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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico

Historia de dos ciudades (ilustrado) (17 page)

—Os aseguro —replicó Stryver con amistoso acento— que lo siento mucho por vos y también por el pobre padre. Comprendo que eso ha de haberle causado disgusto, y por consiguiente, será mucho mejor que no hablemos de ello.

—No os entiendo —exclamó el señor Lorry.

—No me atrevo a decir lo contrario, pero no importa, no importa.

—Al contrario —replicó el señor Lorry.

—No, os aseguro que no. Suponiendo que había sentido común donde no existe y una ambición laudable donde no la hay, he salido de mi error y no se ha perjudicado nadie. No es la primera vez que las mujeres jóvenes cometen esas tonterías y luego se arrepienten amargamente de ellas al verse hundidas en la pobreza. Mirando el asunto sin el menor egoísmo, siento que la cosa no haya pasado adelante, aunque desde el punto de vista mundano habría sido para mí un negocio desastroso; ahora, consultando mi egoísmo, me alegro de que haya fracasado, porque para mí habría sido un negocio francamente malo, y es evidente que yo no habría ganado nada con ello. Pero, en fin, no hay perjuicio para nadie. No he ofrecido mi mano a esa señorita, y, entre nosotros, tengo casi la seguridad de que no habría llegado mi sacrificio hasta ese punto. No es posible, señor Lorry, corregir las frivolidades y locuras de esas cabezas huecas, y si os lo proponéis quedaréis arrepentido. Pero ahora no hablemos más de ello. Ya os he dicho que lo siento por los demás, pero me alegro por lo que a mí se refiere. Os estoy altamente reconocido por el consejo que me disteis; conocéis mejor que yo a esa señorita; teníais razón y no debía de haber cometido esa tontería.

El señor Lorry estaba estupefacto y miraba asombrado a Stryver, que lo conducía hacia la puerta como si estuviera animado por la mayor generosidad, nobleza y buenos sentimientos.

—Creedme, señor Lorry. No os preocupéis más por este asunto. Os doy las gracias por todo. Buenas noches.

Y el señor Lorry se vio en la calle antes de que se diera cuenta de ello, en tanto que Stryver se dejaba caer en su sofá mirando al techo.

Capítulo XIII

Un sujeto nada delicado

S
i Sydney Carton brilló en alguna ocasión o en alguna parte, seguramente no fue en casa del doctor Manette. Durante un año entero visitó la casa con frecuencia, pero siempre parecía pensativo y triste. Cuando se lo proponía hablaba bien, pero su indiferencia por todo lo rodeaba de una nube que raras veces atravesaba la luz de su inteligencia.

Sin embargo, sentía atractivo especial por las calles que rodeaban la casa y hasta por las piedras de la calle, y muchas noches, cuando el vino no había conseguido alegrarle, se iba a rondar por ella y a veces lo sorprendía la aurora y hasta los primeros rayos del sol dando vueltas por aquel lugar. Últimamente su abandonado lecho lo echaba de menos con mayor frecuencia, y en algunas ocasiones, después de tenderse en él, se levantaba a los pocos minutos y se iba a rondar por las cercanías de Soho.

Un día, en agosto, después que Stryver notificó a su chacal que lo había pensado mejor y que ya no se casaba, Sydney andaba rondando el lugar, cuando, de pronto, se sintió animado por una resolución y se encaminó en línea recta a la casa del doctor.

Subió la escalera y encontró a Lucía ocupada en sus quehaceres. La joven nunca se había sentido a gusto en compañía de Carton y por consiguiente lo recibió con cierto embarazo, pero él se sentó a la mesa, cerca de ella. La joven miró el rostro de Carton después de cambiar algunas palabras sin importancia y observó que en él había un gran cambio.

—Me temo que no andéis bien de salud, señor Carton —dijo.

—No. La vida que llevo, señorita Manette, no es la más apropiada para gozar de buena salud. Pero, ¿qué se puede esperar de los libertinos?

—¿Y no es una lástima, os ruego que me perdonéis, no llevar una vida mejor?

—¡Dios sabe que es una vergüenza!

—¿Por qué, pues, no cambiáis de modo de vivir?

La joven lo miró afectuosamente y se sorprendió y entristeció al ver que los ojos de Carton estaban mojados de lágrimas. Y con insegura voz contestó:

—Ya es demasiado tarde. No puedo ser mejor de lo que soy. Por el contrario, me hundiré más y seré aún peor.

Carton apoyó un codo en la mesa y la cabeza en la mano y luego dijo:

—Os ruego que me perdonéis, señorita Manette. Me conmoví antes de deciros lo que deseo. ¿Queréis escucharme?

—Estoy dispuesta a hacer cualquier cosa beneficiosa para vos y si consiguiera haceros más feliz sentiría una grande alegría.

—¡Dios os bendiga por vuestra dulce compasión!

Descubrió el rostro y empezó a hablar con mayor firmeza:

—No temáis escucharme ni os molesten mis palabras, cualesquiera que sean. Soy como un hombre que hubiese muerto muy joven. Toda mi vida ha sido un fracaso.

—No, señor Carton. Estoy segura de que aun podría desarrollarse lo mejor de ella. Estoy segura de que podríais ser mucho más digno de vos mismo.

—Decid digno de vos, señorita Manette, y aunque estoy seguro de lo contrario, nunca olvidaré vuestras bondadosas palabras.

La joven estaba pálida y temblorosa y él prosiguió diciendo:

—Si hubiera sido posible, señorita Manette, que correspondierais al amor del hombre que tenéis delante —de este hombre degradado, fracasado, borracho y completamente inútil—, él se diera cuenta de que, a pesar de su felicidad, no os habría acarreado más que la miseria, la tristeza y el arrepentimiento, pues os habría hecho desgraciada y os arrastrara en su caída. Sé perfectamente que vuestro corazón no puede sentir ternura alguna hacia mí y no solamente no la pido, sino que doy gracias al cielo de que eso no sea.

—¿No podría salvaros a pesar de eso, señor Carton? ¿No podría hacer que os inclinarais a seguir un camino mejor? ¿No puedo recompensar así vuestra confianza? —dijo ella después de alguna vacilación y muy conmovida.

Él meneó negativamente la cabeza.

—No es posible. Si os dignáis escucharme todavía, veréis que eso sería imposible. Solamente deseo deciros que habéis sido el último sueño de mi alma. Aun en mi degradación, vuestra imagen y la de vuestro padre, así como este hogar, han despertado en mí sentimientos que creía desaparecidos. Desde que os conocí, me turba el remordimiento que no creí ya vivo y he oído voces, que creía silenciosas, que me incitan a recobrar el ánimo. He tenido ideas vagas de volver a esforzarme, de empezar de nuevo la vida, de arrojar de mí la pereza y la sensualidad y volver a la abandonada lucha. Pero todo eso no es más que un sueño, que no conduce a nada y que deja al dormido donde estaba, aunque deseo deciros que estos sueños los inspirasteis vos.

—¿Y no queda nada de ellos? ¡Oh, señor Carton, pensad nuevamente en todo eso! ¡Probadlo otra vez!

—No, señorita Manette, me conozco bien y sé que no merezco nada. Pero todavía siento la debilidad de desear que sepáis con qué fuerza encendisteis en mí algunas chispas a pesar de no ser yo más que ceniza, chispas que se convirtieron en fuego, aunque a nada conduce, pues arde inútilmente.

—Ya que tengo la desdicha de haberos hecho más desgraciado de lo que erais antes de conocerme…

—No digáis eso, señorita Manette, porque de ser posible, únicamente vos podríais haber hecho el milagro. No sois la causa de que mi desgracia sea mayor.

—Ya que he sido la causa del estado actual de vuestra mente, ¿no podría usar de mi influencia en vuestro favor? ¿No tendré para con vos la facultad de haceros algún bien, señor Carton?

—Lo mejor que puedo hacer ahora, señorita Manette, he venido a hacerlo aquí. Dejad que en mi desordenada y extraviada vida me lleve el recuerdo de que vos hayáis sido la última persona del mundo a quien he abierto mi corazón y de que en él haya todavía algo que podáis deplorar y compadecer.

—Aunque sigo creyendo, con toda mi alma, que sois capaz de mejores cosas.

—Es inútil, señorita Manette. Me he probado a mí mismo y me conozco mejor. Sé que os apeno y por eso voy a terminar. ¿Queréis prometerme que cuando recuerde este día pueda estar seguro de que la última confidencia de mi vida reposa en vuestro puro e inocente pecho, y que está ahí solo y no será compartido por nadie?

—Si esto ha de serviros de consuelo, os lo prometo.

—¿No lo daréis a conocer ni a la persona más querida para vos y a quien habéis de conocer todavía?

—Señor Carton —contestó la joven emocionada—, este secreto es vuestro y no mío y os prometo respetarlo.

—Gracias, Dios os bendiga.

Llevó a sus labios las manos de la joven y se dirigió hacia la puerta.

—No tengáis ningún temor, señorita Manette, de que jamás haga alusión a esta conversación, ni siquiera con una palabra. Nunca más me referiré a ella y si estuviera ya muerto no podríais estar más segura de ello. Y en la hora de mi muerte conservaré como recuerdo sagrado, recuerdo que bendeciré con toda mi alma, el de que mi última confesión fue hecha a vos y que mi nombre, mis faltas y mis miserias quedan guardados en vuestro corazón. ¡Y Dios quiera que seáis feliz de otra manera!

Era entonces Carton tan distinto de lo que había parecido siempre, y tan triste pensar lo mucho que podía haber sido y cuantas excelentes cualidades había malgastado y malgastaba aún, que Lucía Manette se puso a llorar por él mientras Carton la miraba.

—Consolaos —dijo él—; no merezco vuestra compasión. Dentro de una o dos horas los malos compañeros y los perniciosos hábitos que desprecio harán nuevamente presa en mí y me harán todavía menos digno de esas puras lágrimas. Pero en mi interior seré siempre para vos lo que soy ahora. Prometedme que creeréis eso de mí.

—Os lo prometo.

—He de pediros el último favor. Por vos y por los que os sean caros, sería capaz de hacer cualquier cosa. Si mi vida fuese mejor y en ella hubiese alguna capacidad de sacrificio, me sacrificaría con gusto por vos o por los que os fueran queridos. Tiempo vendrá, y no ha de tardar mucho, en que os sujetarán a este hogar, que tanto queréis, otros lazos más fuertes y más tiernos, y entonces, señorita Manette, cuando veáis las felices miradas de un padre fijas en vuestros ojos o que vuestra belleza renace más brillante a vuestros pies, pensad en que hay un hombre que daría su vida para conservar la de un ser que os fuese querido.

Dijo «adiós» y «Dios os bendiga» y salió de la estancia.

Capítulo XIV

El honrado menestral

T
odos los días se ofrecían a las miradas del señor Jeremías Roedor y su feo hijo numerosos y variados objetos en la calle Fleet, mientras el padre estaba sentado en su taburete. Con una paja en la boca el señor Jeremías observaba la corriente humana que iba en dos direcciones, con la esperanza de que se presentara la ocasión de realizar algún negocio, pues una parte de los ingresos del señor Jeremías la ganaba sirviendo de piloto a algunas tímidas mujeres, muchas de ellas en la segunda mitad de su vida, para atravesar la calle de una parte a otra. Mas a pesar de que aquellas relaciones habían de ser forzosamente de breve duración, nunca el señor Roedor dejaba de expresar su ardiente deseo de tener el honor de beber a la salud de la mujer que acompañaba. Y los regalos que recibía con motivo de este benévolo propósito, constituían una parte de sus ingresos, como ya se ha dicho.

Estaba un día el señor Roedor en uno de los momentos más desagradables, pues apenas pasaban mujeres y sus negocios tomaban tan mal cariz, que llegó a sospechar que su esposa estuviera rezando contra él, según tenía por costumbre, cuando le llamó la atención numeroso gentío que seguía por la calle Fleet hacia el oeste. Mirando en aquella dirección el señor Roedor se dio cuenta de que era la comitiva de un entierro y que, al parecer, los ánimos estaban excitados contra él, pues se oían numerosas protestas.

—Un entierro, pequeño —dijo a su retoño.

—¡Viva! —exclamó el joven Roedor.

El muchacho dio a este «viva» un significado misterioso, pero ello sentó tan mal al autor de sus días, que dio a su hijo un papirotazo en la oreja.

—¿Qué es eso? —exclamó el padre—. ¿Por qué das un viva? ¡Que no vuelva a oírte, porque, de lo contrario, nos veremos las caras!

—No hice nada malo —protestó el joven Roedor frotándose la mejilla.

—Mejor es que te calles. Súbete al taburete y mira.

Obedeció el hijo mientras se acercaba la multitud silbando y gritando en torno de un mal ataúd en un coche fúnebre bastante destartalado, y al que seguía un solo plañidor vestido con el traje del oficio, nada nuevo, que se consideraba indispensable para la dignidad de su posición. De todos modos esta posición no parecía agradarle, en vista de que la multitud lo rodeaba gritando, burlándose de él, haciéndole muecas y exclamando a cada momento: «¡Espías! ¡Mueran los espías!» y otros cumplidos por el estilo, aunque imposibles de repetir.

Los entierros habían tenido siempre especial atractivo para el señor Roedor, quien parecía excitarse cuando una de las fúnebres comitivas pasaba ante el Banco Tellson. Y como es natural un entierro con tan extraño acompañamiento como aquél, despertó aún más su interés y preguntó al primer hombre que pasó por su lado:

—¿Qué ocurre?

—No lo sé —le contestó el interpelado—. ¡Espías! ¡Mueran los espías!

En vista de que no le habían contestado lo que deseaba, el señor Roedor preguntó a otro hombre quién era el muerto.

—Lo ignoro —contestó éste. Y en seguida se llevó las manos a la boca a guisa de bocina y gritando con el mayor entusiasmo—: ¡Espías! ¡Mueran los espías!

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