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Authors: Anselm Audley

Tags: #Fantástico

Herejía (8 page)

—Los marinos son gente supersticiosa y mucho más tendente a la exageración que el resto —advertí comentando sus palabras—. Me imagino que el menos sagaz de los mercaderes dudaría al oír semejante historia y se preguntaría cómo pudo el Lion sobrevivir al ataque de tres mantas, por no decir al de diez.

—Quizá; no lo sé con certeza —respondió Sarhaddon con los ojos clavados en la distancia, en el mar indómito—. Pero ya has visto cómo comienzan las historias... y los mitos. Quizá en unos cincuenta años Xasan y su tripulación se conviertan en heroicas luminarias que lucharon audazmente en una lejana batalla contra las hordas del demonio hasta que Ranthas envió un rayo desde el cielo para salvarlos. O algo por el estilo. Quizá sean considerados profetas de Ranthas y alguien invente una profecía de Xasan. Ése es un error en el que también incurre el Dominio. Nosotros elaboramos profecías, ¿lo sabias? Cualquier magus que comienza a profetizar es inmediatamente encerrado y se toma nota de sus palabras, que luego son alteradas para adecuarlas a los planes del Dominio. Por eso tantas profecías dicen <>. Algunos magos inventan incluso sus <

—¿Los zelotes no desaprueban esa actitud?

—Ellos nunca desaprueban nada que les ofrezca una excusa para atrapar más herejes. Están interesados en la pureza de la fe de Ranthas, no cabe duda, pero sólo pretenden interesarse por el Dominio en si mismo una vez que hayan sido aniquilados todos los herejes. Lachazzar es diferente: piensa que primero es necesario poner la casa en orden, pero lo cierto es que está verdaderamente en el lado de los lunáticos.

—Pintas un cuadro muy crudo del Dominio —observé con los ojos puestos en Sarhaddon, cuyo perfil interrogaba todavía la lejanía.

El monaguillo caía con frecuencia en esos estados de profunda meditación. Era entonces cuando podía comprender cómo era el realmente: un soñador —a esa conclusión había llegado hacia dos días—, un soñador con sólo uno de los pies sobre la tierra.

—Parece que es así. Lo único que espero es poder cambiar las cosas, promover algunos cambios y llevar algo del misticismo que ha Ido perdiéndose con el tiempo. Y eso sin asesinar a miles de personas, que es como preferiría hacerla Lachazzar.

La voz de Sarhaddon adquiría un tono cada vez más soporífero, que arrullaba los sentidos. Hice un esfuerzo consciente por sacudirme esa sensación de pereza a la que había sido inducido y sentir nuevamente el movimiento de la nave y el correr del agua bajo el casco.

—¿Crees que podrás hacerlo? —pregunté, sin la intención de perturbar la calma de Sarhaddon.

—Si puedo ascender lo suficiente, quizá tenga la oportunidad de reformar la ciudad. Como primado, podría convertir el Dominio en lo que debería ser, una organización para la adoración de Ranthas y la educación de los hombres.

Tras una larga pausa, Sarhaddon giró la cabeza y sus ojos abandonaron la contemplación del horizonte. Los maridos estaban sentados formando pequeños grupos a nuestro alrededor, jugando a las cartas. Apostaban con fichas de madera, ya que o bien ya habían gastado sus salarios O éstos estaban en manos de Bomar. El capitán roncaba, recostado sobre un montón de lonas bajo uno de los toldos de la parte delantera de cubierta. Sólo el timonel y algún otro marinero estaban en su puesto, además de tres hombres encargados de otear desde lo alto de la atalaya y que se turnaban a intervalos breves y regulares.

—¿Qué piensas entonces acerca de la manta negra, Cathan? —me dijo Sarhaddon—. ¿A quién pertenece?, ¿a criaturas de la noche, renegados de Pharassa, agentes thetianos, asesinos de Mons Ferranis o fanáticos del Dominio? No has dicho mucho sobre lo que piensas, sólo has formulado preguntas.

—Eso se debe a que te has estado resolviendo el problema en mi lugar. Yo llevaba puesta sólo una túnica y sin embargo sentía un calor sofocante. Bebí un trago del jugo de limón diluido que se bebía para combatir la sed a bordo. —Sólo especulaba —sostuvo el monaguillo.

—Sabes mucho más que yo sobre la manera en que funciona el mundo —proseguí—. Esa misteriosa enemistad entre Mons Ferranis y Cambress no es un tema de conversación, frecuente en Lepidor. Casi no hemos oído nada al respecto. —¿Por qué deberíais haberlo oído? Son asuntos de alta política que suceden en el otro lado del mundo. Luego te explicaré de qué se trata; hacerla requiere tener la mente despejada, algo difícil de conseguir con este calor.

Sarhaddon se volvió dándome la espalda.

—Tú sigue con tus meditaciones —agregué—. Te escucharé hasta ser capaz de hallar un motivo por lo que alguien pudiese querer atacar a una manta cambresiana en medio de la noche y luego huir del lugar.

—¡Es inútil! —Sarhaddon extendió las manos en un gesto de desesperación—. ¿Es que tu cerebro vegetó durante el tiempo que viviste en palacio?

Durante la noche y el día siguiente, Bomar presionó a sus hombres hasta el límite, consiguiendo anclar tres o cuatro horas antes del ocaso en el puerto del pequeño asentamiento de Korhas, una población tribal amiga dedicada a la pesca. Por la mañana, el líder local, que al igual que el resto de los habitantes era claramente tribal, se acercó a damos la bienvenida. Bomar se disculpó por nuestra demora en llegar, pero, algo bastante curioso, no percibí en el líder local ninguna reacción de horror o miedo cuando recibió la noticia de la manta negra. Apenas asintió sabiamente con su vieja y arrugada cabeza, trocó algunas frutas y víveres a cambio de un pequeño cargamento de Bomar y nos deseó que tuviésemos un buen viaje.

No nos enfrentamos a problemas de ningún tipo durante la siguiente noche y, a la mañana del cuarto día después de dejar Kula, nuestra séptima jornada fuera de Lepidor, rodeamos la isla de Vextar y divisamos Pharassa.

CAPITULO IV

La ciudad, conocida como la Joya del Norte, fue edificada en una enorme isla a unos pocos cientos de metros de la costa continental. Por encima del nivel del mar podían verse varias casas blancas con columnas y pórticos, y otras sobre las laderas de la colina central, de apariencia cada vez más rica y opulenta a medida que se ascendía. Todas contaban con jardines en la azotea, de un verde casi infamante que humillaría a sus equivalentes de Kula y Lepidor. En muchos jardines, las banderas exhibían los emblemas de sus propietarios. En el llano sobre el extremo oriental de la isla se elevaba un monumental zigurat que rivalizaba en altura con la colina (medía casi setenta metros desde la base) y empequeñecía todo lo que lo rodeaba. Lo coronaban dos santuarios idénticos, que despedían hacia el azul del cielo sutiles columnas de humo rosado.

En la parte posterior de la isla pude distinguir un vasto complejo de muelles y embarcaderos, incluyendo un astillero con espacio suficiente para construir arcas y que albergaba a cientos de buques; pude observar sus mástiles incluso estando todavía a gran distancia. Entrando o dejando el puerto, había muchos más buques de los que solían visitar Lepidor en seis meses. Todas las maniobras se hacían bajo la atenta mirada de dos escuadrones de seis galeras en las que ondeaban los estandartes del delfín imperial.

Y sin embargo, de creer en lo que se contaba, la vasta metrópolis que brillaba ante nosotros bajo los rayos del sol no era ni la mitad de grande que Taneth del Delta.

En la entrada al puerto de superficie de Pharassa fuimos recibidos por un buque remolcador tripulado por marinos con gruesas túnicas verdes. El remolcador era idéntico a sus equivalentes de Lepidor y Kula, lo que no resultaba nada sorprendente; después de todo, los tres hablan sido construidos en el mismo astillero y siguiendo las mismas instrucciones.

El oficial a cargo del remolcador saludó a Bomar y le gritó que lanzara sus amarras de remolque. Bomar hizo lo propio y pronto fuimos guiados a lo largo del puerro. Me impresionó la similitud con el puerro de Kula; el de Pharassa contaba también con una ensenada formada entre la isla y la costa. La única diferencia era la escala: el puerro de Pharassa cubría cientos de metros de costa de la ciudad y llegaba bastante tierra adentro. Los muelles se sucedían a lo largo de la costa, cada uno con capacidad para cinco o seis naves y, junto a los embarcaderos, había decenas y decenas de astilleros.

A unos metros de los muelles llamó mi atención un inmenso edificio piramidal que se elevaba unas seis o siete plantas sobre el nivel del mar, con balcones extendiéndose en todos sus muros. Era el Comando Imperial Naval de Océanus y el centro de operaciones de la marina del clan de Pharassa, que estaba rodeado de navíos morados de línea y fragatas de la flota de superficie. Había efectuado un recorrido por el complejo la última vez que había estado allí y recordaba mi sobrecogimiento ante el tamaño de algunos de los buques, así como ante los túneles y cavernas bajo la isla que proveían de espacio para atracar la flota y conectaban los cuarteles centrales militares con los muelles submarinos en el otro extremo de la isla. Los muelles de Pharassa habían sido construidos varios silos antes de la caída del imperio de Thetia, incluso siglos antes del Tuonetar. Ahora albergaban al más grande de los escuadrones imperiales, incluso fuera de Thetia: durante mi última estancia tenia veintiocho naves de línea, diecinueve fragatas, numerosos barcos pequeños y veintiuna mantas.

A medida que el buque remolque nos conducía rumbo a la masa de embarcaciones atracadas desvié mi atención de la pirámide. Había desde pequeñas barcazas no mayores que los buques de remolque hasta navíos inmensos, como los de la Casa Mercante, de casco blanco y seis colosales mástiles que superaban en altura incluso a la pirámide.

—Aquél es de Taneth —dijo Bomar cuando pasamos junto a una gran embarcación con bandera negra, verde y roja flameando con la brisa en lo alto del mástil. Dos remolcadores impulsados por madera marina lo empujaban serenamente por las aguas mientras Otros buques se apartaban cediéndole el paso. Su capitán, vestido con una lujosa túnica azul, se mostraba altivo de pie en la popa. —y ese pavo real que se ve en cubierta —prosiguió Bomar debe de ser el capitán, ni siquiera es un integrante de la familia. Eso os dará una idea de lo ricos que son aquí.

El olor del puerto volvía a invadirlo todo y era aún más intenso que en Kula. Por detrás del alboroto de gritos y de buques descargando sus mercancías pude distinguir el martilleo en los astilleros del muelle militar, junto al sonido del metal chocando contra el metal. Dos navíos mercantes de tamaño mediano pasaron a nuestro lado, remolcados hacia mar abierto a sólo unos centímetros uno del otro. Sus capitanes parecían estar discutiendo ferozmente a través del estrecho margen de agua que los separaba, mientras los integrantes de sus tripulaciones los miraban con interés desde fardos de ropas descoloridas amontonados en cubierta.

Otro buque, un galeón oceánico de cinco mástiles con la bandera anaranjada y amarilla de la Casa Mercante, se interpuso en nuestro camino, lo que motivó que el capitán del remolcador le lanzara una andanada de improperios. Tras casi un minuto de discusión, el capitán del galeón se dignó mirar hacía el lado y, con frialdad, se disculpó por cualquier inconveniente que pudiese haber ocasionado. Aquél, según Bomar, era otro barco de Taneth, perteneciente a la familia Foryth.

Por fin, el Parasur se metió en un amarradero y se colocó entre otros dos navíos de cabotaje similar. Uno estaba prácticamente vacío (sin duda su tripulación estaba disfrutando de las delicias de Pharassa). El otro estaba cargando mercancías y se oían tacos por todas partes. Su capitán saludó con simpatía a Bomar; se me ocurrió que debían de conocerse.

Una vez que el Parasur estuvo amarrado, Bomar caminó hacia la parte central del buque, donde estábamos Sarhaddon y yo. Suall y los demás guardias volvían a cargar con los bultos.

—Habéis sido buenos pasajeros —nos dijo Bomar—. Te deseo lo mejor en Taneth, Cathan, y que Ranthas te sonría. En mi viaje de regreso espero poder llevarle a tu padre, el conde, buenas noticias para Lepidor. También a ti te deseo lo mejor en la Ciudad Sagrada, Sarhaddon.

Nos miró descender por la escalerilla y luego volvió a interesarse en sus asuntos. Yo eché una última mirada al Parasur. No había sido un mal viaje, después de todo. De hecho, reflexioné, había sido interesante. Especialmente cuando nos detuvimos en Kula con los cambresianos.

Entonces Sarhaddon me dio un empujoncito en el hombro y comenzamos a caminar por los muelles.

—¿Adónde nos dirigimos? —pregunté.

—Primero, al puerto militar. La flota administra el servicio de transporte regular más rápido desde aquí hasta Taneth, pues lleva entre sus pasajeros a mensajeros del gobierno y embajadores. El pasaje no cuesta nada para personas de alto rango como tú, y yo puedo fingir ser uno de los miembros de tu séquito. Al fin y al cabo, si la manta mensajera no parte hoy, tendremos que decidir dónde pasaremos la noche. ¿Qué sabes del cónsul local de Lepidor?

—Podríamos probar con él-respondí—, pero es un sujeto al que no puedo soportar. Es demasiado parecido a un cocodrilo al acecho entre los juncos. Mi padre consigue tolerarlo, pero yo preferiría incluso dormir en una pescadería.

—Puedo entenderlo. Bien, eso nos deja tres opciones. Las mantas parten con intervalos de seis días, por lo que ruego que no debamos esperar demasiado. Una semana de retraso podría significar para nosotros perdemos el Consejo de Aquasilva y, para entonces, tu padre ya estará de camino a casa. Pero, a menos que seamos lo suficientemente afortunados para conseguir una nave esta misma tarde, podríamos alojamos en el palacio, en el templo o en una posada. No te recomendaría la tercera opción: nuestros escasos fondos no nos permiten alojamos en un sitio relativamente seguro y, aunque es posible que te hayas entrenado en las artes del combate, aquí hay quienes tienen más de treinta años de experiencia.

—¿Qué ventajas tendría dirigirse al templo?

—Es un sitio verdaderamente lujoso y gratuito y allí podrías aprender mucho más acerca del Dominio. Mira, ya hemos llegado al puerto militar.

Caminábamos ahora entre la ciudad y los muros que rodeaban la base de la armada. Pude ver la cabeza de los centinelas de guardia sobresaliendo de los parapetos y las bocas de dos cañones móviles. Unos pocos metros más adelante, una numerosa línea de carros de madera orientados en la dirección contraria a la nuestra se dirigían hacia el portón de los astilleros militares. Allí los revisaban Un grupo de hombres con pecheras de plata, cascos coronados con plumas y espadas bien enfundadas.

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