—¿Te pasé en el camino?
—Es verdad, Monseñor. Tuve el honor de que pasarais a mi lado.
—¿Tanto al subir como al bajar la colina?
—En efecto, Monseñor.
—¿Qué mirabas con tanta atención?
—Monseñor, miraba al hombre.
Hizo una pausa y con la punta de su gorro azul señalaba la parte inferior de la caja de la carroza y todas sus paisanos se inclinaron para mirar.
—¿Qué hombre, animal? ¿Y por qué miras ahí?
—Perdonad, Monseñor, iba colgado de la cadena del freno.
—¿Quién? —preguntó el viajero.
—El hombre, Monseñor.
—¡Así se os lleve el diablo, idiotas! ¿Cómo se llama ese hombre? Tú conoces a toda la gente de por aquí. ¿Quién era?
—Piedad, Monseñor. No era de este país y no lo había visto en los días de mi vida.
—¿Colgado de la cadena? ¿Ahorcado?
—Con vuestro permiso, Monseñor, eso era lo más maravilloso. Llevaba la cabeza colgando… así.
Se volvió hacia el carruaje, se tendió de espalda con la cara vuelta al cielo y la cabeza colgando. Luego se puso en pie de nuevo e hizo una reverencia.
—¿Cómo era?
—Monseñor, más blanco que el molinero. Iba todo cubierto de polvo, blanco como un espectro y alto como un aparecido.
Tal retrato produjo inmensa sensación en los oyentes, pero todos los ojos miraban al marqués, tal vez para observar si tenía algún espectro en la conciencia.
—La verdad es que obraste perfectamente —exclamó el marqués. Ves a un ladrón que acompaña mi carroza y no eres capaz de abrir la boca para gritar. ¡Bah! Soltadlo, señor Gabelle.
El señor Gabelle era el maestro de postas y desempeñaba otros cargos oficiales, como el de recaudador de impuestos, y se había presentado obsequiosamente para ayudar en el interrogatorio y se apresuró a agarrar por el brazo al peón caminero.
—Prended a ese desconocido si se acerca esta noche al pueblo y cercioraos de que es un hombre honrado.
—Monseñor, me cabrá el honor de obedecer vuestras órdenes.
—¿Huyó aquel…? ¿Pero dónde está ese maldito?
El maldito estaba nuevamente bajo el carruaje con medía docena de amigos particulares, señalando la cadena con su puntiagudo gorro azul. Pero otra media docena de amigos se apresuraron a sacarlo y lo presentaron jadeantes, al señor marqués.
—¿Viste si aquel hombre huyó cuando nos detuvimos para apretar los frenos?
—Monseñor, vi que se arrojaba por la pendiente de la colina, de la misma manera como cuando alguien se arroja al río.
—Está bien. Gabelle, averiguadme eso. ¡En marcha!
La media docena de campesinos estaba aún entre las ruedas, mirando la cadena, y la carroza echó a correr tan impensadamente que por milagro salvaron la piel y los huesos.
La velocidad de la carroza, bastante grande al salir del pueblo, fue aminorando a medida que ascendía por la pendiente que tenía delante, hasta que llegó al paso. La noche de verano era hermosa y los postillones, asaltados por los mosquitos, procuraban ahuyentarlos con las cuerdas de los látigos; el lacayo iba andando al lado de los caballos y a corta distancia se oía el trote del caballo que llevaba al correo.
En el punto más alto de la colina había un pequeño cementerio, con una cruz y la imagen del Crucificado. Era obra de algún artista rústico; pero la figura, tallada en madera, era copiada de la realidad. Por eso el Cristo estaba tan flaco.
Junto al Crucifijo estaba arrodillada una mujer y cuando la carroza llegó junto a ella volvió la cabeza y se acercó a la portezuela.
—¡Monseñor! —exclamó—. ¡Monseñor, he de haceros una súplica!
—¡Qué hay! —exclamó el marqués con impaciencia—. ¿Una petición?
—¡Por el amor de Dios, Monseñor! ¡Mi marido, el guardabosque…!
—¿Qué le pasa a tu marido? ¡Siempre lo mismo con esta gente! ¿Que no puede pagar?
—Ya no ha de pagar nada, Monseñor. Ha muerto.
—Perfectamente. Ya tiene paz. ¿Puedo devolvértelo?
—¡Por desgracia no, Monseñor! ¡Pero está enterrado ahí, bajo la hierba!
—¿Y qué?
Miró a la mujer que parecía vieja, pero era joven. La pobre retorcía sus manos nudosas y luego puso una sobre la portezuela que acariciaba como si fuera un pecho humano y quisiera ablandarlo.
—¡Monseñor, oídme! Mi marido murió de hambre; muchos morimos de lo mismo.
—¿Qué quieres? ¿Puedo alimentarlos a todos?
—Dios lo sabe, Monseñor, pero no pido nada de eso. Lo que os pido, Monseñor, es un trozo de piedra o de madera que lleve el nombre de mi marido, pues de otra manera se olvidará pronto en qué lugar reposa. ¡Os lo ruego, Monseñor!
El lacayo separó a la mujer y el carruaje avanzó al trote de los caballos, de manera que la pobre se quedó muy pronto atrás. Monseñor, mientras tanto, escoltado nuevamente por las furias, recorría rápidamente la legua que lo separaba de su castillo.
A su alrededor estaban los dulces aromas de la noche estival y lo perfumaban todo de la misma manera como la lluvia cae imparcialmente sobre los que están sucios de polvo, sobre los miserables cubiertos de harapos y sobre el grupo agobiado por el trabajo que estaba en la fuente no lejana; y a quienes el peón caminero, con ayuda de su gorro azul, sin el cual no era nada, les hablaba aún de aquel hombre parecido a un espectro que iba debajo de la carroza de monseñor el marqués. Gradualmente desertó el auditorio y parpadearon algunas luces en las casuchas, luces que, en vez de apagarse, no parecía sino que habían huido al cielo para convertirse en estrellas.
Mientras tanto a los ojos del señor marqués se presentó la sombría masa de una enorme casa, de alto tejado y rodeada de árboles; de pronto la sombra desapareció ante la claridad despedida por una antorcha. Luego se detuvo la carroza y se abrió ante él la gran puerta del castillo.
—¿Ha llegado ya de Inglaterra el señor Carlos, a quien espero?
—Todavía no, Monseñor.
Capítulo IX
La cabeza de la gorgona
E
l castillo del señor marqués era un gran edificio; tenía un vasto patio enlosado, del que partían dos escaleras para reunirse en una terraza ante la puerta principal. Todo era de piedra, las balaustradas, las urnas, las flores y unos rostros humanos, y unas cabezas de leones esculpidos en la fachada, por todas partes. Exactamente igual como si la cabeza de la Gorgona hubiese mirado el castillo después de terminadas las obras dos siglos antes.
El señor marqués subió la escalera alumbrado por una antorcha. La noche era tan tranquila que la llama de la antorcha que llevaba el criado y de la que estaba fija en la puerta, ardían como si estuvieran en una estancia cerrada y no al aire libre. Se oían los chillidos de un búho a quien molestó la luz y el ruido del agua de una fuente que caía en su recipiente de piedra. Por lo demás reinaba el silencio.
Se cerró la puerta tras el señor marqués y este cruzó una antesala obscura, en cuyas paredes había diversas armas de caza y algunos látigos que más de un campesino había probado cuando su señor estaba irritado.
Evitando las grandes salas que estaban obscuras, el señor marqués, alumbrado por el criado, subió una escalera y se detuvo en una puerta que se abría a un corredor. Cruzó el umbral y se halló en sus habitaciones particulares, compuestas de tres estancias, o sea el dormitorio y dos más. Aquellas habitaciones eran altas de techo y tenían los suelos desnudos. En los hogares había grandes morrillos para sostener la leña en invierno y, en una palabra, todos los refinamientos del lujo que correspondían a un hombre de la fortuna y de la posición del marqués. El estilo de los muebles era de Luis XV, pero se veían también numerosos objetos de otras épocas y que eran como las ilustraciones de viejas páginas de la historia de Francia.
Estaba servida una mesa con dos cubiertos en la tercera habitación, que era redonda, correspondiendo a una de las cuatro torres que tenía el castillo en las esquinas. Era una habitación de techo alto, que tenía abierta la ventana de par en par, aunque estaban cerradas las celosías.
—Según me han dicho no ha llegado mi sobrino —exclamó el marqués fijándose en el servicio de la mesa.
No había llegado, en efecto pero los servidores esperaban que llegase juntamente con el marqués.
—No es probable que llegue esta noche —dijo—, pero, sin embargo, dejad la mesa tal como está. Cenaré dentro de un cuarto de hora.
Pasado este tiempo el señor marqués ya estaba listo y se sentó solo para tomar la suntuosa y escogida cena. Su asiento estaba de espaldas a la ventana y había tomado ya la sopa y se disponía a beber un vaso de Burdeos, cuando dejó el vaso sobre la mesa.
—¿Qué es eso? —preguntó tranquilamente mirando con atención a las líneas horizontales y negras de la celosía.
—¿Qué, Monseñor?
—Fuera. Abre las celosías.
El servidor obedeció.
—¿Qué hay?
—Nada, señor. No se ve más que las copas de los árboles y las sombras de la noche.
El criado se quedó esperando nuevas órdenes.
—Perfectamente. Cierra —ordenó imperturbable su amo.
El marqués continuó la cena. Mediada estaría, cuando volvió a interrumpir la bebida de un vaso de vino, por haber oído ruido de ruedas.
—Pregunta quién ha llegado —ordenó
Era el sobrino del señor. Se había retrasado ligeramente en su viaje y aunque procuró alcanzar a su tío no le fue posible lograrlo, pero le informaron de él en la casa de posta.
El señor marqués dio órdenes para que le dijesen que la cena lo estaba aguardando y que acudiera cuanto antes. Dentro de poco entró el viajero. En Inglaterra se había dado a conocer por el nombre de Carlos Darnay.
Monseñor lo recibió con bastante amabilidad, pero no se estrecharon la mano.
—¿Salísteis ayer de París, señor? —preguntó en el momento de sentarse a la mesa.
—Ayer. ¿Y vos?
—Vengo directamente.
—¿De Londres?
—Sí.
—Bastante os ha costado llegar —observó el marqués sonriendo.
—Por el contrario, he venido directamente.
—Perdón, no quiero decir que hayáis empleado mucho tiempo en el viaje, sino que os ha costado decidiros.
—Me han detenido —y el sobrino hizo una pausa, para añadir— varios asuntos.
—No hay duda —observó cortésmente el marqués.
Mientras el criado estuvo presente no se cruzaron otras palabras entre ellos, pero en cuanto les hubieron servido el café y se vieron solos, el sobrino, mirando al tío, empezó la conversación.
—He regresado, tío, persiguiendo el mismo fin que me obligó a marchar. Me he visto en grandes peligros; pero se trata de un propósito sagrado, y creo que de haberme acarreado la muerte ello me diera suficiente valor.
—La muerte, no —dijo el tío—. No es necesario nombrarla siquiera.
—Estoy persuadido —continuó el sobrino —de que si me hallara en trance de muerte vos no haríais nada para salvarme.
El tío hizo un gracioso movimiento de protesta, que no logró, sin embargo, tranquilizar a su interlocutor.
—En realidad, señor, y a juzgar por los datos que tengo, tal vez os habríais apresurado a hacer más sospechosas las apariencias que me rodeaban.
—¡No, no, no! —replicó el tío amablemente.
—Sea lo que fuere —dijo el sobrino mirando a su tío con la mayor desconfianza—, se que con vuestra diplomacia os esforzaréis en detenerme en mi camino y me consta también, que no sois muy escrupuloso en los medios.
—Amigo mío, ya os lo dije —dijo el tío—. ¿Me haréis el favor de recordar lo que os advertí hace ya mucho tiempo?
—Lo recuerdo.
—Gracias —contestó el marqués suavemente.
—En efecto, señor —prosiguió el sobrino—, creo que vuestra mala fortuna y mi buena estrella me han evitado verme encerrado en una prisión de Francia.
—No os entiendo —replicó el tío sorbiendo su café—. ¿Me queréis hacer el favor de explicaros?
—Creo que si no estuvierais en desgracia en la corte, y no os vierais rodeado de una nube hace ya algunas años, una carta
de cachet
me habría mandado a una fortaleza por tiempo indefinido.
—Es posible —contestó el tío con la mayor tranquilidad.
—Por el honor de la familia es posible que me hubiera decidido a molestaros hasta ese punto. Os ruego que me perdonéis.
—Advierto que, felizmente para mí, la recepción del otro día fue, como de costumbre, muy fría para vos.
—No creo que debáis decir que esa circunstancia es feliz para vos, sobrino —dijo el tío con la mayor cortesía—. En vuestro lugar no estaría seguro de ello. Una excelente oportunidad para reflexionar, rodeado por las ventajas que da la soledad, podría tener en vuestro destino una influencia mayor de la que vos mismo os procuráis. Como decíais, he caído en desgracia. Esos pequeños instrumentos de corrección, estos pequeños auxilios para el poder y el honor de las familias, estos ligeros favores que podrían haberos causado alguna incomodidad, sólo se obtienen ahora con la mayor dificultad. ¡Son tantos los que los pretenden y se conceden, comparativamente, a tan pocos! Antes no era así, pero Francia, en algunas cosas, ha empeorado mucho. Nuestros antepasados, no muy remotos, ejercían el derecho de vida y muerte sobre el vulgo. Desde esta habitación han salido muchos villanos para ser ahorcados; en la estancia vecina, mi dormitorio, fue apuñalado un rústico por haber expresado algunas delicadezas insolentes con respecto a su hija. Hemos perdido muchos privilegios; se ha puesto de moda una nueva filosofía y la afirmación de nuestros derechos, en los tiempos que corremos, es posible que ofreciera algunos inconvenientes. ¡Todo está muy malo!.