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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico

Historia de dos ciudades (ilustrado) (38 page)

La señora Defarge se dirigió hacia la puerta, pero la señorita Pross la cogió estrechamente por la cintura y en vano la tabernera luchó para soltarse. En vista de que no lo conseguía, empezó a arañar el rostro de su antagonista, pero la inglesa bajó la cabeza y siguió agarrada a ella con más tenacidad que una persona que se ahoga.

La tabernera quiso llevar la mano al cinto para coger el puñal, pero no le fue posible llegar allí, pues lo impedía uno de los brazos de la inglesa, y en vista de ello buscó en su pecho. Inmediatamente se dio cuenta la señorita Pross, y viendo lo que la tabernera sacaba, le dio un golpe, surgió un fogonazo, se oyó una detonación tremenda y, de pronto, se vio sola y rodeada de humo.

Todo eso ocurrió en un segundo. Se disipó el humo, llevado por una corriente de aire, como el alma de aquella terrible mujer, cuyo cuerpo yacía en el suelo sin vida.

De momento la señorita Pross, asustada, se disponía a salir a la escalera para pedir socorro, pero, pensándolo mejor, retrocedió e hizo un esfuerzo por tranquilizarse. Tomó su gorro y otras cosas que debía llevarse y luego cerró la puerta de la casa y se llevó la llave, Hecho esto se sentó en la escalera para recobrar el aliento y para llorar, y ya más calmada se apresuró a alejarse.

Por suerte llevaba un velo que le cubría el rostro y también por suerte para ella, era tan fea que no la desfiguraban los arañazos recibidos. Al pasar por el puente tiró la llave al río y pudo llegar a la catedral unos momentos antes de la hora señalada. Mientras esperaba empezó a temblar, temiendo que hubiesen pescado la llave con una red, que con ella hubiesen abierto la puerta del piso, descubriendo el cadáver que allí quedara.

Entonces la prenderían en la Barrera y la mandarían a la cárcel, acusada de asesinato. Cuando estaba más atemorizada por estas negras ideas, apareció el señor Roedor y la acompañó hasta el coche.

—¿Cómo es que no hay ruido alguno en la calle? —le preguntó.

—Hay el mismo ruido de siempre —replicó el señor Roedor mirándola sorprendido.

—No os oigo. ¿Qué decís? —exclamó la señorita Pross.

En vano Jeremías le repitió sus palabras, pues la señorita Pross no lo oyó y en vista de ello se resolvió a hablarle por señas.

—¿No hay ruido en las calles? —preguntó nuevamente la señorita Pross.

Jeremías movió afirmativamente la cabeza.

—Pues no lo oigo…

—¿Se ha quedado sorda en una hora? —se preguntó el señor Roedor extrañado—. ¿Qué le habrá sucedido?

—Sentí —dijo ella— un estampido tremendo. Esto fue lo último que oí.

—Pues si no oye el ruido de esas horribles carretas —se dijo el señor Roedor— opino que no volverá a oír nada más en este mundo.

Y en efecto, la señorita Pross se quedó sorda para siempre.

Capítulo XV

Los pasos se apagan para siempre

A
lo largo de las calles de París daban tumbos las carretas de la muerte. Seis de ellas llevaban la provisión de vino del día a la Guillotina. Las seis carretas parecían gigantescos arados que abrieran enormes surcos entre la gente que se apartaba a ambos lados para dejarles paso. Y tan acostumbrados estaban todos a semejante espectáculo, que era frecuente ver personas que no suspendían sus ocupaciones al paso de aquella triste comitiva.

Entre los que montan las carretas, en aquel último viaje, algunos observan las cosas que los rodean con mirada impasible, otros con el mayor interés. Algunos, sentados y con la cabeza entre las manos, parecen desesperados, y otros dirigen a la multitud miradas semejantes a las que han visto en teatros y en cuadros. Varios tienen los ojos cerrados y reflexionan o tratan de coordinar sus ideas. Solamente uno, de mísero aspecto, está tan trastornado por el terror, que va cantando y hasta trata de bailar. Pero nadie, con sus miradas o con sus gestos, apela a la compasión del pueblo.

Preceden a las carretas algunos guardias a caballo, y la gente les dirige preguntas que ellos contestan de la misma manera: señalando a la tercera carreta y a un hombre que, con la espalda apoyada en la parte posterior de la carreta y la cabeza inclinada, habla con una muchacha sentada en un lado que le coge la mano. Parece no importarle nada de lo que le rodea, pues sigue hablando con la jovencita. A veces se oyen algunos gritos contra él, pero en tales casos se limita a levantar la cabeza y a sonreír.

Ante una iglesia, esperando la llegada de las carretas, está el espía. Mira al primer vehículo y ve que no está. Mira al segundo y tampoco. Entonces se pregunta: «¿Me habrá engañado?», cuando al mirar a la tercera se tranquiliza.

—¿Quién es Evremonde? —le pregunta un hombre que está a su lado.

—Ese que va en la parte posterior de la tercera carreta.

—¿Ese a quien la muchacha le coge la mano?

—Sí.

—¡Muera Evremonde! —grita el hombre—. ¡A la Guillotina los aristócratas!

—¡Calla! —le dice tímidamente el espía—. Va a pagar sus culpas de una vez. Déjale morir en paz.

El hombre no le hace ningún caso y sigue gritando. Evremonde lo oye y al volverse vio al espía, lo mira atentamente y pasa de largo. A las tres en punto llegaban las carretas al lugar de la ejecución. La gente rodeaba el siniestro aparato, en torno del cual, y sentadas en primera fila, como si estuvieran en el teatro, había numerosas mujeres ocupadas en hacer calceta. Una de ellas era La Venganza, que miraba a todos lados en busca de su amiga.

—¡Teresa! —gritó con su voz más aguda—. ¿Quién ha visto a Teresa?

—Nunca había dejado de venir —dijo otra.

—¡Teresa! —repitió La Venganza.

—Grita más —le recomendó otra.

—¡Grita, Venganza, grita, porque por más que grites y aunque profieras alguna interjección malsonante Teresa no te oirá!

—¡Qué mala suerte! —exclama La Venganza pateando—. ¡Ya están aquí las carretas! ¡Evremonde será despachado sin que ella esté aquí!

Mientras tanto las carretas empezaban a dejar su carga.

Los ministros de la Santa Guillotina estaban vestidos y dispuestos. Se oyó un chasquido y en el acto una mano empuñó una cabeza que mostró al público; las calceteras apenas levantaron los ojos y se limitaron a exclamar a coro: «¡Una!».

Se vació la segunda carreta y se acercó la tercera. Nuevamente se repitió el chasquido y las mujeres contaron: «¡Dos!». Descendió el supuesto Evremonde e inmediatamente la costurera, que seguía estrechando entre las suyas la mano de su compañero, el cual colocó a la joven de espalda al mortífero aparato que funcionaba sin descanso. Ella le dirigió una mirada de agradecimiento.

—A no ser por ti, mi querido desconocido, no estaría yo tan tranquila, porque soy naturalmente medrosa, ni habría sido capaz de elevar mis pensamientos hacia Aquél que murió para darnos esperanza y consuelo. Creo que el Cielo te ha enviado a mi lado.

—O tú al mío —contestó Sydney Carton—. No apartes tu mirada de mí, querida hija mía, y no te ocupes de nada más.

—Así lo haré mientras estreche tu mano, y trataré de no pensar en nada más cuando la deje, si el golpe es rápido.

—Será rápido. No tengas miedo.

Los dos estaban confundidos con los demás condenados, pero hablaban como si estuvieran solos. Con las manos cogidas y los ojos fijos uno en otro, aquellos dos hijos de la Madre Universal, tan distintos, iban a emprender juntos el viaje eterno.

—Quisiera preguntarte una cosa —dijo ella.

—Pregunta lo que quieras, dulce hermana mía.

¿Crees que tendré que aguardar mucho la llegada de las personas que me son queridas, en el mundo mejor en que muy pronto nos hallaremos tú y yo?

—No, querida mía. Allí no existe el tiempo, ni se conocen los dolores o las pesadumbres.

—¡Cuánto me consuelan tus palabras! ¿He de besarte ahora? ¿Ha llegado el momento?

—Sí.

Ella lo besa en los labios y él la besa también. Solemnemente se bendicen una a otro y la mano de ella no tiembla cuando ha de soltar la de su amigo. La niña es la primera en acercarse a la Guillotina… y ya ha emprendido el viaje eterno. Las calceteras cuentan: «¡Veintidós!».

«Yo soy la Resurrección y la Vida; aquel que cree en Mí, aunque haya muerto vivirá; y el que vive y cree en Mí no morirá jamás».

Cae nuevamente la cuchilla y las calceteras cuentan: «¡Veintitrés!». Aquella noche, en la ciudad, dijeron que el rostro de aquel hombre fue el más tranquilo de cuantos habían visto en el mismo lugar. Muchos añadieron que su aspecto era sublime y profético.

Una de las más notables víctimas de la Guillotina, una mujer, solicitó, al pie del catafalco, que le permitieran consignar por escrito las ideas que le inspiraba. Si Carton hubiese podido consignar las suyas y éstas hubieran sido proféticas, habría escrito:

Veo a Barsad, a Cly, a Defarge, a La Venganza, a los jurados, al juez, a la larga fila de opresores de la humanidad, que se han alzado para destruir a los antiguos, caer bajo esta misma cuchilla, antes de que deje de emplearse en su actual función.

Veo las vidas de aquellos por quienes doy la mía, llenas de paz, útiles a sus semejantes, prósperas y felices, en aquella Inglaterra que no veré ya más. La veo a
ella
con un niño en su regazo, que lleva mi nombre. Veo a su padre, anciano y encorvado, pero con la mente despierta y útil a todos los hombres. Veo al bondadoso anciano, su amigo desde hace tantos años, enriqueciéndoles, dentro de diez más, con cuanto posee e ir tranquilo a recibir su recompensa.

Veo que en los corazones de todos ellos tengo un santuario, y también en los de sus descendientes, durante varias generaciones. La veo a
ella
, ya anciana, llorando por mí en el aniversario de este día. Veo a
ella
y a su marido, terminado ya su paso por el mundo, descansando uno al lado de otro en un lecho de tierra, y sé que cada uno de ellos no fue tan reverenciado como yo en el corazón del otro.

Veo que el niño que ella tenía en su regazo y que llevaba mi nombre es ya un hombre que con su talento se abre paso en la carrera que fue mía. Le veo alcanzar tantos éxitos, que mi nombre, ya limpio de las manchas que sobre él arrojé, se hace ilustre gracias a él. Le veo convertido en el más justo de los jueces, honrado por los hombres y educando a un niño de cabellos rubios, que también llevará mi nombre, al que referirá mi historia con alterada voz.

Esto que hago ahora, es mejor, mucho mejor que cuanto hice en la vida; y el descanso que voy a lograr es mucho más agradable que cuanto conocí anteriormente.

Ilustradores

Introducción

Doctor Manette, Mr. Lorry, Sydney Carton, Charles Darnay, and Lucie enjoy a light repast under the plane-tree. (Phiz)

Libro primero

«Jerry, say that my answer was, Recalled to Life». (Phiz)

She curtseyed to him… He made her another bow. (Barnard)

The Wine-shop (Barnard)

«What is this?» (Barnard)

«O, sir, at another time, you shall know my name». (Phiz)

Libro segundo

Messrs. Cruncher and Son (Barnard)

«How say you? Are they very like each other?» (Phiz)

«You have laid me under an obligation for life-in two senses». (Phiz)

The Lion and the Jackal (Barnard)

Smoothing her rich hair with as much pride as she could possibly have taken… (Barnard)

«Be a brave man, my Gaspard!» (Phiz)

He stooped a little, and with his tattered blue cap pointed under the carriage. (Barnard)

«Drive him fast to his tomb». (Barnard)

«Halloa!» said Mr. Stryver. «How do you do? I hope you are well!» (Phiz)

«There is a man who would give his life, to keep a life you love beside you!» (Barnard)

«Dead as mutton, and can’t be too dead. Have ’em out, there! Spies!» (Phiz)

He looked at no one present, and no one now looked at him; not even Madame Defarge, who had taken up her knitting. (Phiz)

«It is frightful, messieurs». (Barnard)

All the women knitted. (Barnard)

Still, the Doctor, with shaded forehead, beat his foot nervously on the ground. (Barnard)

There, with closed doors, and in a mysterious and guilty manner, Mr. Lorry hacked the shoemaker’s bench to pieces. (Phiz)

«Bring him out! Bring him to the lamp». (Phiz)

Dragged, and struck at, and stifled by the bunches of grass and straw that were thrust into his face by hundreds of hands. (Barnard)

Among the talkers, was Stryver, of the King’s Bench Bar. (Barnard)

Libro tercero

Some registers were lying open on a desk, and an officer of a coarse, dark aspect, presided over these. (Barnard)

«We have new laws, Evrémonde, and new offences». (Phiz)

The Grindstone (Barnard)

The Carmagnole (Barnard)

«You are again the prisoner of the Republic». (Phiz)

«Don’t call me Solomon. Do you want to be the death of me?» (Phiz)

Here, Mr. Lorry became aware, from where he sat, of a most remarkable goblin shadow on the wall. (Barnard)

The Trial of Evrémonde (Barnard)

«In my doleful cell in the Bastille». (Phiz)

«Twice, he put his hand to the wound in his breast, and with his forefinger drew a cross in the air». (Barnard)

He was drawn away. (Barnard)

«Shall I take her to a coach? I shall never feel her weight». (Phiz)

He spoke with a helpless look straying all around… (Barnard)

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