Authors: Kami García,Margaret Stohl
Tags: #Infantil y juvenil, #Fantástico, #Romántico
—No sé. Tal vez valdría la pena.
Me dio un puñetazo en el brazo, yo sonreí al techo. Sabía que tenía razón. Los únicos que aún parecían mantener controlados sus poderes eran los Íncubos. Ravenwood era un desastre, lo mismo que todos sus habitantes.
Pero eso no lo hacía más fácil. Necesitaba tocarla, igual que necesitaba respirar.
Escuché un maullido.
Lucille
estaba hecha un ovillo a los pies del colchón. Desde que había perdido su cama, usurpada por
Harlon James IV,
se había apropiado de la mía. Mi padre había vuelto a toda prisa de Charleston la noche del supuesto tornado, y había encontrado al perro de tía Prue al día siguiente, agazapado en un rincón del patio de la guardería. Una vez que
Harlon James
llegó a nuestra casa, no se diferenció demasiado de las Hermanas. Se hizo directamente un hogar en la cama de
Lucille,
robaba la cena de pollo de
Lucille
de su cuenco de porcelana, e incluso arañaba el tronco para gatos de
Lucille.
—Vamos, vamos,
Lucille.
Tú has vivido con ellas más tiempo que yo. —Pero daba igual. Mientras las Hermanas vivieran con nosotros,
Lucille
viviría conmigo.
Lena me dio un beso furtivo en la mejilla y se inclinó a un lado de la cama para hurgar en su bolso. Un viejo ejemplar de
Grandes esperanzas
se deslizó de él. Lo reconocí al momento.
—¿Qué es eso?
Lena lo recogió, evitando mis ojos.
—Se llama libro. —Sabía muy bien lo que preguntaba.
—¿Es el que encontraste en la caja de Sarafine? —Sabía de antemano que sí.
—Ethan, es sólo un libro. Leo miles de ellos.
—No es sólo un libro, L. ¿Qué está pasando?
Lena vaciló, y luego rebuscó entre las manoseadas páginas. Cuando encontró una con la esquina doblada, empezó a leer: «Y podré mirarla sin sentir compasión, viendo su castigo en la ruina en que se había convertido y en su profunda incapacidad para entender esta Tierra en la que había nacido…». Lena fijó la vista en el libro, como si escondiera respuestas que sólo ella podía ver. Ese párrafo estaba subrayado.
Sabía que Lena sentía curiosidad por su madre —no por Sarafine, sino por la mujer que habíamos descubierto en la visión—, la que le había mecido en sus brazos cuando era un bebé. Tal vez creía que el libro o la caja metálica con los objetos de su madre contenían la respuesta. Pero poco importaba lo que estuviera subrayado en un viejo ejemplar de Dickens.
Nada en esa caja estaba libre de la sangre de las manos de Sarafine.
Extendí el brazo y cogí el libro.
—Dámelo. —Antes de que Lena pudiera decir nada, mi dormitorio se desvaneció…
Había comenzado a llover, como si el cielo acompañara a Sarafine en cada lágrima que derramaba. Cuando alcanzó la mansión Eades, estaba empapada. Trepó por el enrejado blanco bajo la ventana de John y vaciló. Sacó de su bolsillo las gafas de sol que había robado de Winn-Dixie y se las puso antes de golpear suavemente en el cristal.
Demasiadas preguntas se agolpaban en su mente.
¿Qué iba a decirle a John? ¿Cómo podría hacerle entender que aún era la misma persona? ¿Podría un Caster de Luz seguir amándola ahora que era… así?
—
¿Izabel?
—
John estaba medio dormido, sus ojos oscuros mirándola fijamente
—.
¿Qué estás haciendo ahí fuera?
—
Tiró de su brazo antes de que pudiera contestar, y la arrastró dentro.
—
Yo… yo tenía que verte.
John estiró el brazo para encender la lámpara de su escritorio.
Sarafine le agarró la mano.
—
No. Déjala apagada. Despertarás a tus padres.
La miró detenidamente, sus ojos ajustándose a la oscuridad.
—
¿Te ha sucedido algo? ¿Te has hecho daño?
Ella estaba más allá del dolor, más allá de la esperanza, y no había forma de preparar a John para lo que estaba a punto de contarle. Él conocía a su familia y lo de la maldición. Pero Sarafine nunca le había contado a John la fecha real de su cumpleaños. Había inventado una fecha, una para la que aún faltaban algunos meses, para no preocuparle. Él ignoraba que esa noche era su Decimosexta Luna: la noche que había estado temiendo desde que podía recordar.
—
No quiero contártelo.
—
La voz de Sarafine se quebró mientras se tragaba las lágrimas.
John la estrechó en sus brazos, apoyando la barbilla sobre su cabeza.
—
Estás tan fría.
—
Sus manos frotaron los brazos de ella
—.
Te quiero. Puedes contarme lo que sea.
—
Esto no
—
susurró
—.
Todo se ha estropeado.
Sarafine recordó todos los planes que habían hecho. Ir juntos a la universidad, John el año próximo y Sarafine el siguiente. John quería estudiar ingeniería, y ella tenía pensado matricularse en literatura. Siempre había querido ser escritora. Después de graduarse, contraerían matrimonio.
Ahora no tenía sentido pensarlo. Nada de eso sucedería ya.
John la estrechó con más fuerza.
—
Izabel, me estás asustando. Nada puede arruinar lo que tenemos.
Sarafine le apartó y se quitó las gafas de sol, revelando los ojos dorados y amarillentos de un Caster Oscuro.
—
¿Estás seguro de eso?
Durante un segundo John se quedó mirándola.
—
¿Qué ha sucedido? No lo entiendo.
Ella sacudió la cabeza, sus lágrimas abrasando la helada piel de sus mejillas.
—
Era mi cumpleaños. Nunca te lo dije porque estaba segura de que sería Luminosa. No quería preocuparte. Pero a media noche…
Sarafine no podía terminar. Él adivinó lo que iba a decirle. Pudo leerlo en sus ojos.
—
Es un error. Tiene que serlo.
—
Hablaba más para sí misma que para John
—.
Sigo siendo la misma persona. Dicen que cuando te vuelves Oscura te sientes diferente, que olvidas a la gente que te importa. Pero yo no lo he hecho. Nunca lo haré.
—
Creo que sucede gradualmente…
—
La voz de John se desvaneció.
—
¡Puedo combatirlo! No quiero ser Oscura. Lo juro.
—
Era demasiado. Su madre dándole la espalda, su hermana llamándola, perder a John. Sarafine no podía soportar ningún desengaño más. Se desmoronó, su cuerpo hundiéndose en el suelo.
John se arrodilló a su lado, rodeándola con sus brazos.
—
No eres Oscura. No me importa de qué color sean tus ojos.
—
Nadie lo cree así. Mi madre ni siquiera me deja entrar en casa.
—
Sarafine se asfixiaba.
John la levantó.
—
Entonces nos marcharemos esta noche.
—
Cogió una bolsa de lona y empezó a meter ropa en ella.
—
¿Y a dónde vamos a ir?
—
No lo sé. Encontraremos algún sitio.
—
John cerró la bolsa y tomó su cara entre las manos, mirando en sus ojos dorados.
—
No importa. Mientras estemos juntos.
Habíamos vuelto a mi habitación, al brillante calor de la tarde. La visión se desvaneció, llevándose con ella a la chica que no se parecía en nada a Sarafine. El libro cayó al suelo.
El rostro de Lena estaba arrasado en lágrimas y, durante un segundo, fue igual a la chica de la visión.
—John Eades fue mi padre.
—¿Estás segura?
Asintió, secándose la cara con las manos.
—Nunca he visto una foto de él, pero la abuela me dijo su nombre. Parecía tan real… como si aún estuviera vivo. Y daba la impresión de que se querían. —Se agachó para recoger el libro por donde había caído, abierto, con la cubierta boca arriba, las desgastadas grietas de su lomo mostrando todas las veces que había sido leído.
—No lo toques, L.
Lena lo recogió.
—Ethan, he estado leyéndolo. Esto no había sucedido nunca. Creo que ha sido porque lo hemos tocado a la vez.
Abrió de nuevo el libro, y pude ver líneas oscuras donde alguien había subrayado y enmarcado frases enteras. Lena notó que estaba tratando de leer por encima de su hombro.
—Todo el libro está así, marcado como una especie de mapa. Sólo desearía saber adónde lleva.
—Ya sabes adónde lleva. —Ambos lo sabíamos. A Abraham y al Fuego Oscuro, la Frontera, la oscuridad y la muerte.
Lena no apartó los ojos del libro.
—Esta frase es mi favorita: «He sido doblegada y rota, pero espero que haya sido para mejor».
Ambos habíamos sido doblegados y rotos por Sarafine.
¿Y como resultado nos sentíamos mejor? ¿Estaba mejor ahora como consecuencia de lo que había pasado? ¿Lo estaba Lena?
Pensé en la tía Prue postrada en una cama de hospital, y en Marian buscando entre las cajas de libros quemados, documentos calcinados, y fotografías empapadas. Toda una vida de trabajo destruida.
¿Qué pasaría si la gente a la que amábamos se doblegaba hasta romperse quedándose sin forma alguna?
Tenía que encontrar a John Breed antes de que estuvieran demasiado rotos para poder recomponerse.
A
l día siguiente, tía Grace encontró el lugar donde tía Mercy escondía su helado de café en el congelador. Al otro, tía Mercy descubrió que tía Grace se lo había estado comiendo, y cogió una rabieta de grado tres. El día después de ese día, jugué al Intelect
[4]
con las absurdas palabras de las Hermanas toda la tarde, hasta que me encontré tan machacado que no cuestioné TUGANAS como una única palabra, ALGODÓN como verbo, DERROTANDO como adjetivo, ni SINDE como la fórmula larga de sí.
Estaba acabado.
Sin embargo, había una persona que no estaba allí. Una persona que olía a cobre, sal y salsa de jamón al whisky. Una persona que hubiera podido sacar las fichas para deletrear MALDITO LOCO —cuando ella era lo más alejado de uno—. Una persona que podía dibujar a mano un mapa de la mayoría de los Túneles Caster del sur.
Al cabo de unos días, no pude soportarlo más. Así que cuando Lena insistió en ir a ver a la tía Prue, no me negué. La verdad era que quería verla. No estaba seguro de cómo se encontraría la tía Prue. ¿Parecería como si estuviera durmiendo, igual que cuando se amodorraba en el sofá? ¿O tendría el aspecto de cuando se la llevaron en la ambulancia? No había forma de saberlo, y me sentía culpable y asustado.
Pero, sobre todo, no quería sentirme solo.
La Residencia del Condado era un centro de rehabilitación, una mezcla entre un asilo y un lugar donde recuperarte tras un fuerte accidente con tu todoterreno, o cuando estampabas tu bicicleta de trial contra un camión y te dabas de costado con el enorme remolque. Algunos piensan que si eso sucede te ha tocado la lotería, ya que se puede sacar un montón de dinero si el camión adecuado te golpea. Pero también puedes terminar muerto. O las dos cosas, como en el caso de Deacon Harrigan, que terminó con la lápida más bonita del pueblo mientras su mujer y sus hijos conseguían una nueva fachada, una cama elástica para su jardín y salían a comer a Applebee en Sumerville cinco noches a la semana. Carlton Eaton se lo contó a la señora Lincoln, quien a su vez se lo contó a Link, que me lo contó a mí. Los cheques llegaban puntualmente cada mes, con lluvia o con sol, directamente del Capitolio, en Columbia. En todo caso, eso es lo que recibes cuando el camión de la basura te atropella.
Caminar por el interior de la Residencia del Condado no me hizo pensar que la tía Prue tuviera suerte. Ni siquiera la extraña y súbita quietud y el aire acondicionado del hospital me hicieron sentir mejor. Todo en ese lugar olía a algo empalagosamente dulce, como si el aire estuviera impregnado. Algo malo intentando oler como algo bueno.
Y lo que era aún peor, el vestíbulo, los pasillos y el perforado techo con aspecto de queso gruyer estaban pintados del tono melocotón de Gatlin. Como si un surtido de ensaladas de queso fresco aderezadas con salsa mil islas se hubiera estampado contra el techo.
O tal vez una salsa francesa.
Lena estaba tratando de animarme.
¿Sí? En cualquier caso me dan ganas de vomitar.
Está bien, Ethan. Tal vez la cosa mejore una vez que la hayamos visto.
¿Y qué pasa si empeora?
Empeoró aproximadamente un par de metros después. Bobby Murphy levantó la vista de su mostrador. La última vez que le había visto estaba en el equipo de baloncesto conmigo, tomándome el pelo por haber sido rechazado en ese baile en el que pasé de ser el Ethan-Enamorado al Anti-Ethan de Emily Asher. Aunque debo reconocer que permití que lo hiciera. Había sido base del equipo durante tres años, y nadie se metía con él. Ahora Bobby estaba sentado detrás del mostrador de recepción con un uniforme color melocotón y ya no parecía tan duro. Tampoco parecía demasiado contento de verme. Probablemente no ayudaba demasiado el que en su placa de identificación pusiera BOOBY.
—Hola, Bobby. Creía que estabas en la Universidad de Summerville.
—Ethan Wate. Aquí estás tú, y aquí estoy yo. No sé por cuál de los dos sentir más pena. —Sus ojos se posaron sobre Lena, pero no la saludó. Sería charlar por charlar y no me cabía duda de que ya estaría al corriente de las últimas noticias, incluso en este lugar apartado de la Residencia del Condado, donde la mitad de la gente no podía emitir palabra.
Traté de reírme, pero sonó más bien como una tos, y el silencio se instaló entre nosotros.
—Bueno, en todo caso, ya era hora de que te dejaras caer por aquí. Tu tía Prudence ha estado preguntando por ti. —Sonrió, empujando una carpeta a lo largo del mostrador.
—¿En serio? —Durante un minuto me quedé paralizado, aunque tendría que haber estado preparado.
—No. Sólo te tomaba el pelo. Vamos, entrégame tu póliza del seguro y podrás dirigirte hacia el jardín.
—¿El jardín? —Le devolví la carpeta.
—Claro. Ahí fuera, en la parte de atrás del ala de residentes. Donde cultivamos los buenos vegetales. —Sonrió, y lo recordé de nuevo en el vestuario.
Sé un hombre, Wate. ¿Has permitido que una falda de primer curso te dé calabazas? Nos estás haciendo quedar mal a todos.