Profundos fosos, doble puente levadizo, macizos muros de piedra, ocho enormes torres, cañones, mosquetes, fuego y humo… A través del fuego, y del humo, en el fuego y en el humo, porque aquel mar lo arrojó contra un cañón, y en un instante se convirtió en artillero, Defarge, el tabernero, trabajó como valeroso soldado por espacio de dos horas. Profundo foso, un solo puente levadizo, macizos muros de piedra, ocho grandes torres, cañones, mosquetes, fuego y humo… Cae un puente levadizo. ¡Animo, camaradas! ¡Animo, Jaime Uno, Jaime Dos, Jaime Mil, Jaime Dos Mil, Jaime Veinticinco Mil! ¡En nombre de los ángeles o de los diablos, como queráis! ¡Animo! Así gritaba Defarge, el tabernero, junto a su cañón, que estaba ya rojo.
—¡A mí las mujeres! —gritaba Madame Defarge: ¡Cómo! ¿No podremos matar como los hombres cuando haya caído la plaza?
Y acudían a su lado gritando numerosas mujeres diversamente armadas, pero todas iguales por el hambre y la sed de venganza que las animaba.
Cañones, mosquetes, fuego y humo… pero aun resistían el profundo foso, el puente levadizo, los macizos muros de piedra y las ocho enormes torres. En el mar que atacaba se veían pequeños desplazamientos originados por los heridos que caían. Chispeantes armas, antorchas ardientes, carros humeantes llenos de paja húmeda, enormes esfuerzos junto a las barricadas, gritos, maldiciones, actos de valor, estruendos, chasquidos y los furiosos rugidos del viviente mar; pero aun resistían el profundo foso, el puente levadizo, los macizos muros de piedra y las ocho enormes torres; no obstante, Defarge, el tabernero, seguía disparando su cañón doblemente enrojecido por el incesante fuego de cuatro horas.
Una bandera blanca desde dentro de la fortaleza y un parlamentario… apenas visible entre aquella tempestad y por completo inaudible. De pronto el mar se encrespó y arrastró a Defarge, el tabernero, sobre el tendido puente levadizo, lo hizo pasar más allá de los macizos muros de piedra, entre las ocho enormes torres que se habían rendido.
Tan irresistible era la fuerza del océano que lo arrastraba, que, para él, era tan impracticable respirar como volver la cabeza, como si hubiera estado luchando contra la resaca del mar del Sur, hasta que, por fin, se vio dentro del patio exterior de la Bastilla.
Allí, apoyado en una pared, hizo un esfuerzo para mirar a su alrededor. Cerca de él, estaba Jaime Tres, y la señora Defarge, capitaneando a algunas mujeres, se hallaba a poca distancia empuñando el cuchillo. El tumulto era general, reinaba la alegría, la estupefacción y se oía un ruido espantoso.
—¡Los presos!
—¡Los registros!
—¡Los calabozos secretos!
—¡Los instrumentos de tortura!
—¡Los presos!
Entre estos gritos y otras mil incoherencias, el grito más general entre aquel mar de cabezas era el de: «¡Los presos!». Cuando penetraron los más en el interior de la fortaleza, llevando consigo a los oficiales, y amenazándolos de muerte inmediata si dejaban de mostrarles el más pequeño rincón, Defarge dejó caer su fuerte mano sobre el pecho de uno de aquellos hombres, ya de alguna edad, que sostenía una antorcha encendida, lo separó del resto y lo acorraló contra la pared.
—¡Llévame a la Torre del Norte! —ordenó—. ¡Vivo!
—Con mucho gusto —contestó el hombre—, si queréis acompañarme. Pero no hay nadie allí.
—¿Qué significa «Ciento cinco, Torre del Norte»? —preguntó Defarge— ¡Contesta!
—¿Que qué significa?
—¿Se refiere a un hombre o a un calabozo? ¿Quieres que te mate?
—¡Mátale! —gritó Jaime Tres que se había acercado.
—Señor, es un calabozo.
—¡Enséñamelo!
—Venid por aquí.
Jaime Tres, evidentemente desilusionado por el giro que tomaba, el diálogo y que no hacía presumir que hubiera sangre, cogió el brazo de Defarge mientras éste asía al carcelero. En aquellos momentos los tres habían estado con las cabezas juntas, pero ni aun así habrían podido oírse, tan tremendo era el ruido de aquel océano viviente cuando hizo irrupción en la fortaleza e inundó los patios, los pasadizos y las escaleras. Pero fuera el escándalo era también formidable y a veces entre los clamores de todos surgían algunos gritos más fuertes que se elevaban en el aire como chorros de agua.
A través de lóbregos corredores en que nunca había brillado la luz del día, pasando ante las horribles puertas de obscuras mazmorras y jaulas, bajando cavernosas escaleras o subiendo pendientes ásperas de piedra y de ladrillo, más semejantes a cascadas secas que a escaleras, Defarge, el carcelero y Jaime Tres, cogidos del brazo, iban con toda la rapidez posible. De vez en cuando, especialmente al principio, la inundación les cerraba el paso o los arrastraba, pero en cuanto empezaron a subir una torre se vieron solos.
Cercados entonces por el macizo, espesor de los muros y de las arcadas, se oía muy débilmente la tempestad que se desarrollaba dentro y fuera de la fortaleza, como si el ruido que antes tuvieron que soportar les hubiese destrozado los oídos.
Se detuvieron, por fin, ante una puerta baja, el carcelero puso una llave en la cerradura, se abrió la puerta lentamente y dijo cuando sus compañeros inclinaban la cabeza para entrar:
—¡Ciento cinco, Torre del Norte!
Había en lo alto de la pared una ventanita enrejada y con una especie de pantalla de piedra ante ella, de manera que solamente se pudiera ver el cielo después de echarse casi al suelo. A poca distancia había una chimenea, también cerrada por espesa reja y en el hogar se veían los restos carbonizados de un poco de leña. Había un taburete, una mesa y un lecho de paja. Las paredes estaban ennegrecidas y en una de ellas se veía una anilla de hierro oxidado.
—Pasa la antorcha, despacio, a lo largo de estas paredes, porque quiero verlas —ordenó Defarge al carcelero.
Este obedeció y Defarge siguió atentamente la luz que proyectaba sobre las paredes.
—¡Alto! ¡Mira aquí, Jaime!
—¡A. M.! —exclamó Jaime leyendo estas iniciales.
—¡Alejandro Manette! —le dijo Defarge al oído, siguiendo con el dedo el dibujo de las letras—. Y aquí escribió: «Un pobre médico». Él fue, sin duda, el que grabó un calendario en la piedra. ¿Qué llevas en la mano? ¿Una barra de hierro? ¡Dámela!
Defarge tenía aún en la mano el botafuego del cañón. Cambió este instrumento por el otro y derribando la mesa y el taburete los redujo a astillas de unos cuantos golpes.
—¡Levanta la luz! —gritó enojado al carcelero—. Mira con cuidado entre las astillas, Jaime. Toma, ahí va mi cuchillo —dijo entregándoselo—. Abre ese jergón y busca entre la paja. ¡Levanta la luz, tú! Dirigiendo una mirada amenazadora al carcelero, se echó al suelo y con la barra de hierro empezó a hacer fuerza en las rejas de la chimenea. Poco después cayó algo de mortero, y entre los huecos que aparecieron y hasta en la ceniza buscó con el mayor cuidado.
—¿No hay nada entre la madera ni entre la paja, Jaime?
—Nada.
—Hagamos un montón con todo en el centro del calabozo. Tú préndele fuego. El carcelero prendió fuego al montón, que ardió perfectamente. Luego, dejando aquella hoguera encendida, los tres hombres salieron y regresaron por el mismo camino; les parecía que iban recobrando gradualmente el sentido del oído a medida que bajaban al nivel del suelo, hasta que, por fin, se hallaron, una vez más, entre las turbulentas olas de la multitud.
Las encontraron revueltas en busca de Defarge. San Antonio gritaba y profería clamores en su deseo de que su tabernero fuese el jefe de la guardia del gobernador que defendiera la Bastilla y ordenara disparar contra el pueblo. De otra manera el gobernador no podría ir al
Hôtel de Ville
para ser juzgado. De otra suerte se escaparía, y la sangre del pueblo (que de pronto había adquirido algún valor, después de muchos años de no valer nada) no podría ser vengada.
Entre aquellos gritos apasionados y airados que cercaban a aquel severo y anciano oficial, a quien hacía más visible su casaca gris con adornos rojos, sólo había una persona que estuviera tranquila y era una mujer.
—¡Aquí está mi marido! —dijo señalándolo—. Este es Defarge.
Estaba inmóvil al lado del severo oficial y no se separó de él cuando ya se encontraba cerca de su destino, ni cuando las turbas empezaron a herirlo por la espalda; permaneció a su lado mientras sobre el desgraciado empezaba a caer una lluvia de cuchilladas y de golpes y a su lado continuaba cuando el pobre cayó muerto. Entonces pareció animarse, y poniéndole el pie sobre el cuello le cortó la cabeza con su cruel cuchillo. Había llegado la hora en que San Antonio se disponía a ejecutar la terrible idea de colgar hombres de los faroles para mostrar quién era él y lo que podía hacer. La sangre de San Antonio se calentaba a medida que se enfriaba la de la tiranía y del despotismo, ante los golpes asestados por el hierro, y corría por los escalones del
Hôtel de Ville
, en donde yacía el cuerpo del gobernador, bajo la suela del zapato de la señora Defarge mientras lo tuvo aprisionado para mutilarlo.
—¡Bajad aquel farol! —exclamó San Antonio después de mirar a su alrededor en busca de nuevos instrumentos de muerte—. ¡Aquí hay uno de sus soldados que se quedará de guardia en él!
—Y el centinela se quedó balanceándose mientras el mar viviente se alejaba.
Pero en el océano de caras, en las que se representaba vívidamente toda la furia de que es capaz el hombre, había dos grupos de rostros —siete en cada uno— que contrastaban de tal manera con los restantes, que nunca el mar arrastró otros más tétricos y demacrados. Eran los rostros de siete presos, de pronto libertados por la tempestad que abrió sus tumbas, y que eran llevados a cierta altura sobre los demás.
Todos estaban atónitos, espantados y aturdidos, como si ya hubiese llegado el Día del juicio y los que los rodeaban fuesen espíritus perdidos. Otros siete rostros se veían también, a mayor altura que los de los presos, siete rostros muertos, cuyos párpados caídos y ojos medio cerrados esperaban el Día del juicio. Eran rostros impasibles, en los que la vida parecía suspendida solamente y no extinguida; rostros sumidos en temible duda, como si fueran a levantar los caídos párpados de sus ojos y se dispusieran a prestar testimonio con los exangües labios, exclamando: «¡Tú lo hiciste!».
Siete presos libertados, siete cabezas ensangrentadas, las llaves de la maldita fortaleza, de las ocho fuertes torres, algunas cartas y memoriales de antiguos presos, ya muertos o desaparecidos… y algo más por el estilo, todo eso iba con los sonoros pasos de la escolta de San Antonio a través de las calles de París, a mediados de julio de mil setecientos ochenta y nueve. ¡Quiera el Cielo alejar de la vida de Lucía Darnay el eco de aquellos pies! Porque son pies alocados y peligrosos; y como en los años tan lejanos ya, cuando se rompió un barril de vino ante la taberna de Defarge, no se limpiaban fácilmente cuando una vez se habían teñido de rojo.
Capítulo XXII
La marea sube todavía
S
olamente durante una semana de triunfo pudo el terrible San Antonio ablandar el pan duro y amargo que se comía, en la medida que le fue posible, con la alegría de abrazos fraternales y de felicitaciones, cuando ya la señora Defarge estaba sentada como de costumbre junto a su mostrador, presidiendo la reunión de los parroquianos. La señora Defarge no llevaba ya rosa alguna en el peinado, porque en una semana la gran hermandad de los espías se había vuelto muy circunspecta y no se atrevía a confiarse a la merced del santo. Los faroles que colgaban a través de las calles tenían para ellos un balanceo siniestro.
La señora Defarge, cruzada de brazos, estaba sentada, vigilando la taberna y la calle. En ambas había algunos grupos de holgazanes, escuálidos y miserables, pero en su miseria se advertía la expresión del poderío que habían conquistado. Todas las débiles manos, que hasta entonces carecieran de trabajo, tenían ya ocupación constante en herir y matar. Los dedos de las mujeres que se dedicaran a hacer calceta, estaban ya aficionados a otra cosa, desde que sabían que podían desgarrar, Hubo un gran cambio en el aspecto de San Antonio, que permaneció invariable durante muchos siglos, pero últimamente había alterado por completo su expresión.
Todo lo observaba la señora Defarge con la complacencia propia del jefe de las mujeres de San Antonio. Una de ellas, que formaba parte de la hermandad, hacía calceta a su lado. Era gruesa y rechoncha, esposa de un tendero medio muerto de hambre y madre de dos hijos, y se había constituido en teniente de la tabernera, conquistando el halagüeño nombre de «La Venganza».
—¡Escuchad! —dijo La Venganza—. ¿Quién llega?
Como reguero de pólvora llegaron los rumores a la taberna.
—¡Es Defarge! —dijo su mujer—. ¡Silencio, patriotas!
Llegó Defarge jadeando, se quitó el gorro encarnado que llevaba y miró a su alrededor, en tanto que su mujer exclamaba:
—¡Escuchad, todos! ¡Habla, marido! ¿Qué ocurre?
—Hay noticias del otro mundo.
—¡El otro mundo! —exclamó la mujer con acento burlón.
—¿Se acuerda alguno del viejo Foulon, que dijo al pueblo hambriento que comiera hierba y que luego se murió y fue al infierno?
—Sí, lo recordamos.
—Pues hay noticias de él. Está entre nosotros.
—¿Entre nosotros? ¿Muerto?
—No está muerto. Nos temía tanto… y con razón…, que se hizo pasar por muerto y se celebró su entierro y su funeral. Pero lo han encontrado vivo, escondido en el campo, y lo han traído. Acabo de verlo en el
Hôtel de Ville
. Está preso. Tengo razón al decir que nos temía. Decid, ¿
tenía razón
?
Habríase muerto de terror aquel desgraciado pecador, de más de setenta años si hubiese podido oír el grito general que contestó a las palabras del tabernero.
Hubo un momento de silencio. Se miraron marido y mujer, La Venganza se inclinó y se oyó el redoblar de un tambor.
—¿Estamos listos, patriotas? —exclamó el tabernero.
Instantáneamente apareció el cuchillo de la señora Defarge; el tambor redoblaba por las calles como si él y quien lo tocaba hubiesen aparecido por arte de magia; y La Venganza, profiriendo espantosos gritos y levantando los brazos, semejante, no a una, sino a cuarenta Furias, iba de casa en casa para excitar a las mujeres.
Terribles eran los hombres que, animados por la cólera, asomaban sus rostros por las ventanas asiendo las armas que estaban a su alcance, salían a la calle; pero el aspecto de las mujeres bastaba para helar la sangre del más valiente. Iban con el cabello suelto, excitándose unas a otras, hasta que enloquecían profiriendo salvajes gritos y se agitaban con descompuestos ademanes.