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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico

Historia de dos ciudades (ilustrado) (21 page)

—Pues sí, la señorita Manette está a punto de casarse, pero no con un inglés, sino con uno, que como ella es francés de nacimiento. Y volviendo a Gaspar ¡pobrecillo! Fue una muerte cruel la suya. Es curioso que la señorita se case con un sobrino del señor marqués, por quien Gaspar fue izado a tanta altura. En otras palabras, se casa con el marqués actual. Pero vive desconocido en Inglaterra y allí no es marqués. Es, tan sólo, el señor Carlos Darnay. El nombre de la familia de su madre es D'Aulnais. La señora Defarge hacía calceta con la mayor rapidez, pero la noticia produjo un efecto palpable en su marido, y a pesar de sus esfuerzos, cuando trató de encender la pipa, le temblaba la mano. El espía no habría sido digno de su empleo si hubiese dejado de advertirlo o de grabarlo en su mente.

Después de haber logrado este resultado, aunque sin saber si podría serle de utilidad y en vista de que no llegaban nuevos clientes en quienes pudiera hacer otras observaciones, el señor Barsad pagó su consumación y se marchó, pero no sin decir antes que se prometía el placer de ver con alguna frecuencia al señor y a la señora Defarge. Y hasta que hubieron transcurrido algunos minutos desde su partida, el matrimonio permaneció en la misma actitud para evitar ser sorprendidos si regresaba.

—¿Crees que será verdad —preguntó el marido— lo que acaba de decir ése acerca de la señorita Manette?

—Probablemente, no —contestó la mujer—; pero puede ser cierto.

—Si lo fuera…

—¿Qué?

—Si ha de llegar el triunfo a tiempo de que lo veamos… espero; por bien de ella, que el Destino retenga a su marido lejos de Francia.

—El destino de su marido —dijo la señora Defarge— lo llevará adonde deba ir y al fin que le esté reservado. Esto es todo lo que sé.

—Pero es muy extraño que dada nuestra simpatía hacia ella y hacia su señor padre, el nombre de su marido deba quedar proscrito en este instante bajo tu mano, al lado del de ese perro infernal que acaba de dejarnos.

—Más extrañas cosas veremos cuando llegue el momento. Tengo a los dos aquí y aquí están por sus méritos. Eso basta.

Dichas estas palabras arrolló la labor que estaba haciendo y se quitó la rosa del cabello; y o bien San Antonio tuvo el presentimiento de que acababa de quitarse aquel adorno tan poco de su gusto o estaba observando su desaparición, porque poco después el Santo se atrevió a entrar y a los pocos instantes la taberna había recobrado su acostumbrado aspecto.

Por la noche, hora en que los habitantes del barrio de San Antonio salían de sus casas y se sentaban delante de las puertas, para respirar un poco, la señora Defarge, con su labor en la mano, solía ir de puerta en puerta y de grupo en grupo. Había muchas misioneras como ella que el mundo no volverá a ver. Todas las mujeres hacían calceta, procurando distraer el hambre con esta ocupación, pues de haber estado quietos aquellos flacos dedos, no hay duda de que los estómagos sentirían el hambre con mayor intensidad.

Al mismo tiempo que se movían los dedos, se movían los ojos y los pensamientos. Y a medida que la señora Defarge pasaba de un grupo a otro, trabajaban los dedos de las mujeres con mayor ardor. El señor Defarge estaba sentado a su puerta y miraba a su mujer con admiración.

—Es una mujer fuerte —se decía—, una gran mujer.

Llegó la oscuridad y se oyeron las campanas de las iglesias y el redoblar de los tambores en el patio del Palacio, pero las mujeres seguían haciendo calceta. La obscuridad las acompañaba, pero otra obscuridad se avecinaba, en que las campanas de las iglesias, que entonces resonaban alegremente, serían fundidas para convertirlas en cañones; en que los tambores redoblarían para ahogar una débil voz, aquella noche tan potente como la voz del Poder, de la Abundancia, de la Libertad y de la Vida. Todo eso empezaba a rodear a las mujeres que, sentadas, se ocupaban en hacer calceta, así como ellas rodearían una estructura no construida todavía, y junto a la cual harían calceta sin parar, en tanto que contaran las cabezas que iban cayendo.

Capítulo XVII

Una noche

N
unca se puso el sol con más brillante gloria en el rincón de Soho que una tarde memorable en que el doctor y su hija estaban sentados bajo el plátano, ni la luna se levantó más brillante que aquella noche, para encontrarlos sentados debajo del árbol.

Lucía iba a casarse al día siguiente y se disponía a pasar aquella última noche de soltera al lado de su padre.

—¿Sois feliz, padre mío?

—Completamente, hija mía.

Poco se habían dicho, aunque hacía ya rato que estaban allí. Mientras hubo luz para trabajar, Lucía no se dedicó a sus labores ni leyó para su padre, como solía hacer, pues aquel día no era como los demás y no podía dedicarse a las mismas cosas.

—Yo también soy feliz esta noche, padre querido. Soy feliz con el amor que el Cielo ha bendecido… el mío por Carlos y el de Carlos por mí. Mas si mi vida no hubiera de ser consagrada a vos y mi casamiento hubiese de separarnos, aunque no mediaran entre ambos más que algunas calles, me sentiría en extremo desdichada.

Y a la luz de la luna, la joven apoyó su cabeza en el pecho de su padre.

—¡Querido padre! —exclamó—. ¿Estás seguro de que los nuevos afectos que voy a crearme no se interpondrán entre nosotros?

—Completamente, hija mía. Por el contrario, creo que el porvenir será más feliz para todos.

—Si pudiera esperarlo así, padre…

—Puedes estar segura, hija querida. Es lo más natural. Tú, que eres joven aún, no puedes formarte idea de la ansiedad que ha de sentir un padre por el porvenir de su hija. Y aunque viviéramos como hasta aquí, dedicados el uno para el otro, no podría yo ser feliz si sabía que la dicha de mi hija no era completa.

—Habría continuado siendo feliz, padre, si nunca en la vida hubiese visto a Carlos.

—En eso te equivocas. De no haber sido Carlos, sería otro. Y si no hubiese sido otro, la culpa la tendría yo y, en tal caso, el período sombrío de mí vida habría proyectado su sombra más allá de mí mismo, cayendo sobre ti.

Dichas estas palabras abrazó a su hija y poco después entraron en la casa. A la boda no asistirían más invitados que el señor Lorry, y la única doncella de honor que tendría Lucía era la flaca señorita Pross. El casamiento no había de ocasionar cambio alguno en su residencia, pues se limitaron a alquilar el piso superior, que hasta entonces había ocupado un vecino invisible.

Aquella noche, mientras cenaban, el doctor estuvo bastante alegre. A la mesa eran tres: él, su hija y la señorita Pross. El doctor lamentó que Carlos no estuviese con ellos, pero bebió cordialmente a su salud.

Llegó la hora de dar las buenas noches a Lucía y se separaron, pero en el silencio de las tres de la madrugada la joven, sintiendo ciertos temores, descendió nuevamente la escalera y entró en la habitación de su padre. Pero todo estaba en su sitio y el doctor dormía tranquilo; la joven observó unos instantes aquel hermoso rostro surcado por las arrugas de los sufrimientos y rogó fervientemente que le fuera concedido ser tan fiel a su padre como deseaba. Luego lo besó en los labios y salió de la estancia.

Capítulo XVIII

Nueve días

B
rillaba esplendoroso el día de la boda, y todos estaban aguardando en la parte exterior de la estancia en que se había encerrado el doctor para hablar con Carlos Darnay. Estaban preparados para ir a la iglesia, la hermosa novia, el señor Lorry y la señorita Pross, la cual no podía dejar de pensar que el novio no debía de haber sido Carlos Darnay, sino su hermano Salomón.

—¿Para esto —exclamó el señor Lorry después de dar vueltas en torno de la hermosa novia para verla por todos lados—, para esto os traje a través del Canal? ¡Dios mío! ¡Cuán poco pude adivinar lo que estaba haciendo! ¡Y qué poco valor daba al favor que hacía a mi amigo Carlos Darnay!

—¿Cómo podíais figurároslo? —exclamó la señorita Pross—. No digáis tonterías.

—¿De veras? Bueno, no lloréis —contestó el cariñoso señor Lorry.

—No lloro —contestó la señorita Pross—. Vos sí que lloráis.

—¿Yo?

—Hace poco que estabais llorando, no lo neguéis —contestó la señorita Pross—.

Además, el regalo de un servicio de plata como el que habéis hecho, es capaz de hacer llorar a cualquiera. No hay una sola cuchara o tenedor en la colección sobre los que yo no haya derramado lágrimas.

—Lo agradezco mucho —contestó el señor Lorry— aunque nunca tuve la intención de que nadie se conmoviera a tal extremo al ver ese regalo modesto. Y esta ocasión me hace pensar en lo que he perdido. ¡Dios mío! ¡Cuando pienso en que hace cincuenta años, por lo menos, que podría haber una señora Lorry!

—De ninguna manera —contestó la señorita Pross.

—¿Por qué?

—¡Bah!, Cuando estabais en la cuna ya erais un solterón.

—Es muy probable —contestó el señor Lorry arreglándose y ajustándose la peluca.

—Y ya fuisteis cortado en el patrón de los solterones.

—Es verdad, aunque tendrían que haberme consultado antes. Pero no hablemos más de eso. Ahora, mi querida Lucía —dijo rodeando el talle de la joven con su brazo—, oigo movimiento en la estancia vecina, y tanto la señorita Pross como yo, que somos personas de negocio, queremos deciros algo que conviene que sepáis. Dejáis a vuestro padre en manos tan cariñosas como las vuestras propias. Se le cuidará extremadamente; durante la próxima quincena, mientras estaréis en vuestro viaje de boda, hasta el mismo Banco Tellson será olvidado, si es preciso, para que nada falte a vuestro padre. Y cuando éste vaya a reunirse con vos y con vuestro marido, para viajar durante otra quincena por el País de Gales, veréis que llega a vuestro lado en perfecto estado Y feliz. Dejadme, querida, que os bese y que os dé la bendición de un solterón, antes de que alguien venga a reclamar lo suyo.

Por un momento miró el lindo rostro y luego aproximó la dorada cabeza a su peluca con tal delicadeza y cariño, que si estas cosas eran pasadas de moda, por lo menos eran tan antiguas del tiempo de Adán.

Se abrió la puerta de la vecina estancia y salieron el doctor y Carlos Darnay. El primero estaba mortalmente pálido, al revés de cuando entró en la estancia, pero la expresión de su rostro no parecía haber sufrido alteración alguna. Dio el brazo a su hija y con ella bajó la escalera para subir al carruaje que alquilara el señor Lorry en honor de la fiesta. Los demás siguieron en otro vehículo, y en breve, en una iglesia del barrio, sin ojos extraños que los miraran, Carlos Darnay y Lucía Manette quedaron unidos en matrimonio.

Además de las lágrimas que brillaban en los ojos de algunos de los circunstantes, en la mano de la novia resplandecían algunos brillantes magníficos que salieron de la obscuridad de los bolsillos del señor Lorry. Todos los concurrentes a la boda volvieron a la casa para almorzar y la fiesta transcurrió apacible. También, a su debido tiempo, el cabello dorado que se confundiera con los blancos mechones en la buhardilla de París, se confundieron nuevamente con ellos en el umbral de la puerta y en el momento de la despedida.

Fue muy triste, aunque no larga. Pero el padre dio ánimos a su hija, y desprendiéndose de sus brazos dijo al novio:

—Llévatela, Carlos. Es tuya.

Y su temblorosa mano hizo un ademán de despedida a los novios que se alejaron en una silla de posta.

Solos se quedaron el doctor, la señorita Pross y el señor Lorry, y entonces fue cuando éste observó un gran cambio en el rostro del primero. Como se comprende, el pobre hombre se había contenido mucho, y ahora exteriorizaba la emoción que experimentara aquel día; pero lo que alarmó al señor Lorry fue advertir en su amigo la antigua mirada que animó sus ojos en la buhardilla de París, cuando estaba ocupado en hacer zapatos.

—Lo mejor será que no le digamos nada —observó el señor Lorry a la señorita Pross—. Yo he de marcharme ahora al Banco; en cuanto vuelva lo sacaremos a dar un paseo para que se distraiga y luego cenaremos juntos.

El señor Lorry tuvo que pasar dos horas en el Banco, y cuando regresó a la casa del doctor le sorprendió un ruido extraño que oyó en la habitación de su amigo.

—¡Dios mío! —exclamó alarmado—. ¿Qué es eso?

—¡Estamos perdidos! —le contestó la señorita Pross— ¿Cómo lo diremos a mi niña? El pobre no me conoce y está haciendo zapatos.

El señor Lorry trató de tranquilizarla y entró en la estancia del doctor, el cual trabajaba con el mayor entusiasmo en su labor de zapatero.

—¡Doctor Manette! ¡Mi querido doctor Manette.

El doctor lo miró un momento, extrañado y con mal humor por haber sido molestado, y luego se volvió a su trabajo.

Se había despojado de su levita y del chaleco y llevaba la camisa entreabierta.

Trabajaba aprisa, con el mayor entusiasmo y disgustado, al parecer, por haber sido interrumpido. El señor Lorry observó que el zapato que tenía en a mano era del mismo tamaño y forma que otras veces. El banquero tomó otro que estaba en el suelo, y preguntó para quién era.

—Es un zapato de paseo para una señorita —murmuró el doctor sin levantar los ojos—. Ya hace mucho tiempo que debería estar listo.

—Pero, doctor Manette, miradme.

El desgraciado obedeció sumiso, pero sin interrumpir su trabajo.

—¿Me conocéis, querido amigo? Pensadlo bien. Esta no es vuestra ocupación, la ocupación que os es propia. ¡Pensad un poco, querido amigo!

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