—¿Vas con frecuencia a ver…?
—¿Afeitar? Siempre. Todos los días. ¡Vaya un barbero! ¿Le has visto trabajar?
—Nunca.
—Pues no dejes de hacerlo un día en que haya trabajo. Figúrate que hoy ha despachado a sesenta y tres en menos tiempo del que tardo en fumarme dos pipas.
Carton, sintiéndose inclinado a acogotarlo, se volvió de espaldas.
—Pero tú no eres inglés —dijo el aserrador—, aunque vistas como los ingleses.
—Sí, soy inglés.
—Pues hablas como si fueras francés.
—Fui estudiante aquí.
—Bueno, pues, buenas noches, inglés.
—Buenas noches, ciudadano.
Poco se había alejado Sydney, cuando se detuvo junto a un farol para escribir en un papel algunas palabras con su lápiz. Luego tomando un camino determinado, se dirigió a una farmacia, cuyo dueño estaba cerrando la puerta. Carton le dio las buenas noches y luego le tendió el papel.
—¡Caramba! —exclamó el farmacéutico—. ¿Es para ti, ciudadano?
—Para mí.
—Ten cuidado de conservarlos por separado, ciudadano. ¿Conoces las consecuencias que produciría el mezclarlos?
—Perfectamente.
Le entregó algunos paquetitos y Carton se los guardó uno por uno. Luego pagó y se marchó, diciéndose:
—No se puede hacer nada más de momento hasta mañana. No tengo sueño.
El tono con que pronunció estas palabras era el de un viajero fatigado que se ha extraviado, pero que por fin encuentra su camino y ve el fin a poca distancia.
Mucho tiempo antes, cuando le auguraban un brillante porvenir, acompañó a su padre al cementerio y de pronto, mientras iba por las obscuras calles, recordó las solemnes palabras que el sacerdote leyó sobre la tumba de su padre: «yo soy la resurrección y la Vida; aquel que cree en Mí, aunque haya muerto vivirá; y el que vive y cree en Mí, no morirá jamás».
Sydney Carton, mientras en su mente resonaban estas palabras, empezó a pasear por las calles de París. Recorrió primero las más extraviadas, pero luego se dirigió a las más céntricas, cruzándose con la gente que alegremente salía de los teatros y se dirigía a sus casas para olvidar en unas horas de sueño los horrores del día. Más avanzada la noche, se dirigió al río e inclinado sobre la baranda del puente miraba pasar la corriente mientras en su mente resonaban las santas palabras; luego contempló la pintoresca confusión de edificios envueltos por las sombras de la noche, sobre las cuales se elevaba la cúpula de la catedral bañada por la plateada luz de la luna. Por fin llegó el día. Carton reanudó su paseo a lo largo de las orillas del río, alejándose de la ciudad, y, al regresar a casa, Lorry había salido ya de ella. Era fácil adivinar adónde había ido. Carton tomó una taza de café y un poco de pan, y después de lavarse y cambiarse de ropa, se encaminó hacia el tribunal, en donde encontró, ya sentados, al señor Lorry, al doctor Manette y a ella junto a su padre.
Cuando se presentó su esposo, Lucía le dirigió una mirada tan alentadora y tan llena de amor y de conmiseración, aunque tan valiente por lo que se refería a la suerte que le esperaba, que él se reanimó inmediatamente. Y si alguien hubiese tenido ojos para observar el efecto que tal mirada ejerció en Sydney Carton, habría visto que fue exactamente el mismo que en el acusado.
El tribunal era el mismo, así como el jurado, entre cuyos individuos se destacaba por su crueldad aquel Jaime Tres, de San Antonio. En cuanto a los demás, parecían una jauría de perros que se dispusieran a juzgar a un venado.
Todas las miradas estaban fijas en el fiscal, y en el ambiente parecía flotar la convicción de que el acusado sería condenado a muerte. Carlos Evremonde, llamado Darnay. Libertado el día anterior y nuevamente acusado y preso. Había sido denunciado como sospechoso, aristócrata, individuo de una familia de tiranos, de la raza proscrita, por haber usado de sus infames privilegios para oprimir infamemente al pueblo. Carlos Evremonde, llamado Darnay, era, en virtud de esos crímenes, hombre muerto a los ojos de la Ley.
Estas y no más fueron las palabras del fiscal. El presidente preguntó si se le había acusado secreta o públicamente.
—Públicamente, presidente.
—¿Por quién ha sido acusado?
—Por tres votos: Ernesto Defarge, tabernero, de San Antonio; Teresa Defarge, su mujer, y Alejandro Manette, médico.
Resonó un rugido en la audiencia y entre la concurrencia se vio al doctor Manette en pie, pálido y tembloroso, que exclamó en cuanto pudo hacerse oír:
—Presidente, protesto con indignación de este fraude y de semejante embuste. Ya sabes que el acusado es mi yerno, y mi hija y todos los que ella quiere, me son más queridos que la misma vida. ¿Dónde está el impostor que se atreve a decir que he denunciado al marido de mi hija?
—Cálmate, ciudadano Manette. De rebelarte contra el tribunal te situarías fuera de la Ley. Y ya que hay algo que quieres más que a la misma vida, para un buen patriota solamente puede tratarse de la República.
Una salva de aplausos coronó esta respuesta.
—Y si la República te pidiese el sacrificio de tu hija, tendrías el deber de sacrificarla. Ahora escucha y calla.
Frenéticas aclamaciones acogieron estas palabras, en tanto que el doctor se sentaba mirando airado a su alrededor. Cuando se calmó el entusiasmo público apareció Defarge, quien refirió la historia de la prisión del doctor Manette, que conocía muy bien por haber servido a éste en su primera juventud. Dio cuenta de su liberación y de que le fue entregado para que lo cuidase.
—¿Tomaste parte en el ataque a la Bastilla, ciudadano?
—Sí.
—Informa al tribunal de lo que hiciste dentro de la prisión, ciudadano.
—Yo sabía —dijo Defarge— que el preso estuvo encerrado en un calabozo conocido por Ciento Cinco, Torre del Norte, y él mismo se daba este nombre cuando le preguntaba al ser libertado. Al hallarme en la prisión quise visitar ese calabozo, guiado por un carcelero. Lo examiné todo con el mayor cuidado y en un agujero de la chimenea había una piedra que fue quitada y vuelta a colocar en su sitio. En el hueco que dejaba al descubierto encontré un rollo de papeles escritos, que está aquí. Conocí que la letra era del doctor Manette. Confío el documento en manos del presidente.
El presidente dio orden de que se leyeran aquellos papeles, y mientras en la sala reinaba el más absoluto silencio, el preso miraba amorosamente a su mujer y al padre de esta.
El doctor tenía los ojos fijos en el lector, la señora Defarge en el preso y todos los demás en el doctor, que no veía a nadie.
Capítulo X
La substancia de la sombra
E
l documento decía así:
Yo, Alejandro Manette, desgraciado médico, natural de Beauvais y residente luego en París, escribo este documento en mi triste calabozo de la Bastilla, en el último mes de… Lo ocultaré luego en un agujero practicado en la chimenea, y tal vez lo encuentre un hombre compasivo cuando yo no exista ya.
Escribo con un clavo y con hollín y polvo de carbón por tinta, a la que mezclo algo de sangre. Este es mi décimo año de cautiverio y ya he perdido toda esperanza. Además, me doy cuenta de que pronto me abandonará la razón, pero declaro solemnemente que todavía estoy en posesión de mi entero juicio y que mi memoria es exacta, así como que escribo la verdad.
Una noche de diciembre de…, paseaba yo junto al muelle del Sena, a bastante distancia de mi residencia, cuando llegó junto a mí un carruaje que iba bastante aprisa. Me aparté para no ser atropellado y entonces uno de sus ocupantes sacó la cabeza por la ventanilla Y ordenó parar.
El coche se detuvo casi inmediatamente y la misma voz me llamó por mi nombre.
Cuando llegué junto al coche ya habían bajado las dos personas que lo ocupaban y que iban envueltas en capas, como si quisieran ocultarse. Ambos eran jóvenes, de mi edad, y se parecían bastante.
Se cercioraron de que yo era el doctor Manette y luego me dijeron que después de haber estado en mi casa y de averiguar que, probablemente, estaría paseando junto al río, acudieron a mi encuentro. Dicho esto me invitaron a subir al carruaje de modo que más parecía una orden. Me resistí tratando de averiguar qué deseaban y me contestaron que se trataba de prestar mis auxilios médicos a un enfermo. No tuve más remedio que obedecer y al poco rato el carruaje había salido de la ciudad para detenerse ante una casa solitaria que se hallaría a cosa de media legua de París. Bajamos los tres a un jardín algo abandonado y entramos en la casa.
A la luz reinante comprendí que aquellos hombres eran hermanos y tal vez gemelos, pero inmediatamente solicitaron mi atención unos gritos que procedían, aparentemente, de una habitación situada en el primer piso. Me condujeron allí y a la habitación en que se hallaba la paciente, pues era una mujer joven, de gran belleza. Tendría veinte años, estaba despeinada y tenía los brazos atados a los costados. Inmediatamente vi que la pobre mujer sufría una fiebre cerebral. Me acerqué a ella, le puse la mano en el pecho tratando de calmarla, en tanto que ella, con los ojos desorbitados, pronunciaba a gritos las siguientes palabras: «Mi marido, mi padre, mi hermano». Luego contaba hasta doce y volvía a pronunciar las mismas palabras, sin la menor variación.
Pregunté por la duración del ataque, y el que parece mayor de los dos hermanos me contestó que desde la noche anterior a la misma hora.
Indagué, entonces, si la desgraciada mujer tenía padre, hermano y marido. Me contestaron que tenía hermano y que el hecho de que la desgraciada contara hasta doce, sin parar, podía relacionarse con la hora de las doce de la noche.
Como nada me habían advertido acerca de la naturaleza de la dolencia, yo estaba desprovisto de los medios de aliviar a la enferma, y al hacerlo constar me ofrecieron una caja en que había algunas medicinas; escogí las que me parecieron apropiadas y conseguí que la paciente tragara cierta cantidad de ellas. Como era preciso observar el efecto que producían en la enferma, me senté a su lado, en tanto que ella seguía gritando las mismas palabras.
Mientras estaba así, al lado de la desgraciada mujer, uno de los dos hermanos me dijo que había otro enfermo, y dándome cuenta de que, probablemente, se trataría de un caso también urgente, seguí a los dos jóvenes, que me llevaron a una especie de buhardilla, donde, tendido en el suelo y con una almohada bajo la cabeza, estaba un muchacho campesino, que no contaría arriba de diecisiete años. Estaba echado de espaldas, con una mano, en el pecho y los ojos mirando al techo. Me di cuenta de que estaba herido y de muerte, y arrodillándome a su lado, le dije que era médico y que acudía a cuidarlo.
Al principio se negó a dejarse examinar, pero luego consintió y vi que tenía una herida en el pecho, producida por una espada, tal vez el día anterior, pero no era posible salvarlo. Se moría y al volver los ojos hacia los dos hermanos, observé que contemplaban al pobre muchacho con la misma indiferencia que si fuese un conejo o un pájaro moribundo.
Pregunté cómo fue herido el muchacho, y uno de los hermanos me contestó que aquel siervo le había obligado a desenvainar la espada, pero que cayó muerto en duelo, cual si fuese un caballero. En sus palabras no pude advertir la menor emoción ni sentimiento humanitario.
Entonces el herido se volvió hacia mí y me dijo:
—Estos nobles son muy orgullosos, doctor, pero también nosotros, los perros, lo somos a veces. Nos roban, nos ultrajan, nos pegan y nos matan, pero a veces tenemos un poco de orgullo. ¿La habéis visto, doctor?
Desde allí se oían los gritos de la desgraciada. Yo le contesté afirmativamente y él me dijo entonces que era su hermana y que estaba prometida a un vasallo de los mismos nobles, con el que se casó, aunque estaba enfermo y delicado, pero cuando hacía pocas semanas de su boda, uno de los dos nobles, que vio a su hermana, quiso hacerla suya y para lograr que su propio marido la convenciera de que consintiese en tal infamia, cogieron al desgraciado y lo uncieron a un carro y le obligaron a tirar de él. Luego, por la noche, lo pusieron de centinela para que acallara el canto de las ranas, a fin de que no turbasen el sueño de los señores. Y así, tirando de un carro de día y de noche cuidando de que las ranas no cantaran, el pobre hombre, un día en que le soltaron para que se fuera a comer, si encontraba qué, exhaló doce sollozos, uno por cada campanada del reloj y murió en los brazos de su esposa.
El moribundo se sostenía tan sólo por su deseo de referir aquel tremendo drama y continuó:
—Una vez muerto mi cuñado se apoderaron de mi pobre hermana. Yo lo supe y llevé la noticia a nuestro padre, cuyo corazón se quebrantó al oírla. Luego acompañé a mi hermana menor hasta un sitio donde no la encontrarán y en donde ya no será nunca más la vasalla de ese hombre. Hecho eso fui al encuentro de ese noble, y aunque soy un perro despreciable, empuñaba una espada… Pero, ¿dónde está la ventana? ¿No había una ventana? —preguntó— Me oyó mi hermana y acudió corriendo, pero le dije que no se acercara hasta que uno de los dos estuviera muerto. El raptor empezó tirándome algunas monedas y luego me pegó con su látigo, pero yo, a pesar de ser un perro y nada más le abofeteé hasta obligarle a sacar la espada. Puede romper ahora la que manchó con la sangre de un villano, pero lo cierto es que tuvo que desenvainarla para defender su vida.
El moribundo hizo una pausa y luego rogó:
—Incorporadme, doctor. ¿Dónde está ese hombre que no le veo? Volvedme el rostro hacia él, que quiero verle.
Hice lo que me pedía y él, entonces, encarándose con el hermano menor, gritó:
—Día llegará, marqués, en que será preciso dar cuenta de todas estas cosas y para entonces te emplazo a ti y a todos los de tu raza maldita para que respondáis de vuestros crímenes y como testimonio de ello te marco con esta cruz.
Llevó los dedos a su pecho y retirándolos mojados en sangre, trazó una cruz en el aire. Luego se quedó rígido y cayó muerto.
Cuando volví junto a la enferma, la encontré de la misma manera. Comprendí que podía continuar de igual modo por espacio de muchas horas, aunque no dudaba de que moriría. Repetí el medicamento y me senté a su lado hasta que la noche estuvo muy avanzada. La desgraciada seguía gritando las mismas palabras que antes.
Pasaron treinta y seis horas más, sin que variase su estado, hasta que el ataque empezó a ceder y se calló, quedándose como muerta.
Entonces fue cuando pude darme cuenta de que la pobre estaba encinta y eso me hizo perder las pocas esperanzas que tenía de salvarla.
En aquel momento entró en la estancia el marqués y me preguntó si había muerto.
Contesté negativamente, añadiendo que sin duda moriría muy pronto. El marqués se acercó a mí y en voz baja me indicó la conveniencia de que en cuanto hubiese terminado todo, yo olvidara aquellos hechos.
No le contesté fingiendo que estaba examinando a la enferma y al levantar los ojos me vi frente a frente de los dos hermanos. A partir de entonces y durante la semana que tardó en morir la desgraciada mujer, cuando iba a visitarla, siempre me encontraba con uno de los dos hermanos. Evidentemente estaban disgustados porque el menor hubiese tenido necesidad de desenvainar la espada contra un villano y hasta pude advertir que me miraban con poca simpatía, aunque, ostensiblemente, me trataban con la mayor cortesía.
Una noche murió la enferma, sin que me hubiera sido posible obtener noticias de ella acerca de su nombre o de las circunstancias en que se desarrollaron los hechos. Los dos hermanos me esperaban en la planta baja cuando me disponía a marcharme y me preguntaron si había muerto. Contesté que sí y ellos respiraron aliviados de un gran peso. Luego me pusieron en las manos un cartucho de monedas de oro, pero lo dejé sobre la mesa y me negué a aceptarlo; en vista de eso, me hicieron un grave saludo y se marcharon.
A la mañana siguiente llevaron a mi casa el mismo cartucho de monedas de oro. Mientras tanto, yo había decidido ya lo que debía hacer. Escribiría aquel mismo día al ministro, refiriéndole los dos casos en que había intervenido, pues aunque no ignoraba la influencia de que gozaban los nobles, quería dejar mi conciencia tranquila.
Había terminado casi la carta en cuestión, cuando recibí la visita de una señora joven, simpática y hermosa, que parecía estar muy agitada. Se presentó como esposa del marqués de Saint Evremonde; parece que tenía sospechas del suceso a que vengo refiriéndome, de la parte que en él tuvo su esposo y de mi intervención. Ignoraba que la pobre joven hubiese muerto y su propósito era acudir en su auxilio para alejar de su esposo la cólera de Dios. Tenía razones para creer que existía otra hermana más joven y manifestó deseos de protegerla, pero yo, además de asegurarle que, en efecto, existía, nada más pude decirle acerca de su paradero, porque lo ignoraba.
La pobre señora tenía muy buenos sentimientos y no era feliz en su matrimonio. Cuando la acompañé hasta su carruaje, vi a su hijito, niño de dos a tres años que la esperaba en el coche.
—Por amor de mi hijo —dijo entre lágrimas— he de reparar, en cuanto me sea posible, todo el mal que se ha hecho. Temo que mi hijo pague las culpas de su padre si yo no procuro hacer algún bien, y mi primer cuidado será hacer que mi hijo llegue a ser un hombre bueno y compasivo y que procure hacer todo el bien que pueda a esa hermana si es posible hallarla.
Se marchó y ya no la volví a ver. Luego sellé mi carta y no atreviéndome a confiarla a manos extrañas la llevé en persona a su destino.
Aquella noche, la última del año, hacia las nueve, llegó a mi casa un hombre vestido de negro, solicitando verme. Mi criado, Ernesto Defarge, lo introdujo a mi presencia.
—Un caso urgente en la calle de San Honorato —me dijo.
Tenía ya un carruaje dispuesto ante la puerta y en él me trajeron aquí, a mi tumba. A poca distancia de mi casa me amordazaron y me ataron los codos. De un rincón obscuro de la calle salieron el marqués y su hermano para identificarme. El marqués me mostró la carta que escribiera al ministro y la quemó con ayuda de una linterna que le ofrecieron. No me dijeron una palabra. Fui transportado aquí, y enterrado en vida.
Si Dios hubiese permitido que cualquiera de los dos hermanos me trajera noticias de mi esposa adorada, aunque no fuese más que para decirme si vive o ya ha muerto, creería que no los ha abandonado por completo. Pero ahora creo que la cruz de sangre que trazó aquel pobre muchacho ha sido fatal para ellos. Y a ellos y a sus descendientes, hasta el último de su raza, yo, Alejandro Manette, desgraciado preso, en esta noche, última del año …, los denuncio al cielo y a la tierra.