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Authors: Antonio Dal Masetto

Tags: #Novela

Hay unos tipos abajo (2 page)

—¿Algún problema?

—Ninguno. Te llamo más tarde.

—Acá Sara pregunta cuándo pasás a vernos.

—En cualquier momento me doy una vuelta. Tenemos que arreglar. Te llamo después.

Colgó, tomó un trago de vino y se puso la campera.

—Enseguida vuelvo —dijo.

—¿Adónde vas? —preguntó Ana.

—Bajo un minuto.

—¿A qué?

—Quiero verlos.

—¿Ver qué?

—A los tipos.

—¿Para qué?

Pablo se dirigió a la puerta y, mientras salía del departamento, repitió:

—Quiero verlos.

Ana se levantó y manoteó su tapado y su cartera:

—Voy con vos.

Lo alcanzó cuando estaba cerrando el ascensor. Bajaron los tres pisos sin hablar, recorrieron el pasillo de entrada y antes de llegar a la puerta del edificio ella lo contuvo:

—No tiene sentido esto de ir a mirarlos.

—Quiero ver —dijo Pablo.

Salió a la vereda, levantó la cara al cielo y la luz lo obligó a cerrar los ojos, Ana lo siguió, lo tomó del brazo y se dirigieron hacia la esquina. En efecto, allá estaba el auto estacionado: Peugeot, azul. Cuando pasaron, Pablo giró la cabeza y su mirada se encontró con la del hombre sentado al volante. Sintió la mano de Ana que le oprimía la muñeca y lo impulsaba a apurar el paso. Doblaron.

—¿Estás loco o qué te pasa? —dijo ella.

—¿Por qué loco?

—¿Cómo se te ocurre mirarlos así? Eso es como una provocación.

—¿Por qué no iba a mirarlos? Ellos también nos miraron.

—Ahora son tres.

—Ya vi.

Llegaron a Córdoba y tomaron hacia la
9
de Julio. Las calles estaban casi vacías a esa hora del sábado. En las vidrieras de todos los negocios había afiches del Mundial. Varios de los autos que pasaron llevaban en los vidrios la calcomanía que decía:
Los argentinos somos derechos y humanos.
En la esquina de Florida había un grupo de gente mirando hacia arriba. Tenían aspecto de alemanes. Una mujer les hablaba señalando el frente del edificio del Círculo Naval. Obstruían el paso y Ana y Pablo tuvieron que dar un pequeño rodeo para esquivarlos. Anduvieron un par de cuadras más, sin intercambiar palabras, Ana siempre apretando el brazo de Pablo y obligándolo a una marcha acelerada. Antes de llegar a Carlos Pellegrini, Pablo se detuvo y se desprendió de ella:

—¿Adónde vamos tan apurados?

Estaba parado en la mitad de la vereda, miraba el suelo frente a él y había abierto un poco los brazos, pidiendo explicación. Permaneció así unos largos segundos, pero Ana no le contestó. Se vio a sí mismo en esa postura, esperando, se sintió ridículo y esto lo irritó todavía más.

—¿Adónde? —insistió, poniéndose las manos en los bolsillos
y
levantando el tono de voz.

—A ninguna parte. Estamos caminando —dijo ella.

—Entonces caminemos como personas normales.

—Estamos caminando normalmente.

—¿A vos te parece que sí? Me trajiste a la rastra hasta acá.

—No grites. Vinimos un poco rápido.

—¿Un poco?

—Está bien, tranquilizate.

—¿Quién nos persigue?

—Nadie. Nadie nos persigue.

—No robamos nada.

—Está bien.

—No matamos a nadie.

—Tranquilizate de una vez.

—Yo estoy tranquilo. No sé lo que te está pasando. Ni que fuéramos dos criminales.

—¿Por qué no nos calmamos?

—La que tiene que calmarse sos vos.

—¿Vamos a seguir discutiendo en medio de la calle?

Pablo se alejó unos metros. Ana lo dejó ir. Después lo siguió y se le puso al lado:

—Por qué no nos sentamos a tomar un café.

—Bien, tomemos un café.

—¿Adónde vamos?

—A cualquier parte. Pero caminando despacio.

—Bueno.

—No soy ningún fugitivo.

—Bueno.

Se metieron en un bar angosto y poco iluminado, sobre Viamonte. Estaba casi vacío. Tres hombres tomaban cerveza en una mesa cerca de la entrada. Sentada en un taburete de la barra, una mujer conversaba con el tipo canoso de la caja. En realidad, sólo se la oía a ella. De tanto en tanto le apuntaba al canoso con el dedo y soltaba una carcajada breve y ahogada, sacudiendo mucho los hombros. La risa se transformaba en tos, la mujer se doblaba sobre el mostrador y apoyaba la frente en un brazo. Permanecía en esa posición hasta calmarse, después reiniciaba el monólogo. Desde el fondo del local llegaba la voz del locutor transmitiendo el partido Italia-Brasil.

3

Pidieron café y esperaron sin hablar. Se habían sentado de manera que ambos podían mirar hacia la calle. También en ese bar había afiches del Mundial en la vidriera y en las paredes. En la mesa cerca de la puerta, dos de los hombres hablaban alto, casi no se entendía lo que decían y daba la impresión de que en cualquier momento iban a pelearse. El tercero permanecía rígido en su silla, con el mentón sobre el pecho. Parecía dormido, aunque tenía los ojos abiertos. Uno sirvió cerveza hasta que los vasos rebalsaron y la botella se vació. La cerveza corrió por la mesa e intentó secarla con servilletas de papel que fue arrojando al piso. El otro le reprochó la torpeza y le tiró un cachetazo que le rozó la cara. En el manoseo que siguió volcaron un vaso.

Pablo miró al canoso de la caja y al mozo, los vio tranquilos y se acordó de la nota que le habían pedido en la revista sobre la transformación de la ciudad en las últimas semanas. Se preguntó si también esta tolerancia era consecuencia de la euforia que había traído el Mundial y si un mes antes, a esta altura de las cosas, ya no hubiesen intentado echar a los tipos o llamado a la policía para que se los llevaran.

Los de la entrada pidieron otra cerveza. El mozo se la llevó y se quedó esperando que le pagaran. En la radio, la voz del locutor fue subiendo de tono y explotó en un largo grito que no terminaba nunca. Los dos hombres se dieron vuelta hacia la caja.

—¿Gol de quién? —preguntó uno.

—De Italia —informó el canoso.

Cuando el mozo trajo los cafés a la mesa de Ana y Pablo comentó satisfecho:

—Otro día de duelo nacional para los macacos brasileros.

Pablo asintió moviendo la cabeza.

El mozo dejó la bandeja en un extremo del mostrador, sacó los cigarrillos y le convidó uno a la mujer. Mientras se lo encendía le habló al oído. Ella rió, se ahogó y tosió, sacudiéndose sobre el taburete alto. Ana echó azúcar en su café, lo revolvió, tomó un sorbo mirando a Pablo por encima del pocillo y preguntó:

—¿Entonces?

—Entonces, ¿qué?

—No sé, decí algo.

—¿Sobre qué?

—Sobre los tipos de la esquina. Ahora los viste vos también.

—Los vi, ¿y con eso qué?

—Que están ahí.

—Sí, están.

—Bueno, decí algo.

—¿Algo como qué?

Ana respiró hondo, se pasó una mano por la frente y volvió a mirarlo fijo:

—¿Me estás tomando el pelo?

—Para nada.

—Esto no es gracioso.

—¿Quién dijo que es gracioso? ¿Yo dije que es gracioso?

—Dejá de hacerte el idiota —murmuró ella y prendió un cigarrillo.

El primer tiempo del partido había terminado. Uno de los hombres de la entrada se levantó, vino hacia el fondo con paso inseguro, se detuvo junto a la caja, auguró que al día siguiente el equipo argentino ganaría por 4 a 0 y que en el futuro jamás volvería a conocer la derrota. Siguió para el baño. Por la calle pasó un patrullero tocando la sirena, adentro se llenó de estruendo y los vidrios y los espejos vibraron. El patrullero se alejó, se perdió y fue como si en la penumbra del local se hubiera instalado un gran silencio. Después volvieron a imponerse la voz del locutor en la radio y la tos de la mujer en la barra.

La cercanía y la violencia de la sirena le habían provocado a Pablo una opresión en la boca del estómago. Respiró hondo tratando de eliminar el malestar. Tomó un trago de agua y ahora fue él quien volvió al tema de los tipos frente a su casa.

—¿A qué hora me dijiste que pasaste por primera vez? —preguntó.

—Serían las diez.

—Y ya estaban.

—Sí.

—Y volviste a pasar al mediodía.

—Un poco después de las doce.

—¿Era siempre el mismo auto que vimos recién?

—Me parece que sí. No podría asegurarlo.

—¿Las otras veces estaba estacionado ahí mismo o fue cambiando de lugar?

—Para mí que no se movió en todo el tiempo.

Ana apagó el pucho en el cenicero y después su mano siguió repitiendo mecánicamente el mismo gesto.

—¿En qué te quedaste pensando? —preguntó Pablo.

—En que el tuyo es el único edificio de departamentos de la cuadra —dijo ella, mientras aplastaba una vez más el filtro del cigarrillo.

Pablo cambió de posición en la silla y no dijo nada. Ana lo miró:

—En eso me quedé pensando.

—No empecemos con las asociaciones raras.

—¿Raras?

La puerta del bar se abrió y aparecieron dos hombres. Uno de traje, el otro con campera de cuero. No avanzaron. Estuvieron detenidos allá, mirando para adentro como si buscaran a alguien. Por debajo de la mesa, la mano de Ana se apoyó en el muslo de Pablo y apretó con fuerza. Pablo sintió las uñas a través de la tela del pantalón.

—¿Qué pasa? —preguntó en voz baja.

Estuvo a punto de tomar la mano de Ana y apartarla de su pierna. Pero no lo hizo. El canoso, la mujer y el mozo habían dejado de hablar y permanecían pendientes de los dos parados en la entrada. Los tipos intercambiaron un par de frases, dieron media vuelta y se fueron. Pablo volvió a preguntar:

—¿Qué pasa?

Ana retiró la mano y recién entonces contestó:

—Nada.

Pablo sintió que su irritación crecía otra vez. Intentó controlarla pero no pudo.

—¿Cómo nada? —dijo de mal modo.

—Estoy muy nerviosa. Disculpame.

Ana prendió un cigarrillo. Pablo levantó el brazo para llamar al mozo.

—¿Otro café? —le preguntó a Ana.

Ella asintió.

—Dos —le dijo Pablo al mozo que se acercaba.

Advirtió que en la radio se había reanudado la transmisión del partido y se esforzó por prestar atención. Ana, un codo apoyado en la mesa, se sostenía la cabeza en la mano y fumaba subiendo y bajando el cigarrillo muy lentamente, como si le pesara. Mantenía los ojos cerrados. Se le habían acentuado las dos arrugas junto a la boca y le había aparecido otra, gruesa, cruzándole la frente. Pablo dejó de oír al locutor y regresaron las imágenes de la calle donde vivía, la luz que lo había golpeado en el momento de salir del edificio y aquel auto oscuro en el extremo de la cuadra vacía. Sacudió la cabeza y murmuró:

—No.

Ana abrió los ojos.

—No, ¿qué? —preguntó.

La mano de Pablo se movió por encima de la mesa, como apartando algo en el aire.

—¿Qué significa "no"? —insistió ella.

—Que no tiene sentido.

—¿Qué cosa?

—Pensar que están ahí por mí. No hay ninguna razón.

—Eso nunca se sabe. Sus razones las conocen solamente ellos.

—No tengo nada que esconder. En mi vida me metí en política.

—Pero tuviste amigos que sí se metieron.

—Si es por eso, tendríamos que estar todos exiliados.

—Esa es precisamente la cuestión: si no estás con ellos, estás en contra. Acordate que hace dos meses te pincharon el teléfono.

—Así parece.

—¿Parece o te lo pincharon?

—Por lo que pude averiguar daría la impresión de que estaba pinchado.

—Y seguro que todavía sigue así.

—Puede ser.

—La correspondencia que llega del exterior te la entregan abierta.

—Le debe pasar a todo el mundo.

—¿Eso te sirve de consuelo?

Pablo no le contestó. Se quedó pensando. Dijo:

—De todos modos, si esos tipos quisieran espiar a alguien no se mostrarían. ¿No te parece?

—Qué sé yo.

—Cualquiera se da cuenta de quiénes son.

—A lo mejor sólo quieren intimidar.

—¿A quién?

—No sé. A quien sea.

—¿A mí?

—No dije que a vos.

—Terminemos con eso. Este asunto no da para más. ¿Por qué no cambiamos de tema?

—Está bien, hablemos de otra cosa.

4

Pero no hablaron de otra cosa. Permanecieron callados, fumando, mirando hacia la calle. Hasta que por fin Pablo preguntó:

—¿Cómo está Daniel?

—Bien.

—¿Qué pasó exactamente?

—Por lo que me contó, dos chicos de otro grado lo venían provocando desde hacía unos días, al final decidió hacerles frente y los esperó a la salida del colegio, lo empujaron y cuando cayó golpeó con la cabeza en el cordón de la vereda.

—¿El médico qué dijo?

—Está todo bien. Es nada más que el golpe.

—Menos mal.

—Pudo haber sido grave. Cada vez que pienso en eso, tiemblo.

—Ya pasó.

Ana prendió otro cigarrillo:

—Tomé la decisión: el lunes empiezo el curso para dejar de fumar.

—Gran idea.

—Podrías acompañarme.

—Todavía no estoy preparado.

—¿Qué tenés que pensar tanto?

—Cada cual tiene sus tiempos.

En la mesa de la entrada las voces volvieron a subir de tono.

—Mozo, que sea otra —gritó uno de los tipos levantando la botella vacía.

—La última —les avisó el canoso de la caja.

—¿Qué pasa? —dijo el tipo—. ¿No se las pagamos?

—La última —repitió el canoso—. Vamos a cerrar.

El mozo les llevó la botella y otra vez se quedó parado junto a ellos, esperando. Demoraron bastante para pagarle. Se revisaban los bolsillos e iban depositando papeles, llaves y monedas sobre la mesa. Uno le mostró una tarjeta al otro, hizo un comentario y rió. Ambos buscaron la complicidad del mozo, pero no encontraron eco. Por fin apareció un billete y pudieron pagar. El mozo les dejó el vuelto y regresó junto a la mujer.

Ana se levantó y fue al baño. Hacia la entrada hubo ruido y movimiento. Los dos tipos se estaban manoteando por encima de la mesa. En el forcejeo voltearon la botella que se estrelló contra las baldosas. Uno de ellos, al echarse hacia atrás para evitar los golpes, se fue de espaldas al piso sin separarse de la silla y quedó en la misma posición en que había estado sentado.

—Basta —dijo el canoso de la caja en voz alta.

El mozo se acercó rápido al hombre caído, lo tomó de un brazo, lo obligó a levantarse y lo llevó hasta la puerta. Después regresó por el otro. Ninguno opuso resistencia y logró sacarlos a la vereda a ambos. El canoso había pasado de este lado del mostrador, tenía un palo en la mano y miraba la operación desde lejos. El mozo fue por el tercer hombre. Este le dio un poco más de trabajo, porque seguía en la misma postura rígida, y lo tuvo que arrancar del asiento y llevarlo casi a la rastra.

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