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Authors: Juan Eslava Galán

Tags: #Novela Histórica

Historia de España contada para escépticos (24 page)

La Inquisición tuvo que someterse a una radical reconversión y redujo sus tribunales a siete, a los que se añadirían, más adelante, los de Lima y México (1569), el de Cartagena de Indias (1610) y otros en Sicilia y Cerdeña. También disminuyeron las condenas a muerte, que se estabilizaron en un tres por ciento de las sentencias. Se calcula que, en sus tres siglos y pico de actuación, la Inquisición española ejecutó a unos veinticinco mil reos. Otras Inquisiciones europeas, que funcionaron menos tiempo, sobrepasaron cumplidamente esta cifra.

La Inquisición invirtió medio siglo en aniquilar a la minoría conversa. Lo que no pudo erradicar fue la sangre judía que corría por las venas de al menos medio millón de españoles descendientes de conversos (la población total de España era de unos ocho millones). Habida cuenta de la sorprendente capacidad de los conversos para ascender por la cucaña social, seguía existiendo el peligro de que estos conversos, sospechosos de criptojudaísmo, recuperaran su antigua preeminencia. En el siglo XVI, la anexión de Portugal vendría como llovida del cielo porque la Inquisición renovó su coto de caza con la llegada a España de numerosos conversos portugueses, atraídos por el comercio con las Indias.

La historia restante de la Inquisición, que abarca tres siglos y pico, es la tortuosa y a veces patética andadura de un colectivo de funcionarios que lucha por mantener a toda costa su puesto de trabajo y, para conseguirlo, tiene que adaptarse al cambiante paso de los tiempos. Cuando las especies más rentables, es decir, los criptojudíos, se hayan extinguido, se ocuparán de otras hasta entonces despreciadas o inadvertidas: luteranos, iluminados, bígamos, sodomitas, blasfemos, hechiceros, etcétera, es decir, perseguirán a los humildes pececillos, sin desdeñar inmaduros, con tal de justificar su labor y ganarse la vida. Y se la ganaron a costa de ímprobos esfuerzos, pues, casi siempre, como cualquier burócrata real, estuvieron mal pagados. Ello explica que, con el tiempo, la Inquisición prefiriese la multa a los castigos corporales. En 1571 esta empresa estatal que aspiraba a mantenerse de sus propios recursos no tuvo inconveniente en sentarse a la mesa de negociaciones con los potenciales enemigos de la fe y redimir a los moriscos de las confiscaciones de bienes a cambio de un impuesto anual de cincuenta mil sueldos. Y en 1604, acordó. con el grupo converso portugués aplicar solamente penas espirituales a cambio de una crecida suma. Si esta actitud interesada se observa en las alturas, con mayor razón se dejaban tentar por el dinero los funcionarios subalternos, peor pagados, que alargaban el sueldo con sobornos y corruptelas, lo que, paradójicamente, alivió los rigores de los prisioneros.

Los comienzos del reinado de Felipe IV fueron malos para el Santo Tribunal. El Estado estaba en quiebra, bajaba el listón de los valores eternos y sentado con los herejes a la mesa de negociaciones, especulaba con las antes inalienables exigencias de la religión. El conde-duque de Olivares sustrajo a los conversos de la Inquisición a cambio de una fuerte suma de dinero.

La Inquisición, si quería sobrevivir, no podía permanecer anclada en el pasado; debía evolucionar e incorporarse a los nuevos tiempos. Así lo hizo. Comenzó a cambiar condenas por multas y puso precio a los azotes, a los ayunos, a las penitencias y a los destierros. Los quemaderos se convirtieron en una antigualla utilizada sólo de tarde en tarde para carbonizar a algún pecador insolvente. El hereje rico estaba a salvo siempre que se aviniese a satisfacer su cuota; las comunidades se protegían colectivamente con el impuesto revolucionario.

El número de los procesos descendió notablemente. Aquel celo vengador que dos siglos antes había exterminado a la judería, se trocó en rutina y almoneda. La caída del conde-duque de Olivares devolvió brevemente su esplendor a la Inquisición, pero los conversos importantes emigraron a países más tolerantes. La Inquisición, privada otra vez de sus mejores piezas, tornó a rebañar su sustento multando herejías y errores de menor cuantía.

El siglo XVIII, llamado
de las Luces
, el siglo que deslinda religión y derecho (es decir, pecado y delito), es también el del acoso y derribo de la Inquisición. El Santo Tribunal era un edificio enorme lleno de achaques, pálida sombra de lo que fue antaño. En la primera mitad del siglo, sólo quemó a ciento once personas y reconcilió a otras mil y pico. En la segunda mitad, los relajados no llegaron a quince, casi todos por motivos políticos más que religiosos. Son cifras exiguas si las comparamos con las del período precedente. Es que el monstruo, aplastado por su propio volumen, esclerotizado por la edad y los achaques, estaba ya para poco. Los tribunales se limitaban a reprimir a blasfemos, bígamos y solicitadores (es decir, clérigos propensos al acoso sexual): delitos contra la moral, no contra la fe. En las altas esferas del poder, el ambiente era desfavorable a la Inquisición. Los ministros ilustrados eran racionalistas, franceses, realistas: que cada ciudadano piense lo que quiera con tal de que permanezca fiel a la corona y pague sus impuestos. Es decir, más o menos como ahora.

La Inquisición se convirtió paulatinamente en un tribunal de represión de delitos políticos, lo que denominaban «proposiciones liberales», las que la Revolución francesa sembraba en Europa. Además, ejerció una severa censura moral. Sus esbirros examinaban la mercancía procedente de allende los Pirineos en busca de libros procazmente ilustrados (cuyos grabados licenciosos arrancaba y destruía), y de cajitas de rapé y relojes con dibujos o mecanismos pornográficos. Incluso confiscaban los bustos de cera demasiado escotados de los escaparates de las peluquerías de Madrid. Minucias así.

A finales del siglo XVIII la Inquisición estaba en franca decadencia. Los poderes fácticos —rey, aristocracia, banqueros, intelectuales y barberos—, eran todos ilustrados, incluso lo eran muchos obispos y parte del clero. El obsoleto y herrumbroso mecanismo de la Inquisición chirriaba desagradablemente dentro de la maquinaria del Estado.

Durante la guerra de la Independencia, el tribunal del Santo Oficio fue, por fin, abolido tanto por los franceses que mandaban en media España como por los españoles que resistían en la otra media. Pero luego regresó el rey Fernando VII, el más vil de cuantos han ceñido corona en España, y restauró la Inquisición para servirse de ella como policía política. La última víctima del Santo Tribunal, ajusticiada en agosto de 1826, fue el maestro de escuela Cayetano Ripoll, que se había declarado deísta naturalista.

La Inquisición fue definitivamente abolida durante la regencia de doña María Cristina el 15 de junio de 1834. Larra le compuso un epitafio: «Aquí yace la Inquisición: murió de vejez.»

Murió el tribunal, pero la polémica de si fue buena o mala sigue viva y coleando. ¿Fue la Inquisición culpable de la decadencia de las artes, o debemos achacarla a otras causas? ¿Es responsable del retraso científico y técnico de España respecto a Europa? Unos lo afirman, otros lo niegan, y después de dos siglos de polémica, los contendientes siguen abrazados en el centro de la lona, morados de golpes, sin que el árbitro sepa a quién corresponde la victoria.

Parece cierto que a finales del siglo XV España era, desde el punto de vista científico, uno de los países más adelantados de Europa y que después, en el siglo siguiente, cayó en una especie de letargo intelectual, se cerró a cal y canto, y se marginó de las corrientes del progreso. En 1559, Felipe II prohibió que los españoles estudiaran en otros países. Los agentes inquisitoriales impedían la entrada de libros de pensamiento en España, pero, a pesar de ello, el tribunal prohibía menos que otros organismos censores de Europa. Probablemente, la decadencia nacional no sea imputable a una labor directa de la Inquisición, sino al ambiente enrarecido por los problemas políticos y sociales. Lo que ciertamente adjudica parte de la responsabilidad al Santo Oficio.

Durante siglos, la Inquisición mantuvo amordazado el pensamiento español, más que por la censura directa por la autocensura, que fue aún más dañina. En 1523, el humanista Luis Vives profetizaba: «
Ya nadie podrá cultivar las buenas letras en España sin que al punto se descubra en él un cúmulo de herejías, errores, de taras judaicas [...]. Esto ha impuesto silencio a los doctos
.» Un siglo después, el padre Mariana recomendaba jesuíticamente al intelectual doblegarse a las exigencias del ambiente.

Los intelectuales no podían expresarse libremente; los artistas figurativos, tampoco. Los pintores y escultores quedaron confinados al Nuevo Testamento, mientras sus colegas extranjeros vivían días de vino y rosas en las verdes Arcadias de la mitología pagana. La consigna inquisitorial, que las imágenes no se pinten ni adornen con procaz hermosura, era de obligado cumplimiento. Menos encarnadura y más sangre redentora; menos brocados y más trajes talares, tome ejemplo del maestro Zurbarán. A la Magdalena le interpusieron un biombo de cabellos; el desnudo quedó relegado al sacro pretexto de los san Sebastianes y a los despellejamientos de san Bartolomé. Las diosas en cueros, los faunos y las ninfas se desterraron a su Italia natal; allá el pontífice con su conciencia. El desnudo glúteo quedó limitado a sus expresiones menos comprometidas, los asexuados angelitos que sostienen el nuboso soporte de las Inmaculadas. La excepción fue la Venus velazqueña, con esos hoyuelos sugerentes que se le forman en la rabadilla, los cinco centímetros cuadrados más gloriosos de la pintura universal, dicho sea salvando gustos.

CAPÍTULO 49
¿Somos moros?

Hace años, cuando, después del fallecimiento de Franco y tercera Restauración borbónica, floreció el cantonalismo autonómico y España pasó a llamarse
el país
o
el Estado
, y sus regiones, históricas o no, se constituyeron en naciones que aspiraban a sacudirse la tiranía del poder central, surgió cierto movimiento autonomista en el sur que reivindicaba como seña de identidad el origen árabe de los andaluces. Aquella majadería ya está casi olvidada, aunque todavía florezcan grupúsculos de neomusulmanes que trocan sus nombres de pila, Sebastián, José, Paquita, por Abderramán, Mohamed o Aixa. La onomástica, ya se sabe, va a gustos, como todo lo demás, historia incluida.

En realidad los andaluces tienen de moros tanto como los gallegos, los catalanes o los vallisoletanos. Ya hemos visto que, durante la larga vecindad de los ocho siglos de España islámica, los musulmanes tomaron frecuentemente esposas cristianas. Estos enlaces contribuyeron a la diversidad racial de la población islámica, pero como la ley islámica prohíbe el enlace de musulmana con cristiano bajo pena de muerte, el proceso inverso se produjo sólo muy raramente. Por otra parte, la rica convivencia y provechosa vecindad que cristianos y musulmanes mantuvieron durante los primeros siglos de al-Andalus quedaron interrumpidas cuando las comunidades mozárabes desaparecieron de tierras musulmanas debido a la emigración a las tierras cristianas del norte o a la deportación a Marruecos forzada por los almohades.

Luego, vino la conquista de media Andalucía en sólo veinticinco años. Alfonso VII había fracasado en esta empresa porque cometió el error de dejar población musulmana a su espalda. Fernando III escarmentó en cabeza ajena y vació de moros, literalmente, el valle del Guadalquivir. A medida que avanzaba, expulsaba a los moros y repoblaba las ciudades desiertas con colonos cristianos traídos del norte. Las casas, las alquerías y los campos se entregaban a los colonos gallegos, castellanos, vascos... Los moros expulsados se establecían en tierra musulmana, de donde, a los pocos años, nuevamente los desalojaba el avance cristiano.

Las morerías o barrios moros que Fernando III dejó atrás eran insignificantes, apenas un par de docenas de vecinos donde antes hubo muchos miles. De los escasos moros que quedaron atrás, Alfonso X expulsó a muchos después de la rebelión de 1264. Unos se acogieron a la superpoblada Granada; otros, bastantes, pasaron al Magreb. El historiador González Jiménez ha calculado que a finales del siglo XV sólo quedaban en toda Andalucía unas trescientas veinte familias mudéjares.

¿Y los moros de Granada? También tuvieron que abandonar la ciudad para establecerse en las Alpujarras. Durante las negociaciones, los Reyes Católicos habían prometido respetar su religión y sus costumbres, pero en cuanto ocuparon el reino olvidaron el trato. Al poco tiempo, enviaron misioneros y predicadores a evangelizar a los musulmanes y, en vista de los escasos resultados, los convirtieron por decreto. Los que se resistieron fueron expulsados del país en 1502. Las mezquitas se transformaron en iglesias.

La inmensa mayoría de los moros optaron por fingir que se convertían ante la perspectiva de perder sus bienes y arrostrar un incierto futuro en el norte de África. Aquella conversión en masa planteó grandes problemas a la Iglesia, que no disponía del clero necesario para catequizar a tanto converso. No obstante, los estabularon en los templos y los bautizaron en masa, a veces rociándolos con escobas mojadas en agua bendita. Cumplido el trámite, los moriscos regresaron a sus hogares y continuaron practicando en secreto la fe de sus padres. De este modo, una minoría de criptomusulmanes se agregó a la de los criptojudíos.

La Iglesia sabía que los conversos no habían sido instruidos en los dogmas cristianos. Por eso, les concedió una moratoria de cuarenta años, antes de que ingresaran, como el resto de los cristianos españoles, en la jurisdicción inquisitorial. Mientras se cumplía ese plazo, la represión fue solamente cultural, concentrada en el idioma, las costumbres y el atuendo. Sucesivas leyes fueron prohibiendo el uso del árabe, los trajes moriscos, los baños, la cocina sin cerdo, el baile, el folclore... Las más inocentes actividades parecían sospechosas al observador cristiano. Cuando había boda de moros, las puertas de la casa debían permanecer abiertas para que la autoridad se asegurara de que no se entregaban a ritos prohibidos. En los alumbramientos tenía que asistir una comadre cristiana por los mismos motivos. Y en los libros de bautismo, se señalaba el nacido con la nota
morisco
o
moriscote.

Los aperreados moriscos vivían con la esperanza de que algún día diese la vuelta la tortilla. Con esa curiosa proclividad del árabe a creerse sus propias patrañas, muchos esperaban que el Gran Turco, en el que creían como los niños creen en los Reyes Magos, desembarcaría algún día en España para liberarlos de la opresión cristiana; otros estaban convencidos de que un mítico e invencible caudillo, llamado Alfatim, reconquistaría el país a lomos de
un caballo verde
. (Estamos ya en el siglo XVI, cuando hasta los cristianos más crédulos confían más en la pólvora negra que en Santiago Matamoros.)

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