—Ciudadano Defarge —dijo, el guía de Darnay, tomando un trozo de papel para escribir—. ¿Es éste el emigrado Evremonde?
—El mismo.
—¿Tu edad, Evremonde?
—Treinta y siete años.
—¿Casado, Evremonde?
—Sí.
—¿Dónde?
—En Inglaterra.
—Naturalmente. ¿Dónde está tu esposa?
—En Inglaterra.
—Es natural.
—Vas consignado, Evremonde, a la prisión de La Force.
—¡Dios mío! —exclamó Darnay—. ¿En virtud de qué ley y por qué delito?
El oficial miró un momento el trozo de papel.
—Tenemos nuevas leyes, Evremonde, y nuevos delitos desde que llegaste —dijo sonriendo con dureza.
—Debo haceros observar que he venido voluntariamente a Francia, para acudir al llamamiento de un paisano mío que me escribió esa carta que tenéis. Solamente os pido que me permitáis acudir en su auxilio. ¿No estoy en mi derecho?
—Los emigrados no tienen derechos, Evremonde —fue la estúpida respuesta. El oficial siguió escribiendo unos momentos, lo leyó para sí, le echó arenilla y lo entregó a Defarge, diciendo:
—Secreto.
Defarge hizo con el papel una seña al preso para que lo siguiera. Darnay obedeció y encontró a una guardia de dos patriotas armados que los esperaban.
—¿Eres tú —preguntó Defarge en voz baja cuando bajaban la escalera del cuerpo de guardia y tomaban la dirección de París— el que se casó con la hija del doctor Manette, ex prisionero de la Bastilla, que ya no existe?
—Sí —contestó Darnay mirándole sorprendido.
—Me llamo Defarge y tengo una taberna en el barrio de San Antonio. Es posible que haya oído hablar de mí.
—Mi mujer fue a vuestra casa en busca de su padre… Sí…
La palabra «mujer» pareció despertar sombríos recuerdos en Defarge que exclamó impaciente:
—En nombre de esa terrible hembra recién nacida y llamada «La Guillotina», ¿para qué has venido, a Francia?
—Ya oísteis hace un momento la causa. ¿No creéis que sea verdad?
—Es una mala verdad para ti —dijo Defarge con las cejas fruncidas y mirando ante sí.
—La verdad es que me encuentro perdido aquí. Todo eso está tan cambiado y tan alarmante, que me siento extraviado. ¿Queréis hacerme un pequeño favor?
—Ninguno —contestó Defarge mirando siempre ante sí.
—¿Queréis contestar a una sola pregunta?
—Tal vez. Según sea. Dime cuál.
—En la prisión en que tan injustamente me vais a encerrar, ¿podré comunicar libremente con el mundo exterior?
—Ya lo verás.
—¿Voy a quedar encerrado, sin ser juzgado y sin medios de defenderme?
—Ya lo verás. Pero aunque así fuera, otros han sido enterrados en prisiones peores antes de ahora.
—Nunca por mi culpa, ciudadano Defarge.
Defarge le dirigió una sombría mirada por toda respuesta y siguió andando en silencio. Darnay comprendió que cada vez era más difícil ablandar a aquel hombre.
—Es de la mayor importancia para mí, y vos mismo lo sabéis tan bien como yo, ciudadano, que pueda comunicar con el señor Lorry, del Banco Tellson, un caballero inglés que está en París, para darle cuenta de que he sido encerrado en la prisión, de La Force. ¿Queréis ordenar que me hagan ese favor?
—No haré —dijo Defarge— nada por ti. Me debo a mi patria y al pueblo. A ambos juré servirlos contra ti. No haré nada en tu obsequio.
Carlos Darnay consideró inútil seguir rogándole, sin contar que le repugnaba humillarse más. Mientras pasaban por la calle pudo observar que nadie se fijaba en el hecho de que condujeran un preso, ni siquiera los niños, prueba de que estaban muy acostumbrados a tal espectáculo. En una calle por la que pasaron oyó a un orador callejero que refería a la multitud los crímenes del rey, de la familia real y de los nobles.
Y por algunas palabras más que llegaron a sus oídos, Darnay pudo comprender que el rey estaba preso y que los embajadores extranjeros habían abandonado en masa la capital de Francia.
Eso le dio a entender que corría peligros gravísimos, que no pudo sospechar siquiera al salir de Inglaterra. Luego se dijo que, en resumidas cuentas, lo harían víctima de una prisión injusta, pero que fuera de eso no había de temer nada.
Llegó a la prisión de La Force y abrió el fuerte postigo un hombre mal encarado, a quien Defarge presentó: «El emigrado Evremonde».
—¡Demonio! ¡Todavía más! —exclamó el alcaide dirigiéndose a su mujer.
Defarge tomó el recibo del preso y se alejó con los dos patriotas.
—¡A ver cuándo acabará eso! —dijo el carcelero a su esposa.
—Hay que tener paciencia, amigo mío —replicó ella.
Y la mujer hizo sonar entonces una campana, a cuyo llamamiento acudieron tres carceleros, uno de los cuales, al entrar, gritó:
—¡Viva la Libertad!
Grito que, en aquel lugar, sonaba con cierta impropiedad. La prisión de La Force era en extremo sombría y maloliente. Es extraordinario cómo se advierte enseguida, el olor desagradable de gente aprisionada y más cuando carecen de todo cuidado.
—Y además, en secreto —gruñó el carcelero mirando el documento—. Como si ya no estuviera lleno a rebosar.
Ensartó el papel en un clavo, malhumorado, y Carlos Darnay tuvo que esperar su buen placer por espacio de media hora. Por fin el alcaide tomó un manojo de llaves y le ordenó que lo siguiera.
Lo llevó por varias escaleras y corredores, abrió y cerró algunas puertas y por fin llegaron a una estancia abovedada, baja de techo y bastante grande, que estaba ya llena de presos de ambos sexos. Las mujeres estaban sentadas a una larga mesa, leyendo, escribiendo, haciendo calceta, cosiendo y bordando; y los hombres, en su mayor parte estaban en pie tras ellas o paseaban por la estancia.
El recién llegado se sintió poco inclinado a confundirse con los presos a quienes suponía instintivamente cargados de toda clase de crímenes, pero ellos, en cambio, al verlo, se levantaron para recibirlo con todo refinamiento, de la cortesía de la época y con toda la gracia que podía haber apetecido.
Pero aquel refinamiento y aquella cortesía armonizaban tan mal con la lobreguez de la prisión y tan pálidos y escuálidos estaban los presos, que Darnay pudo sentir por un momento la ilusión de que se hallaba en presencia de cadáveres o de espectros. Vio allí los espectros de la belleza, de la majestad, del orgullo, de la frivolidad, de la inteligencia, de la juventud, de la ancianidad, todos esperando que llegase la hora de abandonar la desolada orilla, cuando volvían hacia él ojos que ya alteró la muerte en cuanto penetraron en aquel lugar.
—En nombre de todos mis compañeros de infortunio —dijo un caballero de elegante aspecto avanzando hacia Darnay— tengo el honor de expresaros que sois bienvenido a La Force, al mismo tiempo que lamentarnos la desgracia que os ha traído aquí. ¡Ojalá termine pronto y afortunadamente! En otro lugar pudiera parecer una impertinencia, pero no lo será aquí, si os pregunto vuestro nombre y condición.
Carlos Darnay se apresuró a contestar a lo que de él se solicitaba, en los términos más amables que pudo encontrar.
—Espero —dijo el caballero siguiendo al alcaide con la mirada— que no estaréis «en secreto».
—No comprendo el significado de tales palabras, pero así he oído decir.
—¡Qué lástima! ¡Creed que lo sentimos mucho! Sin embargo no desmayéis. Varios miembros de nuestra comunidad estuvieron «en secreto» al principio, pero duró poco.
Siento tener que manifestar a la comunidad —añadió levantando la voz— que este caballero está «en secreto».
Hubo un largo murmullo de conmiseración mientras Carlos Darnay cruzaba la estancia hacia una puerta enrejada, junto a la cual lo esperaba un carcelero; muchas voces, especialmente de mujeres, le dirigieron palabras para darle ánimos. Se volvió para dar las gracias y luego se cerró la puerta tras él, desvaneciéndose aquellas apariciones para siempre.
Subieron por una escalera de piedra, y en cuanto Darnay hubo contado cuarenta escalones, el carcelero abrió una puerta negra y entraron en un calabozo solitario.
Parecía frío y húmedo, pero, no estaba obscuro.
—Este es el tuyo —dijo el carcelero.
—¿Por qué se me encierra solo?
—¡Qué sé yo!
—¿Puedo comprar pluma, tinta y papel?
—No tengo órdenes de permitírtelo. Cuando te visiten podrás pedirlo. Por ahora puedes comprar la comida y nada más.
En el calabozo había una silla, una mesa y un jergón de paja. El carcelero, después de inspeccionarlo todo de una mirada, dejó solo al preso, que se dijo:
—Aquí me han dejado como si estuviera muerto. Y empezó a pasear monótonamente por el calabozo.
Capítulo II
La piedra de afilar
E
l Banco Tellson, establecido en el barrio de San Germán, de París, ocupaba un ala de una casa muy grande y estaba separado de la calle por una pared alta y una fuerte reja. La casa había pertenecido a un poderoso noble que tuvo que huir disfrazado con la ropa de su cocinero, y aunque quedó reducido a la condición de pieza de caza que persiguen los cazadores, continuaba siendo el mismo Monseñor, que en la preparación de su chocolate necesitaba de los servicios de tres hombres vigorosos, sin contar el cocinero.
Sus servidores huyeron también y, naturalmente, la casa fue confiscada. Y los decretos se sucedían uno a otro con tal rapidez, que en la tercera noche de septiembre los patriotas, emisarios de la ley, habían tomado posesión de la casa de Monseñor, la señalaron con la bandera tricolor y estaban bebiendo aguardiente en los majestuosos salones.
La instalación del Banco Tellson en París habría parecido tan extraordinaria y poco respetable a sus clientes londinenses, que muy pronto le habrían retirado su confianza, porque ¿qué respetabilidad podrían haber indicado unos naranjos en el jardín y un cupido presidiendo las operaciones? Es verdad que lo habían blanqueado con cal, pero aun era visible. Mas en París, Tellson podía permitirse eso sin que nadie se escandalizara ni se resintiera el crédito de la casa.
¿Cuánto dinero quedaría allí perdido y olvidado, cuántas cuentas corrientes sin saldar y cuántas joyas olvidadas en las cámaras secretas de la casa? El señor Jarvis Lorry no podía contestar a esta pregunta, que se había formulado varias veces y su rostro honrado tenía una expresión que solamente podía infundir el horror.
El anciano ocupaba algunas habitaciones en la misma casa, que resultaba más segura precisamente por la vecindad de la ocupación patriótica, aunque él nunca estuvo convencido de ello. Pero todo eso le era indiferente, absorbido como estaba en el cumplimiento de su deber. En el lado opuesto del Patio, bajo una columnata, se veían todavía algunos de los carruajes de Monseñor Y en dos de las columnas estaban sujetas otras tantas antorchas, a cuya luz se divisaba una piedra de afilar de gran tamaño tal vez procedente de alguna herrería Cercana. El señor Lorry, mirando aquellos objetos inofensivos, sintió un estremecimiento y se retiró junto al fuego después de cerrar la ventana.
Llegaban a la estancia los confusos ruidos de la ciudad, destacándose a veces uno, extraño y fantástico y aparentemente terrible, que parecía subir al cielo.
—Gracias a Dios —se dijo el señor Lorry —no hay nadie que me sea querido esta noche en París. ¡Dios tenga piedad de los que se hallan en peligro!
Poco después resonó la campana, de la puerta principal y murmuró:
—Sin duda vuelven.
Y se quedó escuchando, pero no oyó ruido alguno en el patio, como esperara, y después de cerrarse la puerta reinó nuevamente el silencio.
La inquietud que se había apoderado de él le hizo sentir ciertos temores por el Banco. Estaba bien guardado y confiaba en las fieles personas a quien es encomendara la vigilancia, cuando, de pronto, se abrió repentinamente la puerta y entraron dos personas cuya aparición le causó indecible asombro.
¡Lucía y su padre! ¡Lucía que le tendía los brazos con la mayor ansiedad reflejada en el rostro!
—¿Qué ocurre? —preguntó el señor Lorry alarmado.
—¿Qué pasa? ¡Lucía, Manette! ¿Qué ha ocurrido? ¿Por qué habéis venido?
Con la mirada fija en él, pálida y asustada, la joven se echó en sus brazos, exclamando:
—¡Oh, mi querido amigo! ¡Mi marido!
—¿Vuestro marido, Lucía?
—Sí, Carlos.
—¿Qué le pasa?
—Está aquí.
—¿En París?
—Hace ya algunos días que está, tres o cuatro, no sé cuántos, pues apenas puedo coordinar mis ideas, Un acto generoso lo trajo aquí sin saberlo nosotros; fue detenido en la Barrera y encarcelado.
El anciano dio un grito. Casi en el mismo instante resonó nuevamente la campana de la puerta y en el patio se oyeron numerosas voces.
—¿Qué es eso? —preguntó el doctor volviéndose hacia la ventana.
—¡No miréis! —exclamó el señor Lorry—. ¡No miréis, Manette, por lo que más queráis!
El doctor se volvió con la mano puesta en la falleba de la ventana y dijo tranquilamente:
—Mi querido amigo, mi vida es sagrada en esta ciudad. Fui un preso de la Bastilla y no hay patriota en París y aun en toda Francia que, sabiéndolo, se atreva a tocarme, a no ser para abrazarme y llevarme en triunfo. Mis antiguas desgracias nos han permitido atravesar la Barrera, nos proporcionaron noticias de Carlos y nos han permitido llegar aquí. Yo lo sabía ya y estaba convencido, como le dije a Lucía, de que podría librar a Carlos de todo peligro. Pero ¿qué es este ruido?