—¡No miréis! —exclamó de nuevo el señor Lorry viendo que se disponía a abrir la ventana—. ¡No miréis vos tampoco, Lucía! Pero no os asustéis. Os doy mi palabra de que no sé que haya sucedido nada malo a Carlos, pues no sospechaba siquiera que estuviese en París. ¿En qué prisión está encerrado?
—En La Force.
—¿En La Force? Escuchad, Lucía, habéis de recobrar el ánimo y hacer exactamente lo que yo os diga. Nada se puede hacer esta noche. Lo mejor es obedecerme ahora y tranquilizaros. Dejadme que os instale en mi habitación. Luego dejaréis que vuestro padre y yo hablemos unos momentos. Os ruego que me obedezcáis sin tardanza en beneficio del mismo Carlos.
—Os obedeceré. Veo, por vuestro rostro, que no puedo hacer otra cosa. Sé que sois sincero.
El anciano la besó y la llevó a su propia habitación, encerrándola con llave. Luego volvió al lado del doctor, abrió parcialmente la ventana y apoyando la mano en el brazo de su compañero, miró al exterior.
Vio un grupo de hombres y mujeres, aunque no bastante numerosos para llenar el patio. Los habían dejado entrar y todos esperaban su turno para trabajar afanosos con la piedra de afilar.
—¡Qué horribles obreros y qué espantosa tarea!
Dos hombres, de rostros manchados, ensangrentados y de bestial expresión, accionaban las manivelas de la piedra de afilar y sin duda para que tuvieran fuerza suficiente para llevar a cabo su tarea, algunas mujeres les daban a beber vino de vez en cuando. Habría sido imposible descubrir en el grupo una sola persona que no estuviera manchada de sangre, y otros hombres, desnudos de cintura arriba, o cubiertos de destrozados harapos, acudían a afilar en la muela toda clase de armas blancas, entonces teñidos de rojo. Algunas de estas armas estaban atadas a las muñecas de los que las llevaban y aunque variaban las ligaduras, igual era el color de todas: rojo. Todo esto vieron el doctor y el señor Lorry en un momento, y, horrorizados, se retiraron de la ventana, en tanto que el primero leía en los ojos del anciano la explicación de la escena.
—Están asesinando a los prisioneros —dijo el banquero en voz baja y mirando a su alrededor—. Si estáis seguro de lo que habéis dicho, si realmente tenéis el ascendiente que os figuráis y que, efectivamente, creo que tenéis, presentaos a esos demonios y llevadlos a La Force. Puede que ya sea tarde, lo ignoro, pero no os retraséis ni un solo minuto.
El doctor Manette le estrechó la mano, salió de la estancia con la cabeza descubierta y ya estaba en el patio cuando el señor Lorry se asomó de nuevo a la ventana.
El cabello blanco del doctor, su inteligente y notable rostro y la impetuosa confianza que se advertía en él, le permitieron llegar en un momento al centro del grupo. Por unos momentos se oyó su voz y luego el señor Lorry vio cómo todos lo rodeaban y gritaban entusiasmados:
—¡Viva el preso de la Bastilla!
—¡Vayamos a ayudar a su pariente que está en La Force!
—¡Paso al prisionero de la Bastilla!
—¡A salvar a Evremonde!
Cerró el señor Lorry la ventana, y yendo al lado de Lucía le dijo que su padre, ayudado por el pueblo, acababa de salir en busca de su marido. Vio que Lucía estaba en compañía de su hijita y de la señorita Pross, pero no se le ocurrió asombrarse de ello hasta mucho tiempo después.
Lucía pasó la noche presa de doloroso estupor, y la señorita Pross, después de acostar a la niña, se quedó dormida junto a ella. La noche pareció interminable y durante sus largas horas Lucía no dejó de llorar.
Dos veces más, durante la noche, resonó la campana de la puerta principal y nuevamente se oyó chirriar la piedra de afilar. Lucía se sobresaltó, pero la tranquilizó el señor Lorry diciéndole que los soldados estaban afilando sus armas.
Pronto nació el día y el anciano pudo desprender sus manos de las de la joven. Mientras tanto, un hombre, cubierto de sangre como el soldado herido que recobra el conocimiento en el campo de batalla, se levantó del suelo, al lado de la muela y miró a su alrededor con ojos extraviados, Inmediatamente aquel asesino, que estaba derrengado, divisó los carruajes de Monseñor a la escasa luz reinante, y dirigiéndose a uno de ellos abrió la portezuela y se encerró dentro para descansar en los blandos almohadones. Había dado una parte de su vuelta la gran muela, la Tierra, cuando el señor Lorry miró de nuevo y vio que el sol alumbraba con luz roja el patio. Pero la muela más pequeña estaba allí, en el aire de la mañana, cubierta de un color rojo que no procedía del sol y que el sol no le quitaría nunca.
Capítulo III
La sombra
U
na de las primeras cosas que se presentaron a la mente habituada a los negocios del señor Lorry, fue la de que no tenía derecho a poner en peligro al Banco dando albergue a la mujer de un preso emigrado en el mismo edificio destinado a la oficina. Con gusto, habría arriesgado cuanto poseía y la misma vida para salvar a Lucía y a su hija, sin vacilar un solo momento; pero los intereses que se le habían confiado no le pertenecían y por lo que se refería a los negocios había de obrar como hombre de negocios.
Primero pensó en Defarge y en ir a su encuentro para consultarle acerca del lugar más seguro en que podría alojarse Lucía, pero luego pensó en que el tabernero vivía en uno de los barrios más peligrosos de la ciudad y que sin duda debía de ser personaje influyente en ellos y que andaría metido en peligrosas tareas.
Al mediodía el doctor no había regresado aún y como cada momento que pasaba era un peligro más para el Banco, el señor Lorry consultó con Lucía. Esta le dijo que su padre le había dado cuenta de su deseo de alquilar una vivienda cerca del Banco y tomo en eso no había inconveniente alguno y, por otra parte, el anciano comprendía que aun en el caso de ser libertado Carlos, no podría, en algún tiempo, pensar en marcharse de la ciudad, salió en busca de una habitación conveniente y la encontró en una callejuela algo aislada y cuyas casas parecían en su mayor parte deshabitadas.
Inmediatamente trasladó allí a las dos mujeres y a la niña, proporcionándoles cuantas comodidades le fue posible, desde luego superiores a las suyas propias. Les dejó a Jeremías y volvió a sus ocupaciones.
Pasó lentamente el día, triste y preocupado, hasta que llegó la hora de cerrar el Banco. Se hallaba el anciano en su habitación, como el día anterior y se preguntaba qué podría hacer, cuando oyó unos pasos que subían la escalera Poco después estaba un hombre en su presencia que, mirándolo fijamente, se le dirigió por su nombre.
—Soy vuestro servidor, señor Lorry. ¿Me conocéis?
Era un hombre de aspecto vigoroso, con el cabello rizado y de cuarenta y cinco a cincuenta años de edad.
—¿Me conocéis? —repitió.
—Os he visto en alguna parte.
—Tal vez en mi taberna.
—¿Venís de parte del doctor Manette? —preguntó el señor Lorry en extremo agitado.
—Sí, de su parte vengo.
—Y ¿qué dice? ¿Me envía algo?
Defarge le entregó un trozo de papel, en el cual había escrito el doctor Manette:
Carlos sin novedad, pero no puedo abandonar el lugar en que me hallo. He obtenido el favor de que el portador de estas líneas lleve una nota de Carlos para su mujer. Permitidle que la vea.
Esta misiva estaba fechada en La Force una hora antes.
—¿Queréis acompañarme —dijo el señor Lorry muy satisfecho después de leer en voz alta estas líneas— a donde vive su esposa?
—Sí —contestó Defarge.
Sin fijarse en el extraño tono de reserva de Defarge, el señor Lorry se puso el sombrero y ambos salieron al patio. Allí encontraron a dos mujeres, una de las cuales hacía calceta.
—Seguramente es la señora Defarge, —dijo el señor Lorry que la viera del mismo modo veinte años antes.
—Es ella —contestó su marido.
—¿Nos acompaña la señora? —preguntó el anciano viendo que ella se disponía a salir también.
—Sí. Para observar sus rostros y conocer luego a las personas. Es en beneficio de su seguridad.
Notando ya el tono sospechoso del tabernero, el señor Lorry lo miró con alguna desconfianza, pero empezó a andar. Las dos mujeres los seguían; una era la esposa de Defarge y la otra La Venganza.
Franquearon tan aprisa como les fue posible las calles inmediatas, subieron la escalera del nuevo domicilio de Lucía, Jeremías los dejó entrar y encontraron a Lucía llorando. Se puso muy contenta al recibir las noticias que le dio el señor Lorry y estrechó la mano que le entregaba a misiva de su marido, sin sospechar lo que estuvo haciendo la noche pasada cerca de Carlos y lo que hubiese hecho de no mediar una feliz casualidad.
Querida mía: Cobra valor. Estoy bien y tu padre tiene alguna influencia sobre los que me rodean. No puedes contestarme. Besa a nuestra hija por mí.
Esto era todo, pero para Lucía era mucho. Se volvió hacia la esposa de Defarge y besó aquellas manos ocupadas en hacer calceta. Fue un acto cariñoso, apasionado y agradecido, propio de una mujer, pero la mano besada no contestó, sino que cayó fría y pesadamente para reanudar la labor.
Algo hubo en aquel contacto que hizo estremecer a Lucía y miró asustada a la señora Defarge, la cual le contestó con una mirada fría e impasible.
—Querida mía —le dijo el señor Lorry—, son muy frecuentes las conmociones populares, y aunque nadie ha de molestaros, la señora Defarge desea conocer a las personas sobre las cuales puede hacer valer su protección.
La Defarge no contestó a estas palabras y el señor Lorry prosiguió:
—Creo conveniente que vengan la querida niña y la señorita Pross.
Se presentaron las dos en la estancia y en cuanto la señora Defarge vio a la niña, la señaló con el dedo e hizo la siguiente pregunta:
—¿Es esta la niña?
—Sí, señora —contestó el señor Lorry— es la adorada hijita de nuestro pobre preso.
La mirada que la señora Defarge y su compañera fijaron en la criatura fue tan amenazadora, que la madre, dándose cuenta, estrechó instintivamente a su hija contra el pecho.
—Ya las he visto —dijo la señora Defarge a su marido—. Podemos marcharnos.
Era tan evidente la amenaza que había en las palabras y las maneras de la tabernera que Lucía, alarmada, exclamó cogiéndose a su vestido:
—¿Tratarán con bondad a mi pobre marido? ¿No le harán daño? ¿Podrán proporcionarme el medio de que le vea, si les es posible?
—No se trata aquí de tu marido —contestó la señora Defarge mirándola con la mayor calma—. Me ha traído tan sólo la hija de tu padre.
—Entonces, por mí, sed compasiva para mi marido exclamó Lucía uniendo las manos en actitud de súplica. Más temo de vos que de cualquier otra persona.
Estas palabras las recibió la señora Defarge cual si fuesen un cumplido y miró a su marido cuyo rostro adquirió severa expresión.
—Algo dice tu marido en la carta acerca de influencia…
—Sí —contestó Lucía sacando el papel del pecho—; dice que mi padre tiene alguna influencia en los que le rodean.
—Pues que cuide él de que lo pongan en libertad. Dejémosle hacer.
—¡Como esposa y como madre —exclamó Lucía suplicante— os ruego que tengáis piedad y no ejerzáis contra mi inocente marido el poder de que gozáis, sino que lo empleéis en favorecerle! ¡Oh, hermana mía, hacedlo por mí! ¡Hacedlo por una esposa y una madre!
La señora Defarge la miró tan fríamente como antes y dijo volviéndose a su amiga La Venganza:
—Las esposas y las madres que hemos visto, desde que éramos niñas, no gozaban de muchas consideraciones. Hemos visto que sus maridos y sus padres eran encarcelados y separados de ellas para siempre. Durante toda nuestra vida hemos visto a nuestras hermanas sufriendo en sus personas y en sus hijos la pobreza, la desnudez, el hambre, la sed, la enfermedad, la miseria, la opresión y los desprecios de toda clase.
—No hemos visto otra cosa —dijo La Venganza.
—Todo eso lo hemos soportado mucho tiempo —añadió la señora Defarge volviéndose a Lucía—. Juzga por ti misma y mira si ha de importarnos mucho una esposa y una madre.
Reanudó su labor y salió, seguida por La Venganza y por Defarge que cerró la puerta.
—¡Valor, mi querida Lucia! —dijo el señor Lorry levantándola. ¡Valor! ¡Hasta ahora todo va bien… mucho mejor de lo que les ha ido a otros muchos desgraciados! ¡Reanimaos y demos gracias a Dios!
—No dejo de dar gracias al cielo —exclamó ella—, pero las sombras de esas mujeres han obscurecido todas mis esperanzas.
—¿Qué es ese desaliento? —exclamó el señor Lorry—. ¡No es más que una sombra que carece de la menor consistencia!
Pero la sombra que proyectaran los Defarge parecía pesar también sobre él, porque todo aquello, en su interior, lo turbaba extraordinariamente.
Capítulo IV
Calma en la tormenta
E
l doctor Manette no regresó hasta la mañana del cuarto día de su ausencia, y todo lo que había ocurrido durante aquellos días se ocultó de tal manera a Lucía, que ésta no llegó a saber, hasta que se halló muy lejos de Francia, que mil cien indefensos prisioneros de ambos sexos y de todas edades, fueron muertos por el populacho, que cuatro días con sus noches fueron obscurecidos por aquellos horrorosos hechos y que hasta el mismo aire que la rodeaba estaba saturado de matanza. Unicamente supo que se dio un ataque contra las prisiones, que todos los presos políticos estuvieron en peligro y que algunos fueron sacados de sus calabozos y asesinados.