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Authors: Anselm Audley

Tags: #Fantástico

Herejía

 

Aquasilva es un planeta de mares inmensos y poca tierra emergida, que sufre constantemente el embate de catastróficas tormentas, de modo que todas las poblaciones han de estar amuralladas y dependen de la magia del fuego para protegerse. La sociedad se halla dividida en clanes y ciudades rivales, aunque comparten la religión impuesta por el Dominio, la Iglesia de Rathan, que, a través de sus fanáticos sacerdotes y monjes guerreros, mantiene un poder tiránico mediante el asesinato sistemático de cualquier disidente.

En la isla de Lepidor, Cathan, hijo del conde, descubre una mina de hierro (el material más apreciado en Aquasilva), y parte hacia la ciudad de Taneth en busca de su padre para darle la buena noticia. Una vez ahí, se verá inmerso en las intrigas políticas y conspiraciones religiosas, para acabar descubriendo que posee una magia extraordinaria y que, aun involuntariamente, se yergue como la única esperanza para acabar con la tiranía del Dominio.

ANSELM AUDLEY

Herejía

Trilogía de Aquasilva I

ePUB v1.1

OZN
19.03.11

Titulo original: Heresy Book One of The Aquasilva Trilogy

Titulo traducido: Herejía

Autor: © Anselm Audley, 2001

Traductor: Martín Arias, 2004

ISBN: 84-450-7503-9

Editorial: Minotauro

A mis padres

Agradecimientos

Escribir Aquasilva ha sido una empresa de largo aliento, y debo agradecer a todos los que me ayudaron a culminarla en sus diversas etapas y han evitado que enloqueciese en el intento: mis padres y mi hermana Eloise; el doctor Garstin, Naomi Harries, Gent Koço, Polly Mackwood, Olly Marshall, John Morrice, John Roe, Tim Shephard y Poppy Thomas. Mi agradecimiento especial a James Hale, el mejor agente que uno podría desear.

ANSELM AUDLEY

Primera Parte
CAPITULO I

¡Hierro! ¡Hierro!

El grito atravesó el bosque desde el gentío hacia el que cabalgaba, junto al acceso a las minas de piedras preciosas. Las aves posadas en las ramas de los cedros lanzaron estridentes chillidos y alzaron el vuelo. Apuré a los caballos; las ruedas del carro dispersaban a mi paso finas nubes de polvo. Luego tiré de las riendas y detuve el carro donde el camino hacia un abrupto recodo rodeando un árbol.

Frente a mi, los árboles dejaban paso a la hierba, que se extendía por la pendiente de las colinas. A la derecha estaba, con sus torres de vigilancia desiertas, el muro de piedra que marcaba la entrada a las minas de piedras preciosas. Alcancé a ver un corrillo de gente en la entrada, donde los portales estaban totalmente abiertos. ¿Qué estaban haciendo allí? ¿Había sucedido un accidente? ¿Seria un motín? Era lo único que faltaba.

Me reconocieron mientras disminuía la marcha del carro en los yermos terrenos que rodean a las minas. Detuve el carro a pocos metros de ellos.

Un hombre de elevada estatura, uno de los pocos que vestían ropas propiamente dichas y no las túnicas de los trabajadores, se abrió paso entre la multitud y se acercó a mi con expresión de gran entusiasmo. No era, por tanto, ni un motín ni un accidente.

—Vizconde Cathan, es una suerte que hayas llegado; quizá Ranthas te acompañe.

Llevaba una barba muy pequeña y su aceitoso cabello estaba cubierto de polvo. Tenía el rostro flaco y demacrado, con los ojos hundidos pero brillantes como los de los demás.

—¿Qué significa toda esta conmoción, Maal? —le pregunté.— ¿Qué cosa tan extraordinaria ha sucedido que justifique interrumpir el trabajo cuando el buque puede llegar al puerto de un momento a otro?

De un momento a otro, siempre y cuando la tormenta coriolis que agitaba el océano se disipase pronto. Era la segunda en el mes, y el buque ya venía con demora.

—¡Amo, hemos encontrado hierro! ¡El sacerdote de Ranthas que ofreció cooperar con nosotros en nuestras labores mineras ha descubierto un inmenso depósito de mineral de hierro!

En principio casi me resistí a creerle. ¿Hierro? ¿Habíamos estado durante todos estos duros meses trabajando sobre uno de los yacimientos más valiosos sin tener idea de ello? El hierro escaseaba en Aquasilva; las islas flotantes sencillamente no conseguían cantidades suficientes de ese mineral para cubrir la demanda de las fundiciones de acero y, en definitiva, de los ejércitos del continente. Después de la madera combustible y sus derivados, el hierro era el más cotizado de los materiales en bruto.

—¿Estáis seguros? —pregunté manteniendo una expresión impasible. No deseaba delatar demasiado entusiasmo frente a mis trabajadores.

Por respuesta, Maal llamó a alguien de entre la muchedumbre. No había tanta gente como yo había pensado en un primer momento; sólo había entre doce y quince personas, sobre todo supervisores y capataces. Un sujeto del fondo le arrojó a Maal un trozo de roca por encima de su cabeza. Maal lo atrapó con destreza y me lo acercó.

Uno de los caballos relinchó cuando cogí la roca en mis manos y observé el revés, en el que destacaban los cristales grisáceos. —¿Podrá ser extraído?

—El sacerdote cree que si. Se encuentra en la mina con Haaluk. —Que alguien venga a coger las riendas —dije.

Uno de los hombres vino a hacerla y descendí de mi carro. —Llévame a donde está el sacerdote —le pedí a Maal—, y que el resto de los presentes reinicie su trabajo.

Se apartaron a mi paso y Maal me guió hasta el cercado. Había dos edificios a un lado y unas zanjas abiertas al otro. Frente a nosotros se abría la fosa negra de la entrada a la mina. No me agradaba demasiado entrar allí —odio las cuevas— pero se trataba de una ocasión importante, así que intenté evitar el pensamiento de estar bajo tierra. Esa mina de piedras preciosas constituía el principal motivo de la existencia del clan Lepidor, el más septentrional de los quince clanes del continente de Océanus y, por un pequeño margen, el clan situado más al norte de entre todos los clanes continentales del mundo. No había existido ninguna ciudad aquí desde la guerra de Tuonetar, pero hace ciento cincuenta y ocho años un equipo de buscadores descubrió vetas de piedras preciosas y, poco después, un grupo de refugiados de Océanus y del Archipiélago se instaló en el lugar y fundó un nuevo clan.

En realidad, fuimos bastante afortunados, ya que en las cercanías hay ricas zonas de pesca y las montañas ofrecen más cobijo que el usual frente a las tormentas y permiten que crezca un exuberante bosque junto a la costa. Estoy muy satisfecho de todas estas condiciones, que hacen del territorio de Lepidor un sitio menos desolado que las tierras de los clanes más australes, demasiado expuestas para que crezcan los árboles y, por lo tanto, mucho menos gratas de habitar.

Mi familia ha estado en el poder desde la fundación, después de que cierto antepasado lejano realizó una acción extraordinaria en beneficio de la ciudad y las demás familias lo eligieron líder por unanimidad. Al menos, eso decía la historia oficial. A mi me sonaba por lo menos dudosa y me imaginaba que la realidad debía de haber sido bastante menos honorable. Pero ésa era la historia por entonces, y mi padre, el conde Elníbal II, era conocido como uno de los más destacados entre los quince condes de Océanus.

En aquel momento nos preocupaba la pronunciada caída del precio de las piedras preciosas, que había descendido cada vez más en los últimos años. Como consecuencia, la mina proporcionaba menos beneficios y, en los meses más recientes, el conde y los mercaderes discutían por el precio. No hay duda de que podríamos sobrevivir sin la mina: junto a la costa existían tierras fértiles y extensos cotos de caza y pesca. Asimismo, los bosques cubrirían nuestras necesidades de madera y nos permitirían incluso llevar a cabo exportaciones.

Pero sin las piedras preciosas no existía nada de valor con qué comerciar, y así el clan Lepidor degeneraría progresivamente hasta convertirse en una comunidad agrícola, sin el mérito suficiente para ser considerada un clan. Y como yo no deseaba heredar una comunidad agrícola ni ser testigo de la desaparición de las riquezas del clan, el futuro me preocupaba igual o más que al resto.

Hasta ahora. Repentinamente, mi cabeza se había colmado de proyectos. Si había allí hierro suficiente y podía ser explotado, volveríamos a ser ricos tan pronto como el primer cargamento se vendiese en los mercados de Pharassa, la capital de Océanus Quizá podríamos incluso firmar un contrato con una gran familia para transportarlo a través del océano hasta Taneth, la capital del comercio de Aquasilva. Se trataba de una larga travesía y era consciente de los riesgos que implicaba, pero allí el precio del hierro podía ser mucho más elevado.

Me agache ante las vigas de madera del techo de la entrada a la mina y me sumergí en el túnel, apenas iluminado por tres antorchas de madera. Hacia el fondo, a poca distancia, alcancé a oír dos voces.

— ... yacimiento se extiende cientos de metros, te lo aseguro.

—Conozco la roca de este sitio, dómine, yeso es imposible. La voz del capataz de la mina, Haaluk-Itti, era mucho más gruesa y vulgar que los tonos suaves y modulados del sacerdote de Ranthas. Haaluk llevaba dos años exiliado de Mons Ferranis, tras haber protagonizado una disputa con un mercader, y debería pasar aún otro año supervisando las minas de Lepidor antes de que nos dejase para regresar a su tierra. Todos lo lamentaríamos mucho; pese a su agrio carácter era un capataz eficiente.

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