—¡Sigue! —le dijo Carton.
—Antes de pasar adelante —dijo Stryver—, he de decirte una cosa. Has estado en casa del doctor Manette tantas veces como yo, o más tal vez. Y siempre me ha avergonzado tu aspereza de carácter. Tus maneras han sido siempre las de un perro huraño y de mal genio, y, francamente, me he avergonzado de ti, Sydney.
—Pues para un hombre como tú, ha de resultar altamente beneficioso avergonzarse de vez en cuando, y por lo tanto deberías estarme agradecido.
—No lo tomes a broma —replicó Stryver—. No, Sydney. Es mi deber decirte, y te lo digo, a la cara por tu bien, que eres un hombre que no tiene condiciones para estar en sociedad. Eres un hombre desagradable.
Sydney se tomó un vaso del ponche que acababa de hacer y se echó a reír.
—¡Mírame! —exclamó Stryver pavoneándose.
—Tengo menos necesidad de hacerme agradable que tú, pues me hallo en una posición mucho más independiente. ¿Por qué, pues, me hago agradable?
—Nunca he visto que lo fueras —murmuró Sydney.
—Lo hago por deber y porque lo siento.
—Mejor sería que prosiguieras con tu cuento acerca del matrimonio. Ya sabes que soy incorregible.
—No tienes bastantes asuntos para poder ser incorregible —repuso malhumorado Stryver.
—Es verdad, no tengo asuntos que yo sepa —contestó Sydney—. ¿Y quién es la dama?
—No quisiera que la mención de su nombre te produjera disgusto, Sydney —dijo Stryver preparándose con exagerada cordialidad para pronunciar el nombre de la dama—, porque me consta que no sientes la mitad de lo que dices; pero si lo sintieras, todo sería igual porque no tiene importancia. Hago este ligero exordio porque una vez me hablaste de esta dama en términos bastante ligeros.
—¿Yo?
—Sí, y precisamente en esta habitación.
Sydney Carton miró el ponche y a su amigo; luego bebió y volvió a mirarlo.
—Al hablar de esta dama dijiste que era una muñeca de dorado cabello. Esta joven dama es la señorita Manette. Si fueras hombre dotado de alguna sensibilidad y delicadeza, ciertamente me habría ofendido la expresión que usaste, pero ya sé que careces de todo eso. Por lo tanto, no me molesta, como no me molestaría la opinión de un hombre que juzgara un cuadro mío, si carecía de gusto artístico o que censurase una composición musical mía si no tuviese oído.
Sydney Carton seguía bebiendo el ponche en grandes cantidades, pero sin dejar de mirar a su amigo.
—Ahora ya lo sabes todo, Sydney —dijo Stryver—. Nada me importa el dinero; se trata de una muchacha encantadora y me he propuesto darme a mí mismo esta satisfacción.
Creo tener bastante dinero para proporcionarme un placer. Ella tendrá en mí un hombre agradable, que prospera rápidamente y un hombre de alguna distinción; para ella soy un buen partido, aunque es merecedora de una fortuna. ¿Estás asombrado?
Carton que continuaba bebiendo ponche, contestó:
—¿Por qué?
—¿Apruebas mi idea?
—¿Por qué no he de aprobarla?
—Perfectamente —le dijo a su amigo —veo que tomas el asunto mejor de lo que me figuraba y que con respecto a mí eres menos mercenario de lo que creía. Aunque ya sabes, porque te consta, que tu antiguo compañero es hombre de gran fuerza de voluntad. Sí, Sydney, estoy ya cansado de esta vida y creo que debe de ser agradable para un hombre tener un hogar, cuando se inclina a poseerlo; estoy persuadido de que la señorita Manette ocupará dignamente la posición que voy a ofrecerle y que siempre será una buena compañera para mí. Así, pues, estoy decidido. Y ahora, Sydney, amigo mío, he de decirte algo acerca de tu situación y tu porvenir. Llevas muy mal camino, ya lo sabes. Ignoras el valor del dinero, llevas una vida desagradable y un día vas a tener un tropiezo serio y te hundirás en la enfermedad y en la miseria. Creo que harías bien buscándote una enfermera.
El énfasis con que había pronunciado estas palabras lo hicieron parecer de doble estatura y cuatro veces más ofensivo.
—Ahora déjame que te recomiende —prosiguió Stryver —examinar seriamente el asunto. Cásate. Búscate alguien que pueda cuidarte. No te importe si no te gustan las mujeres, si no las entiendes o no tienes tacto para tratar con ellas. Busca una mujer respetable, que tenga algunas propiedades, algo así como una propietaria de casas o patrona de casa de huéspedes y cásate con ella para evitarte futuras calamidades. Este es mi consejo. Y ahora reflexiona sobre él, Sydney.
—Ya pensaré en eso —dijo Sydney.
Capítulo XII
El caballero delicado
R
esuelto ya Stryver a ofrecer aquella fortuna a la hija del doctor, decidió labrar su felicidad antes de salir de la ciudad para disfrutar de las vacaciones. Después de discutir el asunto mentalmente, llegó a la conclusión de que seria preferible llevar a cabo los preliminares cuanto antes y que luego habría tiempo más que sobrado para disponer la boda en Navidad.
No tenía ninguna duda de que tenía ganado el pleito. Era un asunto claro, sin el menor punto débil. Lo expuso ante el jurado, y como la parte contraria no tenía nada que alegar, ni siquiera se retiró el jurado a deliberar, de manera que se dictó sentencia de acuerdo con lo solicitado por el señor Stryver, C. J.
El señor Stryver inauguró sus vacaciones invitando a la señorita Manette a llevarla a los jardines de Vauxhall; habiendo sido rechazada la invitación, le ofreció ir a Ranelagh y como quiera que tampoco fue aceptada esta proposición, se resolvió a presentarse en Soho y allí declarar sus nobles aspiraciones.
Así, pues, salió un día del Temple en dirección a Soho, animado por la alegría infantil que le producían las vacaciones. Como quiera que en su camino se encontró ante el Banco Tellson, y recordando que el señor Lorry era íntimo amigo de los Manette, resolvió entrar en el Banco y revelar al señor Lorry la felicidad que iba a descender sobre Soho. Abrió, pues, la puerta del establecimiento, descendió los dos escalones, pasó por delante de los dos viejos cajeros y se dirigió al despacho del señor Lorry que se sentaba ante una mesa cargada de libros rayados, alumbrado por la luz que pasaba por la ventana enrejada.
—¡Hola! —exclamó el señor Stryver—. ¿Cómo estáis?
Una de las peculiaridades de Stryver era la de parecer demasiado corpulento en todas partes, de manera que los dos viejos empleados lo miraron con celo, como si estuviera empujando las paredes.
Contestó el señor Lorry apaciblemente y le estrechó la mano.
—¿Puedo serviros en algo? —añadió en tono oficial.
—¡Oh, no, gracias! Mi visita es puramente particular. Desearía hablaros de un asunto personal.
—¿De veras? —exclamó el señor Lorry.
—Estoy decidido —dijo el señor Stryver apoyando los brazos sobre la mesa—, estoy decidido a hacer una proposición de matrimonio a su encantadora amiguita, la señorita Manette.
—¡Caramba! —exclamó el señor Lorry frotándose al mismo tiempo la barbilla y mirando con desconfianza a su interlocutor.
—¿Qué queréis decir con eso? —exclamó Stryver.
—¿Qué quiero decir? —contestó el señor Lorry—. Nada que tenga importancia. Mi exclamación ha sido amistosa y puede significar lo que deseéis. Pero, en realidad, ya sabéis, señor Stryver…— y movió la cabeza de extraño modo, sin atreverse a terminar la frase.
—¡Si os entiendo que me ahorquen! —exclamó Stryver dando un golpe en la mesa con su mano.
El señor Lorry se ajustó bien la peluca y se entretuvo en morder el extremo de una pluma.
—¿Creéis, acaso, que… no soy elegible? —preguntó Stryver mirándolo con fijeza.
—¡Oh, sí! ¡Ya lo creo!
—¿No soy buen partido?
—No hay duda.
—Entonces, ¿qué demonio queréis decir?
—Pues… yo… ¿Adónde ibais ahora? —preguntó el señor Lorry.
—Directamente allí —contestó Stryver dando un puñetazo en la mesa.
—Si yo estuviese en vuestro lugar no lo haría.
—¿Por qué? —preguntó Stryver—. Y os advierto que voy a acorralaros. Sois hombre de negocios y como tal estáis obligado a no hablar con ligereza. Decidme, pues, qué razón os mueve a decirme eso.
—Porque yo no daría semejante paso sin saber positivamente que iba a lograr el éxito.
—¡Vaya una razón! –exclamó el abogado, en tanto que el señor Lorry lo miraba atentamente—. ¡Que un hombre de negocios como vos, un hombre de edad y de experiencia que ocupa un alto cargo en un Banco, se atreva a decir que no tengo probabilidades de éxito, cuando él mismo ha reconocido la existencia de tres razones, cada una de las cuales basta para asegurarlo! ¡Y es capaz de decirlo con la cabeza sobre sus hombros! —exclamó Stryver como si hubiera sido más natural que lo dijera desprovisto de la cabeza.
—Cuando hablo del éxito, me refería al que podéis lograr con la señorita Manette; y al tratar de las causas y razones que hacen probable este éxito, me refiero a las que pueden influir sobre la señorita Manette. Hay que tener en cuenta a la señorita. A la señorita ante todo.
—Con lo cual me dais a entender que, en vuestra opinión, la señorita no es más que una tonta.
—No es así. Lo que quiero deciros —añadió el anciano ruborizándose —que no consentiré a nadie que pronuncie una palabra irrespetuosa contra esa señorita, y que si existiera un hombre tan grosero, tan mal educado y de tan mal genio que no pudiera contenerse y hablara con poco respeto de esta señorita en mi presencia, ni siquiera Tellson seria capaz de impedir que yo le diera una lección.
La necesidad de hablar en voz baja, a pesar de su cólera, había puesto las venas del señor Stryver en estado peligroso, y no era mejor el de las venas del señor Lorry al pronunciar las últimas palabras.
—Esto es lo que debo deciros, señor —exclamó el señor Lorry—, y os ruego que lo tengáis en cuenta.
Stryver estaba chupando el extremo de una regla y luego se golpeó los dientes con ella. Por fin interrumpió el silencio, diciendo:
—Esto que me decís es nuevo para mí, señor Lorry. ¿De manera que me aconsejáis deliberadamente que no vaya a Soho y ofrezca en persona mi mano?
—¿Me pedís consejo, señor Stryver?
—Sí, señor.
—Perfectamente. Pues ya os lo he dado y vos mismo lo acabáis de repetir correctamente.
—Y yo os contesto —exclamó Stryver riéndose forzadamente —que eso es una ridiculez que sobrepasa a todas las que oí en mi vida.
—Ahora escuchadme —añadió el señor Lorry.
—Como hombre de negocios nada puedo decir acerca del asunto, porque en tal carácter, nada sé. Pero como antiguo amigo que ha llevado en sus brazos a la señorita Manette, que goza de la confianza de ella y de su padre y que tiene un grande afecto por ambos, puedo hablar. ¿Creéis que estoy equivocado?
—No sé —contestó Stryver—; suponía que había sentido común en cierta casa; pero, según parece, allí están algo chiflados. Podría ser, pues, que tuvierais razón, aunque, a decir verdad, no lo sospechaba.
—Lo que antes os dije no pasa de ser mi opinión personal —dijo el señor Lorry enrojeciendo de nuevo —pero no permitiré que nadie emita palabras ofensivas para mis amigos, ni aún en estas oficinas.
—Perdonadme —dijo Stryver.
—Queda todo olvidado. Gracias. Iba a deciros, señor Stryver, que sería muy desagradable para vos ver que os habíais equivocado, y para el mismo doctor sería penoso verse obligado a ser explícito con vos, sin contar el rato desagradable que daríais a la señorita Manette si tuviera que contestaros negativamente. Ya conocéis los términos en que tengo el honor y la dicha de ser contado entre los amigos de la familia. Si os place, pues, sin el carácter de representante vuestro y sin mezclaros en nada, puedo hacer algunas observaciones que confirmen o rectifiquen mi juicio. Si el resultado no es agradable para vos, siempre os queda el recurso de juzgar por vos mismo, y si, por el contrario, mis observaciones están de acuerdo con vuestros deseos, habremos logrado evitar posibles situaciones desagradables para ambas partes. ¿Qué os parece?
—¿Cuánto tardaréis en averiguarlo?
—Es cuestión de pocas horas. Esta noche iré a Soho y luego os haré una visita en vuestra casa.
—Pues estamos de acuerdo —contestó Stryver—. Esperaré hasta la noche.
El señor Stryver salió del Banco tan aprisa que creó una corriente de aire difícil de resistir para los dos débiles empleados, entre los cuales tuvo que pasar. El abogado era lo bastante listo para darse cuenta de que el banquero no se habría atrevido a expresar hasta tal punto su opinión adversa, si no hubiese tenido más que presunciones, y aunque estaba mal preparado para tragarse aquella píldora, comprendió que no tenía otro remedio que resignarse y se la tragó, aunque resuelto a conducir el asunto de tal manera que el ridículo fuese a caer sobre la parte contraria.
De acuerdo con ello, cuando aquella noche, a las diez, el señor Lorry llegó a su casa, encontró al abogado rodeado de papeles y de libros y al parecer sin recordar casi el asunto que por la mañana le llevara a su despacho. Y hasta llegó al extremo de demostrar sorpresa al ver al señor Lorry, como si sus preocupaciones hubiesen borrado el asunto de su mente.
—Pues bien —dijo el bondadoso emisario después de largos esfuerzos por traer a Stryver a hablar del asunto.
—He estado en Soho.
—¿En Soho? —repitió fríamente el abogado—. ¿Querréis creer que ya no me acordaba de eso?
—Y no tengo duda alguna —añadió el señor Lorry— de que estuve acertado esta mañana al hablaros como lo hice. Se ha confirmado mi opinión y os reitero mi consejo.