Pero había el consuelo de que todas las personas que concurrían a los salones de Monseñor vestían admirablemente. Si el Día del Juicio debiera ser una exposición de trajes, todos los concurrentes al hotel de Monseñor habrían alcanzado premio. Aquellos cabellos rizados, empolvados y engomados, aquellos cutis tan retocados y compuestos, aquellas magníficas espadas y el honor que se hacía al sentido del olfato, eran más que suficientes para que las cosas marchasen siempre por los mismos derroteros. Los exquisitos caballeros de las mejores casas llevaban dijes de toda clase que resonaban agradablemente a cada uno de sus lánguidos pasos, como si fueran áureas campanillas, y aquel delicado sonido, el roce de la seda, del brocado y del finísimo lino, eran bastantes para que los miserables hambrientos del barrio de San Antonio se alejaran precipitadamente.
El traje era el infalible talismán y el encanto que se utilizaba para que todas las cosas siguieran en sus sitios. Todos parecían vestir para concurrir a un baile de máscaras interminable. Y aquel baile de trajes empezaba en las Tullerías y en Monseñor, pasando por la Corte entera, por las das Cámaras, los Tribunales de justicia y, toda la sociedad, a excepción de los de sarrapados, hasta llegar al verdugo, a quien se exigía que oficiara con el cabello rizado, empolvado, con una casaca llena de galones dorados y con las piernas cubiertas por medias de seda blanca. Y el señor París, como le llamaban sus hermanos de profesión, el señor Orleáns y los demás de provincias, presidía espléndidamente vestido. Nadie, pues, en aquella recepción de Monseñor, del año de Nuestro Señor mil setecientos ochenta, podría haber dudado de un sistema que contaba con un verdugo rizado, empolvado y magníficamente vestido.
Una vez Monseñor hubo liberado de sus cargas a los cuatro hombres que le servían el chocolate, mandó abrir las puertas del santuario y salió. Entonces tuvo lugar una verdadera lucha de sumisión, de adulación y de servilismo y hasta de humillación abyecta. En sus manifestaciones de respeto y de afecto hicieron tanto que ya no quedó, nada para los mismos cielos, pero de ello no se preocupaban los adoradores de Monseñor.
Pronunciando a veces una palabra de promesa, dirigiendo una sonrisa hacia un feliz esclavo y haciendo una seña con la mano a otro, el señor pasó afable a través de aquellos salones. Luego Monseñor dio media vuelta y regresó por el mismo camino y así se encerró nuevamente en su santuario y ya no se le vio más.
Una vez terminada la recepción todos los cortesanos se marcharon y por las escaleras resonaban los dijes y cadenas. Solamente quedó una persona de entre todos, la cual, con el sombrero bajo el brazo y la caja de rapé en la mano, pasaba lentamente mirándose a los espejos.
—¡Así te vayas al diablo! —exclamó aquella persona deteniéndose ante la última puerta y mirando en dirección al santuario.
Dicho esto se sacudió el rapé de los dedos y bajó apresuradamente la escalera.
Era un hombre de unos sesenta años, magníficamente vestido, de modales altaneros y con rostro que más parecía una finísima careta, pues era de palidez transparente y de facciones claramente definidas y expresivas. La nariz, muy bien formada, mostraba una ligera depresión en cada una de sus ventanas y en las que radicaba, precisamente, la única alteración visible en su rostro. A veces cambiaban de color al contraerse o dilatarse y, en general, el rostro expresaba la crueldad y la perfidia. Pero no podía negarse que era hermoso. Su propietario bajó las escaleras, desembocó en el patio, subió a su carroza y salió. Pocas personas hablaron con él durante la recepción; permaneció algo alejado de los demás y Monseñor podía haberle demostrado un poco más de afecto al pasar. Y en aquellos momentos, ya dentro de su carroza, le parecía agradable que la gente se dispersara apresuradamente ante sus caballos, escapando por milagro de ser atropellada.
El cochero guiaba como si quisiera cargar contra un enemigo, pero ello no pareció importar gran cosa al señor. A veces se oían en el interior de la carroza los gritos de los que, aun en aquella época sorda y muda protestaban de aquel modo de recorrer las calles que ponía en peligro la vida de los que iban a pie, pero nadie se impresionaba por eso y los pobres desgraciados habían de evitar el peligro del mejor modo posible.
Con al mayor estruendo y una falta de consideración que apenas se puede comprender, recorría la carroza las calles, rodeada casi siempre por un coro de gritos de mujeres y de exclamaciones de los hombres que se guarecían y apartaban a los niños del camino del vehículo. Por último, al volver una esquina, junto a una fuente, una de las ruedas dio un salto sobre algo que se interpuso en su camino y en el acto resonó un grito de muchas voces y los caballos retrocedieron asustados.
A no ser por eso, la carroza habría continuado el camino, como hacían siempre aunque quedaran atrás los pobres atropellados, pero el lacayo echó pie a tierra y en el acto veinte manos se apoderaron de las riendas.
—¿Qué ocurre? —preguntó el señor mirando tranquilamente a la calle.
Un hombre alto, con un gorro de dormir que le cubría la cabeza, recogió algo de entre las patas de los caballos, lo depositó en la pila de la fuente e inclinado sobre el barro aullaba como un animal.
—Perdón, señor marqués —contestó humildemente un desgraciado vestido de harapos—. Es, un niño.
—¿Por qué grita de tal modo ese hombre? ¿Es su hijo?
—Perdonad, señor marqués… es una desgracia… sí.
La fuente estaba algo apartada de la carroza, por que allí la calle formaba una especie de plazuela. De pronto el hombre que gritaba junto a la fuente, se levantó y, corriendo, se acercó a la carroza. El marqués llevó la mano a la empuñadura de su espada.
—¡Muerto! —gritó el pobre hombre, presa de la desesperación, con los brazos extendidos sobre su cabeza y mirando al señor—. ¡Muerto!
La gente se congregó en torno del vehículo y miraba al marqués y en los ojos de todos no se advertía más que ansiedad y temor, pero no cólera ni amenaza. Ninguna de aquellas personas dijo nada y después de aquel primer grito reinó el silencio. La voz de aquel hombre humilde que habló con el marqués era sumisa y queda. El señor marqués paseó sus miradas por todos ellos, como si fueran ratas que salieran de sus escondrijos.
Sacó la bolsa y exclamó:
—Es extraordinario que no sepáis cuidar de vuestros hijos y de vosotros mismos.
Siempre hay alguno en el camino de mi carroza. ¿Cómo puedo estar seguro de que no habéis hecho daño a mis caballos? ¡Dadle eso!
Sacó una moneda de oro que entregó al criado, y todas las miradas estuvieron atentas cuando caía. El hombre alto gritó nuevamente con voz que nada tenía de humana: «¡Muerto!».
Lo detuvo un hombre que llegaba entonces, y a quien los demás dejaron libre paso.
Al verlo, el desgraciado se echó en sus brazos, llorando y señalando a la fuente en donde algunas compasivas mujeres se inclinaban sobre el cadáver del desgraciado niño; aquéllas, como los hombres, guardaban silencio.
—¡Ya lo sé! ¡Ya lo sé! —exclamó el recién llegado—. ¡Sé hombre, Gaspar! Mejor es para tu pobre hijo haber muerto que llevar la vida que le esperaba. Ha muerto en un instante, sin sufrir.
—Eres un filósofo —dijo el marqués sonriendo—. ¿Cómo te llamas?
—Defarge.
—¿Qué haces?
—Soy vendedor de vino, señor marqués.
—Toma, filósofo y vendedor de vino –dijo entregándole una moneda de oro—, y gástatela en lo que quieras. ¿No les ha ocurrido nada a los caballos?
Y sin dignarse a mirar por segunda vez a la gente que se había reunido, el señor marqués se reclinó de nuevo en su asiento y se alejó, como si hubiera causado un ligero estropicio y lo pagara generosamente. De pronto se sobresaltó al ver que algo entraba por la ventanilla de su carruaje e iba a caer al suelo.
—¡Para! —gritó el marqués—. ¡Para! ¿Quién ha tirado eso?
Miraba al lugar en que momentos antes viera a Defarge, el vendedor de vino; pero allí estaba el desgraciado padre inclinado, al suelo y a su lado había una mujer haciendo calceta.
—¡Perros! —exclamó el marqués sin que su rostro se alterase en lo más mínimo, a excepción de que las ventanas de su nariz estaban contraídas—. ¡Con gusto os atropellaría a todos y os exterminaría! Si conociera al canalla que arrojó la moneda contra mí, capaz sería de hacer pasar la carroza sobre su cuerpo.
Pero tan atemorizados estaban ya y tan convencidos de que aquel hombre podría llevar a cabo sus amenazas, que no se levantó una voz ni una mirada, por lo menos entre los hombres. Pero una mujer, que estaba haciendo calceta, miró al marqués en el rostro.
La dignidad del potentado no le permitió fijarse en ello y su olímpica y desdeñosa mirada pasó sobre ella y sobre las demás ratas, y, reclinándose de nuevo en su asiento, ordenó:
—¡Adelante!
Pasó la carroza y rápidamente pasaron otras, por el mismo sitio, en desenfrenada carrera; pasaron el ministro, el arbitrista del Estado, el Arrendatario General, el doctor, el abogado, el eclesiástico, los artistas de la Opera, de la Comedia y, en una palabra, todos los que tomaban parte en el baile de máscaras. Las ratas salían a veces de sus agujeros para mirar y durante horas enteras se quedaban mirando, aunque a veces los soldados y la policía se interponían entre ellos y el espectáculo que contemplaban. El desgraciado padre se había llevado el triste bulto, y se escondió con él, y solamente quedó la mujer que hacía calceta con la rapidez de la Parca. Allí estaba observando cómo corría el agua de la fuente y cómo el día corría hacia la tarde, así como la vida de la ciudad corría a la muerte que a nadie espera, y mientras tanto las ratas estaban durmiendo en sus agujeros y el baile de máscaras continuaba entre luces y las cosas seguían su curso.
Capítulo VIII
Monseñor en el campo
U
n paisaje encantador, en el que brillaba el trigo aunque no abundante. En algunos campos se cultivaba el centeno, aunque habrían podido dedicarlos a trigo, y en otros se veían guisantes y habas, pobres sustitutivos del trigo. El señor marqués iba en su carroza de viaje (que podría haber sido más ligera) tirada por cuatro caballos de posta; la guiaban dos postillones y subía entonces una cuesta. El color que se veía entonces en las mejillas del marqués nada decía contra su buena cuna, pues se debía a una circunstancia externa, a la que no alcanzaba su autoridad, pues era el sol que se ponía.
Tan rojos eran los resplandores que el astro derramaba sobre la carroza, cuando llegaba a lo alto de la colina, que su ocupante estaba rodeado de rojiza luz.
—Pronto se pondrá —dijo el señor marqués mirándose las manos.
En efecto, el sol estaba tan bajo que se ocultó enseguida. Cuando se hubieron apretado los frenos sobre las ruedas y la carroza emprendió el descenso, desapareció en el acto el rojizo resplandor. Se ofreció a los ojos del marqués un terreno quebrado, una aldea al pie de la colina, una llanura que terminaba en un altozano, la torre de una iglesia, un molino de viento, un bosque para la caza y una fortaleza que se usaba como prisión, situada junto a un despeñadero. Miraba el marqués todas esas cosas a la luz del crepúsculo con la expresión de quien llega a su país.
El pueblo tenía solamente una pobre calle, en la que había una pobre taberna, una tenería muy pobre, una cervecería pobre, una cuadra pobre para los relevos de caballos, una fuente pobre y la gente pobre. Muchos de los habitantes del pueblo estaban sentados a la puerta de sus casas, aderezando cebollas de desecho y otras cosas por el estilo para la cena, en tanto que otros, junto a la fuente, lavaban hojas y hierba y los míseros productos comestibles que producía la tierra. No faltaban señales de lo que hacia pobres a aquella gente desgraciada: los impuestos del Estado, los diezmos para la iglesia, los impuestos para el señor, los impuestos locales y generales, habían de ser pagados sin remedio, de acuerdo con un cartel fijado en el pueblo de modo visible, y lo que más raro parecía es con todos esos impuestos estuviera el pueblecillo todavía en pie.
Pocos niños se veían y ningún perro. En cuanto a los hombres y a las mujeres, sus esperanzas en esta tierra se comprendían o en vivir de la manera más mísera en el pueblo, a la sombra del molino, o gemir en la prisión de la fortaleza que dominaba el despeñadero.
Anunciado por un correo que lo precedía y por el restallar de los látigos de los postillones que ondulaban como sierpes por encima de sus cabezas, como si llegase servido por las furias, el señor marqués llegó en su carroza a la puerta del relevo. Estaba cerca de la fuente y los campesinos interrumpieron sus ocupaciones para mirarlo. El también los miró y vio en ellos, aunque sin darse cuenta, la miseria que se pintaba en sus rostros y que hizo proverbial la delgadez de los franceses e ingleses por espacio de más de un siglo, cuando ya las cosas habían cambiado.
El señor marqués posó la mirada sobre los humildes rostros que se inclinaban ante él, así como él se inclinó ante Monseñor en la Corte —aunque la diferencia estaba en que los que tenía delante se inclinaban para sufrir y no para hacerse gratos— cuando un peón caminero vino a reunirse con el grupo.
—Tráeme a ese hombre —ordenó el marqués al correo.
Se acercó el peón caminero gorro en mano y los demás campesinos se aproximaron deseosos de ver y de oír, de la misma manera que lo hicieran los parisienses.