Read Historia de España contada para escépticos Online
Authors: Juan Eslava Galán
Tags: #Novela Histórica
El general Franco, jefe aceptado del grupo rebelde, estaba muy necesitado de legitimidades. Por lo tanto, agradeció la deferencia devolviendo a la Iglesia sus privilegios y prebendas, y consagrando al catolicismo la Nueva España que emergería de la guerra. Más aún: los cardenales fueron equiparados a generales de brigada y el Santísimo recibió, en lo sucesivo, honores militares.
La Iglesia canjeó su aval político por la recuperación de sus privilegios: se derogaron las leyes ateas de la República y se restablecieron las leyes de inspiración católica del antiguo régimen, con implantación de la pena de muerte y supresión del matrimonio civil, del divorcio y de la coeducación.
Mientras los distintos partidos y tendencias del bando nacional se unían como una piña y aplazaban sus diferencias para cuando se ganara la guerra; en el bando republicano la autoridad quedaba difuminada entre un sinfín de organizaciones obreras, comités, sindicatos, milicias y cantones. En lugar de arrimar el hombro en la empresa común hasta constituir un frente sólido y coordinado contra los rebeldes; en lugar de aplazar la revolución social para después de la victoria, se dieron a colectivizar la producción, y a gestionar democráticamente industrias y explotaciones cuyo funcionamiento desconocían. Ya lo dejó dicho Azaña en sus memorias: «Rodeado de imbéciles, gobierne usted si puede.» Faltaban oficiales en el frente, especialmente los imprescindibles mandos medios, y faltaban cuadros técnicos en la retaguardia.
En 1937, las utopías revolucionarias del bando republicano se desvanecieron. La grandeza, el sacrificio y el idealismo de los primeros días se convirtieron en mezquindad y codicia sobre el botín cobrado a la clase perseguida. Otra vez la secular envidia española tomaba pretextos en la justicia social. Mientras la turba de grupúsculos, comités y organizaciones de izquierdas se ponía de acuerdo sobre quién reunía mayores méritos para dirigir al resto, Franco había desembarcado en Andalucía y avanzaba por casi todos los frentes. A la incertidumbre sobre el resultado final de la contienda, que poco a poco se iba abriendo camino incluso entre los más optimistas, se sumaba la dura realidad de la escasez, consecuencia del insensato derroche del período precedente. La sufrida población civil fue aprendiendo a engañar el hambre con pipas de girasol e inventó las chuletas sin carne y la tortilla de patatas sin huevo y sin patatas. Mientras tanto, los comunistas predicaban en el desierto por una dirección unitaria (la suya, claro está) en la coyuntura bélica, pero las otras organizaciones obreras seguían erre que erre en sus rencillas: los militantes de la CNT, divididos sobre la conveniencia de tomar parte activa en un gobierno (ellos estaban contra cualquier forma de gobierno), y los revolucionarios del POUM, sublevados en Barcelona después de desmarcarse del Frente Popular porque les parecía tibio. Los comunistas aprovecharon la ocasión para cobrarse la cabeza de Largo Caballero, su adversario político, al que hacían responsable de todos los males. Las turbias aguas de la izquierda volverían a su cauce con el gobierno de Juan Negrín, coalición de socialistas, comunistas y republicanos.
Con Franco a las puertas de Madrid, parecía que la partida estaba decidida pero entonces el esfuerzo heroico del ejército del centro, hábilmente dirigido por el general Miaja y considerablemente reforzado por las Brigadas Internacionales (de inspiración comunista) y por las nuevas armas rusas, consiguió aplazar la derrota y prolongar la guerra por espacio de dos sangrientos años.
El esfuerzo bélico requería suministros de armas, munición y carburante, que sólo podían llegar del extranjero. No faltaron generosos padrinos que respaldaron a cada bando, según afinidades y conveniencias. Las naciones totalitarias, Italia y Alemania, prestaron decidida ayuda al bando rebelde, mientras que las democracias occidentales, Inglaterra y Francia, que teóricamente apoyaban al bando republicano, alegaron el acuerdo de no intervención para maquillar su escaso entusiasmo ante la perspectiva de una España republicana en manos de elementos comunistas del Frente Popular. Ellos, aunque democracias, eran gente de orden y de derechas. Por eso, crearon las condiciones esenciales para que Franco triunfara y le hicieron llegar la gasolina que había de mover los aviones alemanes y las tanquetas italianas. La única que puso toda la carne en el asador (aunque también se lo cobró con el oro del Banco de España) fue la Unión Soviética, lo que parece natural. A ella le interesaba la implantación de un satélite comunista en el vientre blando de Europa. La popularidad ganada con su apoyo determinó, ya lo estamos viendo, un inusitado crecimiento del Partido Comunista, que antes de la guerra no era muy numeroso. Algo parecido ocurrió, en el bando nacional, con el partido falangista crecido a imagen y semejanza del partido fascista italiano.
Dos ataques nacionales algo prematuros sobre Madrid terminaron en sendos descalabros (batallas del Jarama, febrero de 1937, y de Guadalajara, al mes siguiente, donde los expedicionarios italianos no se cubrieron de gloria). Después, la balanza se mantuvo en el fiel durante unos meses, pero, ya entrado 1938, se vio claro que ni siquiera "los tanques y los aviones rusos evitarían la ruina de la República. Franco comprendió que las uvas no estaban maduras, se armó de paciencia, dejó en paz Madrid y se fue con la música a otra parte, al Cantábrico, atraído por la mayor concentración industrial republicana. La gran obertura resultó quizá más sonada de lo que había previsto, pues el bombardeo de Guernica por aviones alemanes de la Legión Cóndor (donde Hitler montó su banco de pruebas para lo que habría de venir en Europa unos años después) tuvo repercusiones internacionales muy negativas para el bando nacional, la más duradera en el Guernica, el famoso cuadro que pintó Picasso, un lienzo impresionante, apaisado, destinado a sustituir el relieve de la Santa Cena en la devoción de los hogares progres de los años sesenta y setenta. (El conocido dibujo del Che Guevara sustituiría, por su parte, el retrato vertical del Sagrado Corazón de Jesús.)
En medio año, Franco conquistó el norte. Con el acero vasco, el carbón asturiano y los jureles del Cantábrico del lado rebelde, la balanza se inclinaba decisivamente hacia los nacionales. Ya se sabía quién iba a ganar la guerra. Sólo era cuestión de tiempo. Entonces, Franco volvió sus ojos hacia Madrid, que nuevamente se daba ánimos con el «no pasarán». Los republicanos, en un intento por aliviar la presión enemiga, lanzaron una potente ofensiva por la zona de Teruel. A muchos grados bajo cero, con la piel adherida a tiras a los cañones helados de los fusiles, los dos bandos se zurraron durante interminables semanas en penosísimas condiciones. Franco no sólo recuperó Teruel, sino que prosiguió su avance hasta alcanzar el Mediterráneo a la altura de Vinaroz, dividiendo el territorio enemigo en dos zonas incomunicadas. El siguiente paso era descender hasta conquistar Valencia, la capital republicana desde la evacuación de Madrid. Parecía que el ejército de la República había perdido toda iniciativa y sólo aspiraba a ganar tiempo y retrasar en lo posible el fatal desenlace.
Entonces, estalló la bomba, la gran sorpresa, la noticia en titulares de todos los periódicos del mundo: en la madrugada del 25 de julio de 1938 los republicanos contraatacaron y cruzaron el Ebro, abriendo brecha en el sorprendido flanco rebelde, por la que introdujeron seis divisiones completas. Comenzaba la batalla del Ebro (cien mil bajas). Los nacionales, dueños del aire, lograron frenar el avance republicano al día siguiente. Estabilizado el frente, Franco recuperó la iniciativa y durante los dos meses siguientes lanzó hasta siete ofensivas, que el ejército republicano contuvo a costa de rebañar y sacrificar sus últimas reservas. Al final, tres meses y tres semanas después del inicio de la aventura, la República cedió los cuatro palmos de tierra que había ganado y regresó al otro lado del río. Estaban como al principio, pero la izquierda carecía de fuerza para prolongar la resistencia. Por otra parte, las democracias occidentales la habían desahuciado. Con Hitler suelto por Europa, no estaba el horno para bollos y cada cual se estaba tentando la ropa.
La conquista de Cataluña fue un paseo militar mientras el bando republicano se enzarzaba en estériles discusiones sobre qué grupo político era el responsable de que perdieran la guerra. Después, recobraron la sensatez para decidir si convenía tirar la toalla o seguir recibiendo leña del enemigo. Los comunistas querían continuar, pero sus adversarios políticos abogaban por la paz, que evitaría al pueblo sufrimientos inútiles. La hambruna señoreaba la zona republicana.
El siete de marzo de 1939, en Madrid, los comunistas llegaron a las manos con sus adversarios. Veinte días después, las tropas de Franco entraron en una ciudad donde sus numerosos partidarios (la quinta columna), y los conversos del miedo o la conveniencia se echaban a la calle con saludos brazo en alto y tremolar de patrióticas banderas rojas y amarillas. En los campos de España, criaban malvas unos trescientos mil muertos. En el exilio (europeo, hispanoamericano o norteafricano), empezaban a coleccionar nostalgias u olvidos unas cuatrocientas mil personas.
El final de la guerra trajo aparejada la forzada reconversión de la España republicana en la España de Franco. Como es natural, la historia la escribieron los vencedores: la patria, prostituida por el liberalismo y embaucada por el marxismo, había estado a punto de sucumbir, pero un valeroso paladín, el invicto caudillo Franco, al frente de la facción más sana del ejército, la había rescatado del borde del abismo. En el forcejeo, cierto es, la había dejado hecha unos zorros, pero la había salvado, que era lo importante. ¿La desampararía ahora, convaleciente y extenuada, en medio de la calle, a merced de las energías disolventes, de los designios subterráneos, del contubernio judeo-masónico, de la Antiespaña? ¿Permitiría el vencedor que nuevamente cayera en las garras del Kremlin, o debía cargar el peso de la tutela sobre sus viriles hombros? Pío XII, el nuevo papa, había proclamado que «de España ha salido la salvación del mundo» y había llamado a España «la nación elegida por Dios, el baluarte inexpugnable de la fe católica». El bando vencedor, que estaba a partir un piñón con el Vaticano, declaró por boca de Franco: «España tiene un destino providencial en esta vieja Europa [...j: salvar del marxismo la civilización cristiana.»
Sin un instante de vacilación, el Caudillo y la Iglesia, representantes respectivamente del ejército y de Dios, asumieron la dura tarea. Doctores tuvo la Iglesia y pensadores el Movimiento Nacional que suministraron, quemando arduas vigilias, el bagaje ideológico del nuevo régimen.
Por otra parte, Europa se enzarzó en la segunda guerra mundial, y los resonantes éxitos alemanes parecían confirmar que el viento de la historia soplaba del lado de las dictaduras. No obstante, la guerra parecía ir para largo. No era momento de bajar la guardia, sino de permanecer atento, las armas prestas, impasible el ademán, por lo que pudiera venir. Franco estrechó su amistad con Italia y Alemania, y procuró que el prestigio guerrero del Duce y del Führer se reflejara en el suyo propio como Caudillo. En esto se dejó orientar por su entusiasta cuñado, Serrano Suñer, ferviente admirador de los fascismos europeos. Nadaba el Caudillo a favor de la corriente nazifascista sin sospechar que estaba apostando por el caballo perdedor, pero tuvo suerte, la
baraka
mora que lo acompañaba desde sus años de África, y no se implicó directamente en la guerra. La propaganda franquista vendería esta circunstancia, ya a toro pasado, como el triunfo de su astucia gallega sobre las presiones de Hitler y Mussolini. La realidad, según después se ha sabido, es que Franco estaba dispuesto a entrar en guerra, pero al Führer sólo le interesaban el volframio y las naranjas. No obstante, aceptó la División Azul de voluntarios contra Rusia.
¿Cómo era Franco? A los veintisiete años de su muerte una legión de hagiógrafos y detractores se disputan la verdad del personaje y nos dan imágenes distorsionadas y extremas de él, o ángel o demonio. Por poner un ejemplo, mientras sus detractores se mofan de su voz atiplada y maricona, a Jiménez Caballero le «parece broncínea voz con diamantinos armónicos».
Franco era un militar, con las tópicas cualidades que imprime ese oficio y las no menos tópicas limitaciones que acarrea. Era, además, esposo de doña Carmen Polo, y un jefe de Estado que durante unos cuantos años no las tuvo todas consigo, factores quizá más determinantes de lo que parece. Por eso, hay una imagen del Franquiño adolescente, alegre, parlanchín y bailón completamente distinta a la del Franco adulto, soso, serio y distante como un jefe apache, aquel hombre que dejaba helados a sus interlocutores por su frialdad y falta de cordialidad, pero luego iba de pesca con su dentista y amigo, y cuando estaban a solas, le contaba chistes verdes. Fue un hombre voluntarioso y ambicioso. Sus compañeros de academia lo superaban en prestancia y estatura; Franquiño los superó en estudio y aplicación, y cuando otros andaban todavía bostezando en aburridas guarniciones peninsulares, él ya había hecho una brillante carrera en la guerra de Marruecos y se había ganado a pulso, balazo incluido, el fajín de general.
No tuvo más pasión que la del mando, que no la hay más alta, y a ella le consagró su vida. Por eso no tuvo inconveniente en seguir el consejo de Mussolini: «Un rey será siempre su enemigo; a mí me pesó mucho no haberme desprendido de la casa de Saboya.» Al acabar la guerra se mantuvo en el poder, contra el parecer de algunos generales monárquicos, y evitó restaurar la monarquía, aunque, como era monárquico, nunca dejó de pensar que, después de él, se reanudaría la línea dinástica.
Horro de pasiones, tanto espirituales como físicas, nuestro hombre no tuvo más vicios que la caza y la pesca. Por ese lado, cosechó abundantes éxitos, ya que, dado que la tradición hispánica requería que los alzafuelles de palacio facilitaran hembras al monarca, en su tálamo cinegético nunca faltaron perdices, ciervos, truchas, salmones y hasta una ballena de veinte toneladas.
No era Franco un hombre de gran cultura, pero tampoco tan ceporro como muchos conmilitones suyos. Pudo no ser una inteligencia privilegiada, pero fue más listo que sus posibles competidores. Por eso, aunque era el general menos comprometido de los que se sumaron al golpe de Estado, acabó liderándolo cuando la rebelión se había consolidado.