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Authors: Antonio Dal Masetto

Tags: #Novela

Hay unos tipos abajo (8 page)

Esta vez Ana no le contestó. Pablo saludó al encargado que seguía en la ventanilla y se fue.

Ahora, mientras se acercaba a la esquina de Reconquista, sintió urgencia por comprobar con sus propios ojos que todo seguía igual. En efecto, los tipos estaban en el mismo sitio, más o menos en la misma postura, hablando. Pasó y una vez más tuvo que caminar dándoles la espalda. Le pareció que no llegaba nunca al edificio. Cuando lo alcanzó tuvo la sensación de que en los últimos dos días no había hecho otra cosa que entrar y salir por esa puerta.

Subió corriendo y llegó arriba sin aire. El departamento de Carmen seguía abierto. Carmen y Ana lo estaban esperando junto a la ventana.

—¿Ahora pasó algo? —preguntó mientras se les acercaba.

—Igual que antes. Ni siquiera se movieron. Pasaste y como si nada —dijo Carmen.

—Hijos de puta —dijo Pablo mirando hacia la calle.

En ese momento en la esquina aparecieron otros dos tipos, intercambiaron unas palabras entre los cuatro, los anteriores se marcharon y quedaron los recién llegados.

—Debe ser el relevo —dijo Carmen.

—Hijos de puta —repitió Pablo—. ¿Ya habías visto el relevo antes?

—Es la primera vez. No creo que éstos se queden mucho tiempo —dijo Carmen.

—¿Por qué?

—Cuando se acerque la hora del partido irán a verlo a alguna parte.

Carmen fue a sentarse en un sillón, junto a una mesita ratona sobre la que había un mazo de cartas. Levantó la botella de licor y la mostró:

—¿Alguien se sirve un poco?

Pablo dijo que no. Ana no le contestó.

—Yo sí quiero —dijo Carmen y se llenó la copita.

También Ana se apartó de la ventana y fue a sentarse en una silla, frente a Carmen. Miraba el piso, estaba pálida. A Pablo le pareció que las rodillas de Ana temblaban. Se las había rodeado con las manos como si quisiera controlarlas. Pablo se le acercó por detrás y estuvo a punto de ponerle una mano en el hombro y hablarle. Pero no se le ocurrió nada. Regresó a la ventana.

—Hijos de puta —murmuró por tercera vez.

Oyó la voz de Carmen hablándole a Ana:

—¿Querés que tire las cartas?

Se dio vuelta y vio que acababa de abrir el mazo en abanico sobre la mesita.

—Podés preguntar lo que quieras.

Ana no contestaba.

—¿Querés que le preguntemos algo sobre este asunto?

Ana seguía mirándola como si no entendiera.

—¿Qué asunto? —preguntó por fin.

—Sobre los tipos que están ahí abajo.

Carmen mezcló.

—¿Querés que le preguntemos si esos tipos están ahí por alguno de nosotros?

Dio vuelta tres cartas. Hizo una pausa larga, meditó y después fue dando vuelta varias más. Cuando pareció haber concluido miró a Ana, enarcó las cejas y movió la cabeza en un gesto que podía interpretarse como una afirmación. Tomó un trago de licor. Volvió a mezclar.

—¿Querés que le preguntemos si alguno de nosotros está en peligro?

Esperó la respuesta y al no recibirla empezó a distribuir de nuevo las cartas sobre la mesa, ahora formando un círculo. La operación fue más extensa que la anterior y tuvo que reordenar las cartas para hacer espacio. Cuando el círculo estuvo cerrado respiró hondo y probó el licor. Frotó con la punta de los dedos de la mano derecha el lomo del mazo que sostenía en la izquierda. La pausa, la actitud, sugirieron que la siguiente sería una carta clave. La dio vuelta y la colocó en el centro. Echó un poco el cuerpo hacia atrás y sus ojos buscaron los de Ana. Estuvo así y el silencio se hizo largo. Por fin, Ana, exigida siempre por los ojos de Carmen, preguntó:

—¿Qué dicen?

Carmen empezó a hablar pero no pudo decir más que un par de palabras porque Pablo se acercó y la interrumpió:

—Por qué no se dejan de joder.

Entonces Ana salió de la pasividad y se paró. Tenía los brazos duros contra el costado del cuerpo y los puños apretados.

—Me quiero ir —dijo.

Pablo la tocó y trató de calmarla:

—Está bien, tranquilizate, esperá un momento.

—Me quiero ir ya. Abrime la puerta del departamento para sacar el tapado y la cartera.

—Está bien, ya nos vamos.

—Juntos, no.

—Bueno, si querés bajamos separados. Andate vos primero.

—Abrime.

Pablo fue a abrir. Ana entró y salió inmediatamente con el tapado y la cartera. Pablo la sujetó de un brazo.

—Tranquila, no pasa nada.

—Dejame ir.

—Arreglemos dónde nos vamos a encontrar.

—¿Dónde?

—¿Querés que nos encontremos en tu casa?

—No. En mi casa, no.

Pablo seguía reteniéndola del brazo. Ella intentó zafarse.

—Pará, calmate —dijo él—. ¿Te parece bien en el bar de ayer?

—Bueno.

—¿Querés que te acompañe hasta abajo?

—Voy sola.

Se desprendió y encaró la escalera.

—Casi seguro que ese bar está cerrado —alcanzó a decirle Pablo antes de que se perdiera—, igual encontrémonos ahí y después nos vamos a otro lado.

Regresó a la ventana y esperó. Le habló a Carmen sin mirarla:

—Tampoco ahora se movieron. Carmen seguía con las cartas, las manejaba con una sola mano, en la otra sostenía la copita de licor. Dijo:

—¿Querés preguntar algo?

Pablo no le contestó. Fue a cerrar con llave la puerta de su departamento y regresó:

—Me voy yo también.

—¿Seguro que no querés preguntar?

—Ahora no. Haceme el favor, fíjate de nuevo. Después te llamo.

15

Llegó al bar y como había supuesto lo encontró cerrado. Ana no estaba. Quizá no había querido detenerse a esperar en la mitad de la cuadra vacía y andaría dando vueltas por ahí cerca. Miró a través del vidrio el interior del local en penumbra. Las sillas estaban sobre las mesas. Recordó la tarde anterior, el partido en la radio y la pelea en la vereda. Pensó que habían ido a parar al mismo sitio, más o menos a la misma hora y cuando ella llegara volverían a hablar de lo mismo. La situación se repetía casi calcada, lo angustió esta evidencia y deseó que Ana apareciera rápido para marcharse a otra parte. Caminó varias veces hasta ambas esquinas. Había poca gente en las calles. Comenzó a impacientarse. Ya estaba dudando de que ella viniera cuando la vio doblar. Avanzaba despacio, mirando el suelo. Pablo fue a su encuentro:

—¿Qué pasó que tardaste tanto?

—Caminé un poco.

Ya no se la veía alterada, sino grave y agotada, como si hubiese llegado al límite de algo.

—¿Para dónde preferís que vayamos? —le preguntó Pablo.

Ella no le contestó.

—¿Tomamos un café por Corrientes?

Ana sacudió la cabeza:

—No.

Pablo se quedó mirándola.

—No voy a quedarme —aclaró ella.

—No entiendo.

—Vine a avisarte que me voy.

—¿Adónde vas?

—Para mi casa.

La voz de Ana era una mezcla de cansancio y determinación. Pablo no supo qué decir. Resultaba evidente que la ida al departamento de Ana no lo incluía. Y no tenía sentido recordarle que habían programado pasar la tarde juntos y ver el partido.

—¿No querés que hablemos?

—¿De qué?

—De esta situación.

—No quiero hablar más de nada.

Pablo se quedó sin argumento, después volvió a intentar.

—Caminemos un poco antes de irte.

—No quiero quedarme.

—Unas cuadras.

Ella aceptó en silencio. No tomaron para Corrientes, sino al revés, hacia Plaza San Martín. Pablo la miró de reojo un par de veces antes de decidirse a decir algo:

—Ya viste: ni cuando salí ni cuando volví los tipos se movieron. Cuando te fuiste vos, tampoco.

—¿Entonces?

—Entonces no pasó nada.

—¿Qué significa que no se movieron? No creo que sean tan idiotas como para hacer exactamente lo que uno espera que hagan.

Pablo admitió:

—Eso es cierto. Idiotas no son. De todos modos no hubo ni la más mínima señal.

—Tu vecina dice que los vio seguirte.

—No dijo que me siguieron a mí. Le pareció que fueron para el mismo lado. Además, ya te diste cuenta de lo que es Carmen. Y más con media botella de licor encima. Puede llegar a ver cualquier cosa.

—Los tipos están ahí.

—Sí, es verdad. Pero vuelvo a repetir lo mismo que vengo diciendo desde ayer: si de algo estoy seguro es que no están ahí por mí.

Anduvieron un trecho en silencio. Tratando de que su voz sonara serena, Pablo agregó:

—Así que no pienso preocuparme más.

Y después:

—Basta.

Y un poco más adelante:

—Y vos tampoco me des más manija con este asunto.

Todo el tiempo había hablado bajo, como con desgano. Ahora Ana lo miró sorprendida y sonrió:

—¿Yo te doy manija? ¿Decís que yo te doy manija? ¿Vos te viste la cara cuando entraste con los alfajores?

También ella habló sin énfasis. Pablo no dijo nada y siguieron caminando. De tanto en tanto Ana se daba vuelta para mirar hacia atrás.

—¿Qué buscás? —preguntó Pablo.

—Un taxi.

—¿Qué apuro tenés?

—Me quiero ir.

Cuando llegaron a Santa Fe apareció uno libre y ella lo paró. Besó a Pablo en la mejilla y se fue. Pablo se quedó mirando la nuca de Ana detrás del vidrio del auto que se alejaba y se dijo que ese mismo gusto tenían las despedidas definitivas.

Subió por Santa Fe, cruzó Callao y después Pueyrredón. En algún momento pensó que en cuanto encontrara un bar con televisión se metería a ver el partido. Pero no dio con ninguno abierto. Se apartó de la avenida. Las calles estaban cada vez más vacías, había un silencio de cementerio y llegó el momento en que tuvo la sensación de ser el único caminante en toda la ciudad. De nuevo se sintió cansado y cuando desembocó en una plaza fue a sentarse. El banco era de piedra, hacía frío y fumó un cigarrillo tras otro. Había comprado dos atados para él, se había quedado también con el de Ana, así que no corría el riesgo de que se le terminaran. Cerca, en un cantero, un caño perdía agua y lanzaba chorros hacia arriba con soplidos intermitentes que le hicieron pensar en el bombeo de un corazón. Se había formado un gran charco sobre el que navegaban algunas hojas secas empujadas por la brisa. Pablo giraba la cabeza para mirar alrededor y fantaseó con que se encontraba lejos, en otras tierras y otros tiempos, en una ciudad desconocida, abandonada o vaciada por una peste. Pero si miraba hacia arriba podía ver las ventanas y los balcones y sabía que detrás de cada uno había televisores encendidos.

Una paloma vino volando y se detuvo en el respaldo del banco. Estaba tan cerca que podía tocarla con mover apenas la mano. Se entretuvo estudiando el movimiento inquieto de su cuello y las tonalidades cambiantes de las plumas. De pronto el aire vibró y la paloma se fue. Había sido una explosión sorda, como una bomba de profundidad, y Pablo supo que Argentina había hecho un gol. A continuación se abrieron las ventanas, algunas personas salieron a los balcones y por un momento la calma se alteró con los gritos y el agitar de banderas. Inmediatamente la gente volvió a ocultarse y sólo quedaron los edificios grises contra el cielo denso.

Pablo permaneció ahí, escuchando el silencio y el gorgotear del agua hasta que el frío lo echó. Salió de la plaza y siguió andando, alejándose siempre del centro. No hubo otras señales que le indicaran cómo andaban las cosas entre Argentina y Holanda. Volvió a detenerse cuando oyó la voz de un locutor transmitiendo el partido. Del otro lado de la calle había una gomería con el frente pintado a franjas rojas y negras y la cortina levantada. Pablo cruzó y miró para adentro. Al fondo, en la penumbra, sentado sobre un banquito y recostado contra una pila de cubiertas había un hombre gordo con un mate en la mano. Tenía una estufa eléctrica al lado y, sobre otro banquito, una radio.

—Permiso —dijo Pablo.

Pero no se atrevió a pasar y se apoyó contra el marco de la entrada. El hombre lo miró serio y no dijo nada. El locutor estaba afónico y Pablo se enteró de que el tiempo reglamentario había terminado 1 a 1 y ahora vendrían los treinta minutos suplementarios. El gordo le pegó una chupada al mate, lo dejó a un costado y dijo:

—Ahí empieza.

Pablo avanzó un paso y entonces el hombre colocó la radio en el suelo y le ofreció el banco.

—Siéntese.

—Gracias.

El gordo le convidó un cigarrillo. Eran negros.

—Fumo rubios —dijo Pablo y sacó su propio atado. El gordo le dio fuego.

—Gracias.

Arrancó el suplementario. Aquél era un gordo calmo, no hablaba. Escuchaba el relato muy concentrado y su cara no expresaba nada. Miraba la radio con tanta intensidad como si viera imágenes en ella. Mantuvo el cigarrillo entre los labios hasta que se le terminó y después dejó caer el pucho al suelo y lo pisó de memoria, desplazando apenas la punta del pie y sin levantar el talón.

Cuando Kempes marcó el segundo gol argentino y la ciudad volvió a vibrar, el cuerpo del gordo sufrió una sacudida breve, igual que si lo hubiese rozado un cable con electricidad. Luego, mirando a Pablo, susurró:

—Kempes.

Soltó el nombre en un suspiro, con reverencia y misterio, como si nombrara a un dios.

—Sí —dijo Pablo.

No hubo más comentarios hasta el siguiente gol de Argentina. Entonces el gordo pareció distenderse un poco, cambió de posición en el banco y comentó:

—Ya está.

Prendió un negro, volvió a convidar y esta vez Pablo aceptó. Poco después terminó el partido y el gordo se golpeó el muslo con la mano abierta:

—Bien hecho.

Ahora el estruendo de las voces en la radio y el de los edificios y las casas del barrio era uno solo. La penumbra de la gomería palpitaba. Pablo se quedó todavía un rato sentado. Convidó un rubio. Se levantó y agradeció una vez más.

—Que le vaya bien —dijo el gordo.

Salió y se detuvo en la vereda. Hasta ahí le llegaba la voz afónica del locutor que no paraba de gritar: «Argentina, Argentina, nos tiran abrazos y besos los brasileños, ahí están aplaudiendo con lágrimas en los ojos los españoles y los italianos, gracias hermanos de América y del mundo, Argentina campeón, por merecimiento, a lo guapo, a lo gaucho, a lo argentino".

La gente estaba en las ventanas y en los balcones, golpeando las cacerolas y agitando las banderas. Llovían nubes de papelitos que el viento llevaba a lo largo de la calle.

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