Estaba resuelto. Iría a París.
La montaña imantada lo atraía y no tenía más remedio que navegar con rumbo a ella, hasta que la encontrase. No conocía los obstáculos y apenas advertía peligros. La intención con que hizo lo que hizo, aun dejándolo incompleto, le prestaba bajo un aspecto que sería reconocido en la misma Francia cuando se presentara para probarlo. Y así la visión de obrar bien que con tanta frecuencia es el sangriento espejismo de mucha gente buena, se ofreció a él y hasta llegó a concebir la ilusión de poder ejercer alguna influencia en la dirección de aquella rabiosa Revolución que tan terribles derroteros seguía.
Una vez tomada su resolución, se dijo que ni Lucía ni su padre habían de enterarse hasta que se hubiese marchado. Era preciso evitar a Lucía la pena de la separación y en cuanto a su padre, que no gustaba de recordar los lugares en que tanto había sufrido, tampoco debía enterarse hasta que ya hubiese realizado su propósito.
Llegó el momento de volver al Banco Tellson para despedirse del señor Lorry. Se dijo que en cuanto llegara a París se presentaría a aquel viejo amigo, pero de momento no le comunicaría sus intenciones.
Delante de la puerta de la casa de Banca había una silla de postas, y Jeremías estaba ya preparado para la marcha.
—Ya entregué aquella carta —dijo Carlos al señor Lorry.
—No quiero molestaros con una contestación escrita, pero quizás no tendréis inconveniente en aceptar un mensaje verbal.
—Con mucho gusto —contestó el señor Lorry— si no es peligroso.
—De ninguna manera, aunque hay que hacerlo llegar a un preso en la Abadía.
—¿Cómo se llama? —preguntó el señor Lorry supuesto a tomar nota.
—Gabelle.
—Perfectamente. ¿Que he de decirle?
—Sencillamente que ha recibido la carta.
—¿No hay que mencionar la fecha?
—Emprenderá el viaje mañana por la noche.
—¿Hay que mencionar el nombre de alguien?
—No hay necesidad.
Carlos ayudó al anciano a envolverse en algunas capas y mantas, y lo acompañó desde la cálida atmósfera del Banco hasta la humedad ambiente en la calle.
—Hacedme el favor de expresar mi cariño a Lucía y a la niña —dijo el señor Lorry al despedirse— y cuidádmelas mucho hasta que regrese.
Carlos Darnay meneó la cabeza y sonrió con equívoca expresión hasta que desapareció el carruaje. Aquella noche del catorce de agosto, veló hasta hora bastante avanzada y escribió dos cartas fervientes; una para Lucía, en la que le explicaba la ineludible obligación en que se hallaba de ir a Paris, añadiendo las razones que tenía para confiar en que no se vería expuesto a peligro alguno. La otra era para el doctor, confiando a su cuidado a Lucía y a la niña y aduciendo las mismas razones que en la dirigida a su esposa. Y terminaba diciendo a ambos que les escribiría en cuanto llegara a su destino.
El día siguiente fue muy penoso para Carlos Darnay, que tuvo que disimular por vez primera el estado de su mente. Le fue muy difícil evitar que salieran del inocente engaño en que se hallaban. Pero una cariñosa mirada a su espesa, tan feliz y tan atareada, le dio fuerzas para disimular, pues más de una vez estuvo a punto de contárselo todo, de tal modo estaba acostumbrado a no ocultarle nada. Por fin terminó el día. Al obscurecer abrazó a su esposa y a la no menos querida niña que llevaba su nombre y fingiendo un que hacer que lo retendría un rato, salió llevándose su maleta que había preparado previamente, y se sumergió en la niebla de las calles, con el corazón apesadumbrado.
Dejó las dos cartas en manos de un mensajero de su confianza, que debía entregarlas a las once y media de la noche, pero no antes, y montando a caballo, emprendió el viaje a Dover.
Recordó las palabras del pobre preso, que apelaba a él por amor de Dios, por la justicia, por la generosidad y por el honor de su noble nombre, y ellas fortalecieron su apenado corazón, y dejando a su espalda cuanto amaba en la tierra, enderezó el rumbo hacia la Montaña Imantada.
Libro tercero
El curso de una tormenta
Capítulo I
En secreto
E
l viajero avanzaba lentamente en su camino hacia París, desde Inglaterra, en el otoño, del año mil setecientos noventa y dos. Aunque hubiera seguido reinando en toda su gloria el destronado y desdichado rey de Francia, habría encontrado peores caminos, malos carruajes y pésimos caballos de lo que era necesario para dificultar su marcha, pero aquellos nuevos y revueltos tiempos habían traído otros obstáculos peores. Toda puerta de ciudad y toda oficina de impuestos contaba con su banda de patriotas, que con las armas preparadas para usarlas a la primera señal, detenían a todos los que pasaban, los interrogaban, inspeccionaban sus papeles, miraban en sus propias listas buscando sus nombres, los hacían retroceder o les ordenaban avanzar, o bien los detenían y los prendían, según su juicio o capricho les indicara como más conveniente para la República Una e Indivisible, de Libertad, Igualdad y Fraternidad, o Muerte.
Había recorrido ya algunas leguas en su viaje por Francia, cuando Carlos Darnay empezó a darse cuenta de que no podría regresar por aquellos caminos hasta que no hubiera sido declarado buen ciudadano en París. Pero cualquiera que fuese la suerte que lo aguardaba, ya no podía retroceder. No había obstáculos materiales que le impidiesen el regreso, pero comprendía perfectamente que a su espalda se había cerrado una puerta mil veces más infranqueable que si fuera de hierro. La vigilancia de todos lo rodeaba como si se hallara en el centro de una red o fuese llevado a su destino dentro de una jaula.
Aquella vigilancia no solamente lo, detenía veinte veces en cada jornada, sino que retrasaba su camino veinte veces al día, haciéndole retroceder, deteniéndole y acompañándole. Y cuando ya hacía algunos días que viajaba por Francia, se acostó una noche en una población de poca importancia, inmediata a la carretera, pero aun a buena distancia de París.
A la carta del afligido Gabelle debía el haber llegado tan lejos, pero las dificultades que le opuso el guarda de aquella población fueron tantas, que no dudó de que su viaje se hallaba en un momento crítico. Por esta razón no se sorprendió mucho al ser despertado a medianoche en la posada en que se alojara por un tímido funcionario local, acompañado por tres patriotas armados, cubiertos con el gorro rojo y con las pipas en la boca que, sin ceremonia alguna, se sentaron en el borde de su cama.
—Emigrado —dijo el funcionario—, voy a mandarte a París bajo escolta.
—No deseo otra cosa sino llegar a París, ciudadano, aunque prescindiría a gusto de la escolta.
—¡Silencio! —exclamó uno de los gorros colorados, dando un golpe en el cobertor de la cama con la culata de su arma—. ¡Calla, aristócrata!
—Tiene razón este buen patriota —observó el tímido funcionario. Eres un aristócrata y has de ir con escolta, pero a tu costa.
—No está en mi mano la elección —dijo Carlos Darnay.
—¡La elección! ¡Oídle! —exclamó un gorro colorado—. ¡Como si no fuese un favor el protegerle para que no acabe colgado de un farol!
—Este patriota tiene siempre razón —observó el funcionario—. Levántate y vístete, emigrado.
Darnay obedeció y lo llevaron al puesto de guardia, en donde otros patriotas, también con gorro colorado, fumaban, bebían y dormían junto a la lumbre. Allí tuvo que pagar una buena suma por la escolta, e inmediatamente tuvo que reanudar su viaje a las tres de la madrugada, por los húmedos caminos.
La escolta la componían dos patriotas montados a caballo, cubiertos con el indispensable gorro colorado y adornados por escarapelas tricolores. Iban armados con mosquetes y sables y se situaron uno, a cada lado de Darnay. Este guiaba su propio caballo, pero le ataron una cuerda a la brida, cuyo extremo opuesto iba sujeto a la muñeca de uno de los patriotas. Así partieron mojados por la lluvia y, saliendo de la ciudad, se aventuraron por la carretera; de la misma manera, a excepción de los necesarios cambios de cabalgaduras y de marcha, recorrieron las leguas que los separaban de la capital.
Viajaban de noche, deteniéndose una o dos horas después de salir el sol, y dormían hasta el crepúsculo de la tarde. La escolta iba tan mal vestida que se veían obligados a rodearse las piernas desnudas con paja y cubrir con ella sus hombros mal defendidos, por andrajos de la humedad. Y Carlos, aparte de la molestia que suponía ir custodiado de aquella manera, no sentía grandes temores.
Pero cuando llegaron a la ciudad de Beauvais y vio que las calles estaban llenas de gente, no pudo ocultarse a sí mismo que el aspecto de su asunto empezaba a ser alarmante. Lo rodeó una turba enfurecida cuando iba a echar pie a tierra en el patio de la casa de postas y muchas voces gritaron:
—¡Muera el emigrado!
Se detuvo en el acto de desmontar, y desde la silla exclamó:
—¿Emigrado, amigos? ¿No me veis en Francia por mi propia voluntad?
—Eres un maldito emigrado —exclamó el herrador acercándose a él con el martillo en alto— y eres un maldito aristócrata.
Se interpuso el dueño de la casa de postas, diciendo:
—¡Dejadlo! ¡Dejadlo! ¡Ya lo juzgarán en París!
—¿Lo juzgarán? —repitió el herrador blandiendo el martillo—. ¡Ya lo creo! ¡Y lo condenarán por traidor!
La multitud rugió entusiasmada.
—Os engañáis, amigos, u os engañan. Yo no soy traidor.
—¡Miente! —exclamó el herrero—. Es un traidor según el decreto. Su vida pertenece al pueblo. Su maldita vida no es suya.
En el instante en que Darnay leyó su sentencia en las miradas de la multitud, el dueño de la casa de postas hizo entrar el caballo en el patio, seguido por la escolta y en el acto se cerraron y atrancaron las puertas. El herrador asestó sobre ellas un martillazo y rugió la multitud, pero no ocurrió nada más.
—¿Qué decreto es ese de que hablaba el herrador? —preguntó Darnay al dueño de la casa de postas, después de darle las gracias.
—Es un decreto que autoriza la venta de los bienes de los emigrados.
—¿Cuándo se ha promulgado?
—El día catorce.
—¡El día en que salí de Inglaterra!
—Todos dicen que es uno de los muchos decretos que van a promulgarse, por los cuales se desterrará a los emigrados y se condenará a muerte a los que regresen. Por eso os dijeron que vuestra vida no os pertenecía.
—¿Pero todavía no existen tales decretos?
—¿Cómo queréis que lo sepa? —contestó el interpelado encogiéndose de hombros—. Tal vez sí o tal vez no.
Darnay y sus guardianes descansaron sobre la paja hasta la noche y salieron cuando la ciudad estaba dormida. Una de las cosas que más asombraba a Darnay era lo poco que se dormía. Muchas veces llegaban a una aldea en plena noche, y en vez de encontrar a los habitantes acostados los hallaban bailando cogidos de la mano en torno de algún árbol de la Libertad o cantando en honor de la misma. Felizmente aquella noche hubo sueño en Beauvais, y gracias a eso pudieron salir sin ser molestados, para proseguir su viaje por caminos llenos de barro y por entre campos incultos que no habían producido ninguna cosecha aquel año, y entre casas incendiadas y ennegrecidas que constituían excelentes emboscadas para cualquier patrulla de patriotas que recorrían los caminos.
La luz del día los encontró ante las murallas de París. La barrera estaba cerrada y bien guardada cuando se acercaron a ella.
—¿Dónde están los papeles de este preso? —preguntó en tono autoritario un hombre a quien llamó un centinela.
Desagradablemente impresionado por el calificativo, Darnay quiso alegar que era un viajero libre y un ciudadano francés, protegido por una escolta que el estado inseguro de la comarca hacía necesaria, y por la cual había pagado de su bolsillo.
—¿Dónde están los papeles del preso? —repitió el hombre sin hacer ningún caso de sus palabras.
Uno de la escolta los sacó de su gorro. Al ver la carta de Gabelle, aquel hombre mostró alguna sorpresa y miro a Darnay con la mayor atención.
Sin decir palabra dejó a la escolta y al escoltado y se metió en el cuerpo de guardia.
Carlos Darnay, mirando a su alrededor, vio que la puerta estaba custodiada por soldados y patriotas, éstos en mayor número que aquéllos y que así como era fácil la entrada en la ciudad para los campesinos que llevaban comestibles, la salida era más difícil para todo el mundo. Numerosos hombres y mujeres esperaban para poder salir, pero era tan rigurosa la previa identificación, que con dificultad y muy lentamente se iban filtrando por la barrera. Algunos, sabiendo que había de tardar en llegarles la vez, fumaban, dormían o charlaban; y el gorro colorado y la escarapela tricolor eran prenda y adorno obligado de todos.
Después de esperar por espacio de media hora, que empleó en fijarse en esas cosas, Darnay se vio de nuevo ante el hombre autoritario, que ordenó a la guardia que abriese la barrera. Dio a la escolta un recibo del escoltado y ordenó a éste que desmontara. Lo hizo así y los dos patriotas que lo habían acompañado se llevaron su caballo y partieron sin entrar en la ciudad.
Acompañó a su guía al cuerpo de guardia que olía a vino ordinario y a tabaco. Allí había numerosos patriotas dormidos, despiertos, borrachos y serenos y algunos en un estado intermedio entre el sueño y la vigilia o la sobriedad y la borrachera. Iluminaban el cuerpo de guardia unas lámparas de aceite y los primeros rayos del sol. En una mesa había varios registros abiertos y un oficial de aspecto ordinario estaba ante ellos.