alfonso llegó a España a los dieciocho años, después de cinco de exilio. Su madre intentó seguirlo, pero Cánovas, a cuyos buenos oficios debía Alfonso el trono, se negó en redondo. Lo que no pudo impedir fue que el pipiolo se casara con su prima hermana, María de las Mercedes de Orleans y Borbón, de la que estaba muy enamorado. Esto de que un rey se casara por amor, como los pobres, prestigió mucho la monarquía a los ojos del pueblo. Las tonadilleras cantaban:

El veintitrés de enero

se casa el rey

con su primita hermana

¡Mira qué ley!

La novia era bajita, guapa y regordeta. Quizá el lector recuerde aquella detestable y lacrimógena película,
¿Dónde vas, Alfonso XII?
Para acabar de redondear una historia tan romántica, la reina falleció antes de cumplir dieciocho años, a los seis meses de casada, que fueron para la pareja una prolongada luna de miel, durante la cual pasaron más de doce horas diarias en la cama, con la consiguiente alarma de los médicos de palacio que temían por la vida del monarca (siempre el fantasma de aquel don Juan, hijo de los Reyes Católicos). Ahora se ha sabido que las fiebres tifoideas que se llevaron prematuramente a María de las Mercedes (y a todos sus hermanos) fueron provocadas por el agua de los pozos que abastecían la mansión familiar de los Montpensier, el sevillano palacio de San Telmo, que estaban contaminadas por filtraciones de fosas sépticas.

El rey necesitaba un heredero que garantizase la continuidad de la monarquía, lo de siempre, así que volvió a casarse, esta vez sin tanto entusiasmo como la primera, por deber de Estado, ya que su segunda esposa, María Cristina de Austria, no era lo que se dice su tipo. A él le gustaban llenitas, a la moda de la época, y Cristina era, más bien, delgada y huesuda. Además, tampoco era un dechado de simpatía y cordialidad, sino un poco envarada y seca, el tipo de institutriz germánica. Y culta, eso sí, que la señora hablaba varios idiomas y tocaba el piano, pero a don Alfonso la cultura lo traía al fresco. El pueblo, siempre tan captador de matices, aunque luego, en lo fundamental, muchas veces yerre, apodó a la nueva reina
Doña Virtudes.
Alfonso cumplió como un caballero, pero nunca sintió una gran pasión por ella. El día en que se formalizó el compromiso, a la vuelta de la pedida, su sempiterno acompañante, Alcañices, como lo veía muy callado, se creyó en la obligación de elogiar el porte y la distinción de la que iba a ser reina de España, pero Alfonso lo interrumpió: «No te canses, Pepe; a mí tampoco me ha parecido guapa, pero te habrás dado cuenta de que la que está bomba es mi futura suegra.» En efecto, la archiduquesa Isabel de Austria-Este-Módena era una cuarentona prieta, que estaba entonces en su justo punto de sazón.

Antes y después de casado, Alfonso XII tuvo diversas amantes ocasionales y una fija, la contralto Elena Sanz, a la que Castelar describe como «una divinidad egipcia, los ojos negros e insondables, cual los abismos que llaman a la muerte y al amor», y Pérez Galdós, más prosaico, «espléndida de hechuras y bien plantada». La cómica tuvo dos hijos del rey, Alfonso y Fernando.

Doña María Cristina, tan germánica en todo, se enamoró ardientemente del esquivo e infiel Alfonso, y aunque era mujer de carácter, soportó con resignación las infidelidades de su esposo, si bien en un par de ocasiones estuvo por tirar la toalla y hacer las maletas. Pero como era una gran profesional, disimuló y continuó sonriendo en los actos oficiales, aunque la procesión iba por dentro. Sólo cuando en 1885 el rey murió (de tuberculosis, a los veintiocho años) y ella accedió al poder como regente durante la minoría de edad de su hijo Alfonso XIII, manifestó sus reposados odios y su naturaleza vengativa apartando del gobierno a cuantos habían facilitado la vida tunante del difunto. También retiró la pensión que la casa real pasaba a Elena Sanz. La antigua cantante, como tenía unos hijos a los que mantener, chantajeó al gobierno con unas cartas íntimas del rey en las que quedaba patente su paternidad. Llegaron a un acuerdo y las rescataron pagando por ello una crecida suma de dinero.

CAPÍTULO 81
Doña Cristina guarda el coño

Con los carlistas y los cubanos pacificados, España, en el último cuarto del siglo XIX, conoció la paz y el desarrollo mediante la ayuda de Cánovas del Castillo, quizá el mejor político español de todos los tiempos, gustos aparte. Había un sistema parlamentario, había partidos políticos y había elecciones, pero no había verdadera democracia, ni la sociedad la demandaba, fuera de grupúsculos revolucionarios o anarquistas. Todo el sistema se basaba en un gigantesco tongo porque los púgiles, los partidos liberal y conservador, o sus jefes Sagasta y Cánovas, se habían puesto de acuerdo para alternarse en el gobierno en riguroso turno, una legislatura liberal y la siguiente conservadora, ficción democrática que se garantizaba mediante el control caciquil del voto. La Constitución de 1876, otra más, inspirada por Cánovas, concedía al rey poder arbitral. El rey designaba al gobierno, el gobierno designaba a los gobernadores de las provincias, los gobernadores designaban a los alcaldes, todos de su cuerda, los alcaldes organizaban y supervisaban las elecciones y daban pucherazo en las urnas donde fuera necesario, de manera que el resultado confirmase al gobierno designado por el rey.

Por cierto, durante los debates parlamentarios que condujeron a la redacción de esta Constitución, cuando andaban a vueltas con su artículo primero, sobre los españoles, algunos diputados se acercaron al escaño de Cánovas del Castillo para erigirlo en árbitro de la discusión, pues no se ponían de acuerdo sobre la definición constitucional de españoles. Cánovas, que era hombre de humor y profundamente sabio, hizo un chiste: «Son españoles los que no pueden ser otra cosa...»

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