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Authors: Antonio Dal Masetto

Tags: #Novela

Hay unos tipos abajo (6 page)

—¿Cómo andan los viejos? —preguntó.

—Fenómeno.

—El viejo, ¿siempre con sus ideales anarquistas?

—Es el motor de su vida.

—Gran tipo.

Roberto rió.

—Es un personaje. Vamos a ver con qué se descuelga esta vez. Siempre tiene algún proyecto nuevo para modificar algo en el pueblo. Al intendente lo tiene loco. Y a los directivos del club también. Ya se peleó con todos los amigos, no le queda ni uno.

—Dale saludos.

—Seguro. Un día de estos nos organizamos para ir a comer un asado.

—Me gustaría.

Siguió un silencio incómodo. Pablo se levantó y se puso la campera.

—Me voy yendo.

—¿No querés un trago más?

—No, gracias.

Cuando llegaron a la puerta pareció que Roberto iba a decir algo pero finalmente sólo estiró la mano para despedirse:

—Nos llamamos.

Pablo asintió. Cruzó el jardincito, llegó a la vereda y oyó que a sus espaldas se cerraba la puerta. Se dio vuelta y se quedó mirando el frente de la casa iluminado por dos faroles. Después empezó a caminar hacia la avenida, donde esperaba encontrar rápido un colectivo que lo llevara para el centro.

11

Hasta la avenida serían unas cinco o seis cuadras, pero el trayecto se le hizo largo. Salvo los golpes intermitentes del viento no había otros sonidos en el aire helado. Pablo miraba las luces de los faroles, las casas cerradas, las sombras en el asfalto, el cielo sin estrellas y se sentía como alguien dentro de un sueño que ha sido llevado lejos y se pregunta qué hace en ese lugar desconocido. Encendió un cigarrillo y se esforzó por elaborar un balance de las últimas horas, a partir de la llegada de Ana con la noticia de los tipos en el auto. Tenía la sensación de que habían pasado demasiadas cosas, de que había sido arrastrado a una aceleración cada vez mayor y había perdido el control. Se dijo que necesitaba hacer una pausa para reflexionar.

Al repasar lo sucedido esa tarde y esa noche lo que más lo confundía era la media hora o la hora en la casa de la que acababa de salir. Le vinieron a la memoria las palabras y las dudas de Ana sobre si sus amigos le ofrecerían una cama. Ana casi no los conocía, sólo los había visto dos veces. La primera a la salida de un teatro donde habían intercambiado unas pocas frases y la segunda en un bar del Bajo donde habían tomado unas copas de madrugada. Lo desconcertaba que hubiera intuido lo que realmente ocurriría. Reconstruía el encuentro con Roberto y Sara, la charla amigable del comienzo, los silencios largos y la suerte de temblor subterráneo que se había instalado en ese living a partir de determinado momento. Sobre todo revisaba paso a paso la expulsión final de la que había sido objeto y no terminaba de convencerse de que hubiese sucedido realmente. Trataba de poner orden en ese tramo de la historia de su día, quería entender, quizá para luego poder aceptar, pero no conseguía sacar nada en claro. De pronto se sintió indignado, arrojó el pucho al suelo y lo pateó con furia. La indignación duró poco y lo que sobrevino fue una sensación de gran pena.

Estaba llegando a una esquina y ahí nomás, a la vuelta, alguien gritó. Por lo menos sonó como un grito, breve y ronco. También podría haber sido el lamento de un animal. Pablo se detuvo y retrocedió un par de pasos, arrimándose a la pared. Durante unos segundos no oyó más que el silencio y el viento. Después, en el viento, una voz impartió una orden. Varias voces, bajas, le contestaron. Eran frases rápidas y susurradas, como de gente que rezaba. Siguieron ruidos que parecían de vidrios al caer y de algo metálico que rodaba. De nuevo los murmullos y por encima la voz sola y autoritaria. Hubo dos o tres golpes secos, de puertas de auto al cerrarse, y el ronquido suave de un motor. El motor se alejó.

Pablo había buscado protección en la sombra del portal de una casa y permaneció ahí un rato largo sin moverse. Por fin se decidió y se asomó a la esquina. Igual que le había pasado antes, cuando se habían llevado a los dos muchachos del bar, no vio otra cosa que la calle vacía. Arriba, el viento seguía agitando las ramas. Un cartel de chapa, colgado de dos trozos de cadena, chillaba sobre la puerta de un negocio cerrado. Cerca se oyó el paso de un tren. Pablo seguía mirando hacia la calle transversal sin descubrir ninguna señal de que hubiera pasado algo. Se preguntó si todo no habría sido imaginación suya.

Recorrió las últimas cuadras a paso acelerado, llegó a la avenida, buscó una parada y se puso a esperar. Pasaron cuatro camiones del ejército cargados de soldados. Después dos patrulleros a gran velocidad. Vio venir un colectivo y levantó el brazo aun antes de saber si lo dejaría bien. Quería irse de ahí y hubiese tomado cualquier cosa con tal de alejarse. Tuvo suerte y el colectivo lo llevó al centro.

Se metió en un bar de Corrientes. No se quedó mucho, el tiempo suficiente para tomar una ginebra. Dio una vuelta por los alrededores y en la calle Sarmiento encontró un hotelito que no podía ser sino barato y se metió. La segunda puerta, en lo alto de la escalera, estaba cerrada y tocó timbre. Apareció el encargado con cara de dormido y una manta sobre los hombros. Lo anotó en el registro, le cobró, le dio la llave y le indicó el camino.

—El baño está en el patio —le dijo.

La pieza era muy angosta y alargada. Además de la cama había un roperito y una silla. Contra una de las paredes, una pileta. Una ventana de una sola hoja y sin cortina daba a un patio interior. En el patio se veían algunos muebles desarmados. Para llegar hasta la cabecera de la cama Pablo tuvo que moverse de costado. Se quitó la ropa, la colocó sobre la silla y se acostó. Las sábanas estaban heladas. Manoteó el pulóver y las medias, se los puso y se volvió a acostar, doblándose y tapándose la cabeza. No había apagado la luz, el interruptor estaba junto a la puerta, por lo tanto después tendría que levantarse. Cuando consiguió entrar un poco en calor se colocó boca arriba y se puso a mirar el cielo raso. Pensó en los años de sus comienzos en la ciudad, cuando vivía en hoteles y pensiones y el gran lujo era poder pagarse una pieza para él solo y no compartida con cuatro o cinco desconocidos. Eran todos agujeros iguales al de esta noche, estrechos, oscuros, las paredes desnudas y manchadas de humedad. Durante mucho tiempo esos agujeros sórdidos habían sido su casa. Y ahora, al volver a tocarla, a olerla, la sordidez se le presentaba como la verdadera esencia de la ciudad. La sordidez había estado siempre ahí, esperándolo. Esas eran las ideas que le daban vueltas por la cabeza mientras mantenía la mirada fija en el cielo raso. Aunque tal vez estas conclusiones no fuesen más que las consecuencias de un mal día. Había una diferencia entre aquella época y ésta, ahora disponía de un lugar, un departamento, no era de su propiedad pero podía pagar el alquiler. Nada extraordinario, un ambiente, cocina y baño, suficiente para que se sintiera cómodo, bien ubicado, en el centro de la ciudad. Entonces, como si acabara de descubrirlo, pensó que el departamento estaba ahí nomás, a pocas cuadras, y por segunda vez en la noche se preguntó: ¿Qué hago acá?

Recordó una pieza en la que había vivido, a la vuelta, en un quinto piso de la calle Montevideo. Aquella pieza debió haber sido una cocina porque tenía dos paredes recubiertas de azulejos. También ahí había una pileta. Durante la noche siempre se metía alguna cucaracha que después no lograba subir por las paredes altas y lisas y quedaba atrapada. Pablo se despertaba y desde la cama, en la oscuridad, adivinaba la presencia de la cucaracha. Se levantaba evitando hacer ruido, caminaba descalzo hasta la pileta y encendía la luz. Y en efecto ahí estaba, corriendo por el fondo, buscando una salida que no encontraba. Pablo la observaba y esperaba. La cucaracha trepaba, resbalaba, insistía. Finalmente se detenía y permanecía quieta, agazapada, acorazada, las antenas sensibles. Del otro lado de las paredes la ciudad dormía. Ahí adentro, la cucaracha y él se medían. Pablo se tomaba su tiempo. En algún momento abría la canilla y se oía el chorro de agua al golpear contra el fondo de la pileta. Y, confundido con el rumor de agua, tal vez un sordo bramido animal. Entonces se despertaba una alarma nueva en la cucaracha y reiniciaba los intentos, se lanzaba hacia arriba, caía y volvía a probar. Pablo iba abriendo un poco más la canilla. Y después un poco más. La capacidad del agujero de desagote ya no era suficiente y el nivel de agua crecía. La cucaracha, impotente, permanecía en posición vertical contra una de las paredes mientras el agua giraba y la lamía. Finalmente quedaba sumergida y después de resistir un tiempo era arrastrada y el remolino se la tragaba.

Pablo se levantó, fue hasta la pileta, comprobó que no había ninguna cucaracha, apagó la luz y se metió en la cama de nuevo.

12

Pablo entreabrió los ojos y tuvo la sensación de no haber dormido nada. Había un gran silencio. Por la claridad en el patio interior supo que era de día, aunque no pudo imaginar la hora. Para averiguarlo debía sacar el brazo de debajo de las cobijas y le daba pereza hacerlo. Durante un tiempo estuvo así, sin pensamientos, a medio camino entre el sueño y la vigilia, espiando el rectángulo de luz sucia de la ventana. Después se encontró reconstruyendo una vez más la charla en la casa de Roberto y Sara, la caminata en la noche y el sobresalto en aquella esquina donde había creído oír voces y rumores de violencia. Fueron esas imágenes las que lo obligaron a levantarse. Apartó las cobijas de un manotazo, saltó de la cama, se lavó la cara, se vistió y dejó el hotel.

Eran apenas las ocho y las calles de la mañana del domingo estaban vacías. Se dijo que hacía mucho que no veía la ciudad a esa hora de un día feriado. Era otra ciudad. Tenía aspecto de recién lavada. Sin tránsito, sin estruendo, con tanta claridad sobre los edificios, parecía un sitio inocente. Flotaba en el aire como una gran expectativa y Pablo pensó en el partido de la tarde. Compró un diario. Un título a grandes letras anunciaba: "Argentina y su momento supremo". Había una foto de la copa del Mundial. Un aviso decía: "Felicitaciones, país".

Se sentó en el Foro de Corrientes y Uruguay. Sólo había dos clientes, mujer y hombre, uno en cada extremo del local. Pablo se preguntó quiénes serían esos madrugadores. Tal vez gente que no había dormido. Gente a contramano, como él. Tomó una taza grande de café. Después saltó, anduvo en el aire frío que olía a limpio y comenzó a sentirse optimista. En esto reconocía una forma especialmente suya de relacionarse con la ciudad. El enfrentamiento con el cielo de las mañanas siempre lo sosegaba y lo reconciliaba con el mundo. No importaba la carga que arrastrara ni lo que hubiera sucedido el día anterior ni las pesadillas nocturnas. Andar en la luz nueva era una forma de recomenzar, de darse otra oportunidad. Cruzó Plaza Lavalle hacia Córdoba y de tanto en tanto se detenía bajo los árboles para mirar, entre las ramas, los pájaros en movimiento.

Se fue acercando al Bajo, vio los mástiles de los barcos en el puerto y dio una vuelta por el barrio, manteniéndose a distancia de la esquina de Paraguay y Reconquista. Nada sospechoso, ni gente detenida ni autos estacionados. Le pareció natural que fuese así. En todas partes era la misma calma que lo venía acompañando desde la salida del hotel. De cualquier manera tardó en encarar hacia su edificio y cuando se decidió lo hizo con la cautela de quien penetra en una zona de riesgo. Se detuvo unos segundos en la entrada para echar una mirada hacia ambos lados. De nuevo sintió que la claridad de la mañana alejaba toda amenaza.

Estuvo apretando el botón del ascensor hasta que advirtió que había un corte de energía eléctrica. No le extrañó, habían tenido varios en las últimas semanas. Subió los tres pisos en la penumbra de la escalera y le agradó abrir la puerta y reencontrarse con el desorden de su departamento. Era igual que volver de un viaje. No habían sido más que algunas horas de ausencia, pero la barrera de la noche se le aparecía como un ancho espacio donde había estado a punto de perderse. Prendió el primer cigarrillo del día.

No había luz, en cambio el teléfono funcionaba. Disco el número de Ana. Ya no daba tono de ocupado, pero nadie contestó. Volvió a probar y dejó que sonara un largo rato. Todavía era temprano para llamar a Beatriz, la amiga de Ana. Lo haría un poco antes del mediodía, como habían convenido. Disponía de mucho tiempo y decidió salir de nuevo y caminar por los alrededores. Tenía necesidad de demostrarse que podía hacerlo, que no había nada allá afuera que lo frenara y lo intimidara.

Bajó y anduvo por las calles del barrio. Se detuvo en las vidrieras. Reconocía puertas, carteles, fachadas, como quien lleva a cabo el relevamiento de una propiedad. Los dos bares que él frecuentaba, uno sobre la calle Paraguay y el otro en la cortada Tres Sargentos, estaban cerrados. En realidad nunca abrían los domingos. Lo lamentó por primera vez, porque hoy le hubiese gustado entrar, acomodarse en la barra, tomarse una cerveza o un aperitivo, charlar un rato con los dueños o con alguno de los clientes de siempre. También ésa hubiese sido una forma de afirmarse en la mañana.

Después, con paso decidido, se dirigió a la esquina donde habían estado los hombres. Al principio tuvo que hacer un esfuerzo para aguantarse parado ahí. Percibía ese par de metros cuadrados como un espacio contaminado. Miraba hacia su edificio y se imaginaba a sí mismo entrando, saliendo y transitando aquel tramo de vereda. Así era como lo habían visto esos tipos. Al reconstruir la escena desde esa perspectiva se sintió mal, volvió a alcanzarlo la sombra del peligro y estuvo a punto de abandonar la esquina. Pero resistió y al pasar los minutos supo que estaba logrando expulsar lo que quedaba de aquellas presencias. Caminó unos pasos hacia adelante, hacia ambos costados y regresó a la posición inicial. Se recostó contra la pared, se relajó, prendió un cigarrillo y decidió que había tomado posesión del lugar. Se sintió levemente intrépido y con el orgullo infantil de quien, en un juego, acaba de plantar una bandera en un territorio reconquistado.

Ahora lo asaltó la impaciencia por hablar con Ana. Quería contarle y compartir los resultados de esta pequeña aventura secreta. Quería contagiarle su fuerza y decirle que todo estaba bien, que se habían preocupado inútilmente. Miró la hora, era temprano todavía. Por la avenida del Bajo pasaban autos con banderas y recordó haber leído que las puertas del estadio se abrirían a las once. Pegó la última pitada al cigarrillo, lo dejó caer delante de sus zapatos y lo pisó con energía.

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