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Authors: Antonio Dal Masetto

Tags: #Novela

Hay unos tipos abajo (5 page)

—¿Qué vas a hacer entonces?

—Todavía no sé.

Ella demoró en volver a hablar, parecía dudar. Por fin dijo:

—Podes quedarte acá.

—Está Daniel, no quiero causarte molestias.

—A mí no me molestás. Te tirás en el sofá. Te doy una almohada y un par de mantas.

—Mejor, no. Voy a darme una vuelta por lo de Roberto, vive acá nomás. Lo llamé avisándole que en una de esas pasaba a visitarlos.

—¿Y después?

—Seguro que me ofrecen una cama.

Ana se quedó pensando, de nuevo dubitativa.

—¿Y si no te la ofrecen?

Pablo sonrió:

—Con Roberto nos conocemos hace más de quince años.

—¿Y si ocurre que no te la ofrecen?

—¿Por qué pensás que no?

—Sólo estoy considerando la posibilidad.

Pablo abrió los brazos, siempre sonriendo:

—En ese caso ya veré qué hago.

—Como quieras. Si mañana los teléfonos siguen sin funcionar me podés dejar un mensaje en casa de Beatriz, mi amiga abogada, antes del mediodía. Yo la llamo a esa hora.

Le anotó el número y Pablo guardó el papel en el bolsillo. Se estaban despidiendo y volvió a sonar el teléfono. Esta vez fue un solo timbrazo. Esperaron parados junto a la puerta, pero no hubo más que eso. De todos modos Ana fue a levantar el tubo para comprobar si había vuelto el tono.

—¿Será alguien que está tratando de comunicarse?

—Están mal las líneas —repitió Pablo.

Ana lo acompañó hasta el ascensor.

—Cuidate —le dijo a través de la puerta tijera.

Mientras bajaba Pablo miró la hora y pensó que debía apurarse o encontraría a Roberto y Sara ya acostados.

9

La calle estaba desierta, pero apenas bajó de la vereda para cruzar vio un taxi que doblaba la esquina y avanzaba lento hacia él. El auto había aparecido de la nada y Pablo tuvo la incómoda sensación de que lo habían estado esperando. En su cabeza otra vez crecían los fantasmas que lo venían acosando desde la tarde y se esforzó por apartarlos. "Basta", murmuró. Un taxi era precisamente lo que necesitaba. Hasta la casa de Roberto serían unas quince cuadras. Levantó la mano y le hizo seña. La radio del auto estaba sintonizada en un programa de boleros y se la oía mientras se iba acercando. Cuando subió y arrancaron, el chofer preguntó si le molestaba la música alta y antes de que Pablo contestara bajó el volumen. Después intentó darle charla. Tenía sus opiniones sobre el Mundial, la organización, la imagen que se llevarían los extranjeros que visitaban el país:

—¿Leyó en el diario lo de ese matrimonio francés que quería conocer la basílica de Luján?

—Me parece que algo leí —dijo Pablo.

—El taxi que contrataron los paseó un rato por la Capital y después los dejó frente a la iglesia de Pompeya.

—Ahora me acuerdo.

—¿Cuánto habrá tardado esa gente en darse cuenta de que no estaba en Luján? ¿Se imagina la desilusión? ¿Qué van a decir de nosotros cuando vuelvan a su casa?

—Nada bueno.

—¿Ésta es la forma de brindar nuestra hospitalidad y nuestro afecto?

—Evidentemente no.

—¿Qué opina de los seis goles de Argentina-Perú? Hay quien dice que el partido fue comprado. ¿A usted qué le parece?

Hablaba demasiado. Pablo lo dejaba decir, le contestaba con gruñidos, trataba de verle la cara y pensaba que muchos taxistas y porteros de edificios eran informantes de la policía.

Llegaron rápido. La casa era de planta baja y primer piso, techo de tejas y un pequeño jardín al frente. Contrastaba con las otras construcciones, más modestas, de la cuadra. No había luz en las ventanas y Pablo volvió a mirar la hora. No era tan tarde. Llamó y le abrió Roberto. Lo abrazó y le palmeó la espalda un par de veces, pronunciando su nombre en diminutivo.

—Andabas perdido, Pablito —le dijo tomándolo de un brazo y llevándolo hacía el interior de la casa.

Se lo veía muy eufórico, más de lo que pudiera producir la visita de un amigo, y Pablo pensó que algo bueno debió haberle pasado últimamente. Se lo preguntaría en cuanto se diera la oportunidad. Roberto era uno de los primeros tipos que había conocido al llegar desde la provincia y uno de los consejeros que, en aquellos años, lo habían ayudado a entender y a manejarse en la gran ciudad desconocida. En un par de oportunidades le había conseguido trabajo. Era cinco años mayor que Pablo, poca diferencia, aunque desde el comienzo se había empeñado en establecer con él un trato casi paternal. Últimamente ya no se encontraban demasiado seguido.

Sara estaba en el living, mirando televisión y cuando Pablo entró fue a su encuentro con los brazos abiertos:

—Por fin se te ve la cara.

Fue a calentar café y unos minutos después estaban sentados los tres mirándose sonrientes, cada uno con su taza humeante, mientras ella seguía reprochándole que dejara pasar tanto tiempo sin venir a visitarlos. Sara era una mujer amigable y paciente, siempre dispuesta a escuchar cualquier historia que los otros quisieran contarle. Suscitaba las confesiones y no resultaba difícil llevarse bien con ella. Aunque Pablo había advertido, casi desde el mismo momento en que Roberto se la había presentado, que detrás de la fachada de amabilidad había un muro. La veía asentir, sonreír, y la imaginaba agazapada y alerta allá al fondo, en alguna parte, detrás de un cerco, protegiendo su mundo de una posible invasión. Y su mundo eran la familia y la casa. El resto, Pablo incluido, conformaban un gran peligro general del cual Sara se defendía. De todos modos estaba seguro de que, a su peculiar manera, ella le tenía afecto.

—¿Los chicos? —preguntó Pablo.

—Durmiendo, por suerte —dijo Sara—. Están fatales.

—¿Querés un whisky? —preguntó Roberto.

Trajo vasos y sirvió para ambos:

—La semana pasada te perdiste la fiesta en la casa de mi socio. Te llamé una punta de veces y al final te hice mandar una invitación. ¿La recibiste?

—Sí, pero no pude ir.

—Estaba la morochita esa de trenzas que a vos te gusta tanto.

—¿A quién le gusta? —dijo Sara mirándolo de reojo.

—A Pablo.

—¿A Pablo o a vos?

—Nunca te casés, Pablito-dijo Roberto pasándose una mano por el pelo.

—¿Qué festejaban? —preguntó Pablo.

—Una licitación que nos adjudicó la Municipalidad.

—¿Importante?

—Bastante, bastante importante.

Por la forma en que lo dijo, lento, subiendo y bajando la cabeza y sopesando las palabras, Pablo dedujo que se trataba de un negocio de los grandes. Tal vez se debiese a eso la euforia que había percibido al llegar. Roberto tenía un estudio de arquitectura y en los últimos años Pablo había visto cómo las cosas mejoraban para él.

—Contanos algo de vos, hombre misterioso —dijo Sara—. Qué milagro, un sábado y a esta hora.

—Vine a ver a una amiga acá cerca.

—Entonces la visita se la tenemos que agradecer a esa amiga.

—En realidad vine a verla un poco obligado por las circunstancias.

—¿Qué circunstancias? —dijo Sara sonriendo—. ¿Se puede contar o es un secreto?

También Pablo sonrió:

—Nada de secretos. Habíamos quedado en comunicarnos por teléfono, pero el mío no funcionaba y el suyo tampoco. Estábamos un poco intranquilos por algo que pasó esta tarde, así que me vine hasta acá para poder hablar con ella.

—¿Qué fue lo que pasó?

Con las voces del televisor como fondo, Pablo contó la aparición de los tipos en la esquina y lo que siguió. Lo hizo en el tono de quien comenta un hecho más de los tantos ocurridos durante un día cualquiera, restándole importancia. Pero se detenía en los detalles y la historia se hizo larga. Inclusive relató la discusión con Ana en el bar y después la parada en el otro bar donde le habían pedido documentos y se habían llevado los dos muchachos. Advirtió que Roberto y Sara se habían ido poniendo serios. Sobre todo ella. La tenía sentada a la derecha y podía sentir su mirada.

Cuando terminó, Pablo dijo:

—Eso es lo que pasó.

Entonces tuvo la sensación de que acababa de arruinar algo, de que había traído algo equivocado a ese lugar.

10

Ahora, con el largo silencio que siguió a la historia de los tipos en la esquina, resultaba evidente que la actitud de Roberto y Sara había cambiado. Pablo esperaba alguna pregunta, algún comentario, y no supo qué hacer. Se colocó un cigarrillo entre los labios, sin encenderlo. Roberto le dio fuego y dijo:

—Nada para alarmarse.

—Yo también pienso que no.

—Quedate tranquilo.

—Estoy tranquilo, pero viste cómo es, la presencia de estos fulanos siempre te altera un poco.

Roberto tomó un trago, estiró una mano hacia Pablo y le dio una palmada en la rodilla.

—Olvídate.

—Está bien —dijo Pablo. Roberto señaló la pantalla del televisor:

—¿Alcanzaste a ver el partido de esta tarde?

—Estaba por verlo, pero con este asunto al final me lo perdí.

—Olvidate de eso.

—Sí —dijo Pablo.

—Esto ya termina y pasan los goles. Vas a ver qué golazo.

Pero después de la tanda de avisos volvió el programa anterior, una entrevista a un grupo de actores.

—Todavía no —dijo Roberto mirando la hora—, faltan unos minutos.

Siguió un nuevo silencio y los tres permanecieron pendientes de la pantalla. Sara tenía una cajita de madera en la mano, la tapaba y la destapaba. Dijo:

—¿En algún momento pensaste que pudieran estar ahí por vos?

Pablo se sorprendió por la pregunta y tardó en contestar.

—No. Si de algo estoy seguro es de que no están ahí por mí.

—Por supuesto que no —dijo Roberto—. Quedate tranquilo.

—Tenés razón —dijo Sara hablándole a Roberto—. Que no piense más en el tema, que se olvide, pero algo andan haciendo esos tipos en la esquina de su casa.

—No es la esquina de su casa —dijo Roberto—, es la esquina de muchas casas. Además con el Mundial y tantos extranjeros dando vueltas por la ciudad es lógico que haya más vigilancia en las calles.

—Disculpame, pero no estoy de acuerdo con tu forma de considerar las cosas.

—¿Y cómo las considero?

—Así, tan a la ligera, como si nunca pasara nada. Yo en el lugar de Pablo también me inquietaría.

—¿Por qué razón debería inquietarse?

—Porque trabaja en periodismo.

—¿Y con eso qué?

—¿Cómo qué? Un periodista es un periodista.

—Pero no, Sara, Pablo nunca escribió sobre política ni nada que se parezca. Las notas suyas no pueden molestar a nadie.

—Lo que escribía el hermano de María tampoco podía molestar a nadie.

—Es diferente. Además, ¿qué sabemos nosotros de la vida del hermano de María? ¿Vos sabés en qué andaba el hermano de María?

—No.

—¿Entonces?

—Lo único que te puedo decir es que si apareciera algún tipo raro en la puerta de mi casa no me gustaría nada.

—¿Y vos qué tenés que ver?

—Ya ves, no tengo nada que ver y sin embargo me preocuparía. Por vos, por los chicos, por mí.

—Basta, Sara —dijo Roberto abriendo los brazos—. Paremos un poco con la imaginación.

—No empecés a tratarme de paranoica.

—¿Qué dije? ¿Dije algo?

—Conozco muy bien ese tonito sobrador.

Sara respiró hondo y tomó el café que le quedaba en la taza. Excluido de la conversación, Pablo se limitaba a girar los ojos para mirarlos cuando hablaban. Se sentía molesto y deseó no haber venido.

—Sea como sea —dijo Sara—, creo que no cuesta nada tomar algunas precauciones.

—¿Y cuáles serían esas precauciones? —preguntó Roberto.

—Por ejemplo irse a otra parte por un día o dos. No aparecer por el departamento. Por lo menos hasta que esos tipos desaparezcan de ahí.

—¿Vos te creés que si quieren levantar a alguien lo vas a evitar mandándolo de vacaciones un par de días?

—Lo que digo es que no cuesta nada poner un poco de distancia. Nada más que eso.

Volvieron a callar.

—Bueno —dijo Pablo, dudando si debía hablar o no—, la verdad que había pensado no ir esta noche al departamento.

Roberto sirvió un chorro de whisky en cada vaso.

—Si eso te hace sentir mejor, entonces está bien, no vayas —dijo.

—Supongo que sí, que me sentiría más tranquilo —dijo Pablo—. Mañana será otro día.

—¿Dónde vas a dormir? —preguntó Roberto.

Pablo advirtió que a su derecha Sara levantaba la cabeza y dirigía una mirada rápida a Roberto. Roberto bajó la vista y sacudió el hielo del vaso. Pablo no contestó la pregunta.

—Caliento más café —dijo Sara poniéndose de pie.

Fue a la cocina y llamó a Roberto desde allá. Pablo quedó solo y los oyó hablar. No era una conversación amable. Por momentos la voz de Sara subía de tono, luego se controlaba. Pablo sólo podía captar alguna palabra suelta, pero estuvo seguro de que su presencia era la causa de la discusión. Supo que esa noche no habría sitio para él en la casa de Roberto y Sara. Se dijo que debía levantarse, saludar e irse en ese momento. Pero no se movió.

Volvió Roberto.

—¿Ya pasaron los goles? —preguntó.

—No.

Apareció Sara con la cafetera. Llenó dos tazas y dijo que estaba agotada, que ese día los chicos la habían vuelto loca.

—Pablo, ¿no te enojás si los dejo?

Se despidió.

Cuando estuvieron solos Roberto bajó el volumen del televisor.

—No le des bola a Sara —dijo—, sabés que siempre exagera. Además está alterada por algunas cosas que pasaron últimamente con gente que conoce.

Pablo asintió con la cabeza y preguntó:

—¿Quién es el hermano de María?

—María es una amiga, fue compañera de Sara en la facultad. Al hermano se lo llevaron hace un par de meses y desde entonces no hay noticias.

—¿Quién se lo llevó?

—No se sabe. Ningún vecino vio nada. Nadie oyó nada.

Callaron largo.

—Ahí empieza-dijo Roberto.

En la pantalla estaban pasando imágenes de Brasil-Italia, con la marcha del Mundial como música de fondo.

—¿Dónde vas a ver el partido mañana? —preguntó Roberto.

—Todavía no sé —contestó Pablo.

Roberto dijo que ellos tampoco lo tenían decidido, aunque casi seguro se harían una escapada a la casa de sus padres, hacía rato que los venían invitando, le daba un poco de pereza manejar hasta San Andrés de Giles, sobre todo por la vuelta, pero de tanto en tanto había que cumplir. Pablo lo escuchó mirando la pantalla.

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